La esquina del tiempo
Los matemáticos son gente jodida - y lo digo con cariño- pues es la única conclusión a la que llegué cuando encontré a mi buen amigo Andrés, parado frente a esta esquina de Valparaíso. Miraba embelesado la sombra de un edificio sobre otro y, lejos de alegrarse por ese encuentro casual en esta esquina del mundo, me saludó con un leve arqueado de cejas al verme.
Sostenía una libreta en su mano derecha y un lápiz marrón en la izquierda. Sin dejar de mirar aquella sombra y contrarrestando mi entusiasmo me contaba, tal y como hacía en sus clases de la Universidad de Guayaquil, cómo calculaba la altura de aquella casona a partir de la penumbra que la otra formaba en su fachada. “Es un reloj de Sol” me dijo. “Si fijas bien las coordenadas y determinas la altura, cada esquina del mundo es un reloj de Sol, Mauricio”. Terminó sus cálculos y, ahí sí, nos dimos un abrazo.
De camino a la Sebastiana, la casa de Neruda, nos pusimos al día y paramos en treinta esquinas más. “Sólo hay que saber qué esquina es la mejor para cada hora del día”, decía. Pero eso introduce una variable que sus colegas matemáticos jamás compartirían: la intuición.
“Ya lo van a entender. Ni bien pase todo esto a limpio… lo van a entender”.
Cuando tres años más tarde recogió el Premio Nobel por sus estudios, eran las cuatro de la tarde en Estocolmo y en la esquina de las calles Papudo con Tempelman, intuyó, serían las doce del mediodía.
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