Mujeres que se enfrentan al estigma sobre la prostitución y la falta de empatía con sus historias: “Pediría que no se nos juzgue”

Clara (nombre ficticio) fue víctima de explotación sexual.

Jennifer Jiménez

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Clara (nombre ficticio) llegó a España huyendo de la pobreza y de la violencia sexual que sufrió hasta en cuatro ocasiones en su país. La primera, por parte de un profesor cuando apenas estudiaba el segundo curso de Primaria, algo que se repitió en varias ocasiones ya que la amenazaba con suspenderla, la segunda vez fue un familiar por parte de madre quien la agredió, pero al denunciarlo ante su familia nadie la creyó. Un amigo suyo también la violó cuando tenía 16 años y de la última agresión fue víctima cuando tenía 20 años. Todo su pueblo lo supo. Cuando llegó a Madrid por una red de trata su deuda ascendía a 11 millones de pesos. Habían pasado solo 8 meses desde que sufrió una violación cuando el hombre que la fue a buscar al aeropuerto le dijo que tenía que “probar la mercancía” esa noche. “No fue violento, pero sí grosero”, relata. De la capital fue trasladada a Catalunya, donde tenía que mantener relaciones sexuales con una media de 10 o 15 hombres y comportarse tal y como le habían enseñado en el club. Según explicó en el programa de RTVC Trópico Distópico una noche se vio obligada a pulsar el “botón del pánico” porque el cliente la empezó a golpear. 

Para sobrellevar esta situación explica que aprendió a desconectar. “Me imaginaba paisajes, dibujos, figuras en las paredes y en el techo, desconectaba completamente de la realidad”. No fue fácil dejar atrás esa experiencia. Clara relata que se puso en contacto con una amiga que también había pasado por lo mismo y con una deuda mayor. Ahora se siente protegida gracias a su pareja. “No me juzga, nunca en estos años me había sentido tan protegida”, remarca. Pero sí pide a la sociedad que “no juzgue, que no piense que por ser prostitutas somos personas que carecemos de sentimientos o que nos acercamos a la gente bajo un interés. Las prostitutas somos personas que necesitamos muchísimo afecto y amor porque estamos vacías por dentro”, asegura. 

Empatía y no ser juzgadas es lo más repetido por las mujeres en esta situación. “Para mucha gente somos un trozo de carne pero no es así”, subraya Samantha, que se presenta como trabajadora sexual y asegura que al principio sí que sufrió explotación. “Vine explotada, tenía unos horarios y unas órdenes que tenía que cumplir y no podía hacer lo que me daba la gana”. Ahora reivindica que se regule esta actividad ya que “al no ser una actividad regulada, se desarrolla bajo unas condiciones infrahumanas” y “cuando reivindicas tus derechos te dicen que no tienes derecho a nada”. “No creo que nadie esté capacitado para juzgarme”, afirma. Según explica, el perfil de los consumidores de prostitución es muy variado, pero hay muchos hombres casados. Además, apunta que muchas compañeras han sufrido bullying en su barrio por realizar esta actividad. “Me apuntas por eso cuando a lo mejor alguien de tu entorno puede ser un cliente mío o de mi compañera”, añade.

Cuatro de cada diez hombres consumen prostitución

“España no es cualquier país en el mundo, cuatro de cada diez hombres dicen abiertamente consumir prostitución. Hablamos del negocio ilegal ahora mismo más importante y el que mueve más dinero en el mundo por encima de la venta de armas y de las drogas”, señala Begoña Vera, activista feminista y formadora en el Programa de Atención Daniela Oblatas. Explica que empatiza con las diferentes historias de las mujeres que se encuentran en esta situación, que vienen con una mochila de vivencias muy duras. No obstante, añade que como modelo de sociedad no quiere que estas mujeres no tengan otras alternativas de vida. “Estamos fallando como sociedad”, aclara.

Vera explica que reconocerse como víctimas es complejo y que la media en el sistema prostitucional es de 14 a 20 servicios al día. Por ello, la mujer practica la disociación cognitiva, es decir, realmente su mente está en otro lado. Todo ello, añade, tiene consecuencias psicológicas en las mujeres. No obstante, también se cuestiona por qué el debate no se centra en los hombres.

Un reciente estudio destaca que los hombres consumidores de prostitución pueden dividirse en seis grandes grupos: los ociosos, que lo hacen como diversión; cosificadores, que pagan porque desean sexo puro y duro sin relaciones sentimentales; los buscadores de pareja, que están solos y acuden con el objetivo de encontrar a su media naranja; arriesgados, atraídos por el riesgo y el peligro, demandan sexo sin protección y muchas veces acompañados de cocaína; los personalizadores, que además de sexo buscan compañía así como los agresores, que ejercen violencia sobre las mujeres y que apenas aparecen en las estadísticas porque ningún hombre se reconoce como agresor cuando se le pregunta.

Mientras Vera es abolicionista y toma como ejemplo el modelo de Suecia, donde se penaliza al consumidor, la profesora de sociología de género de la ULL, Marta Jiménez, aboga por la regulación y añade que en la prostitución hay situaciones muy diversas. “Negarles a las mujeres las capacidades sexuales la capacidad de decidir a lo que se dedican es materialismo”, considera la profesora, que añade que hay mucho estigma alrededor de la prostitución y que la explotación sexual sí que hay que perseguirla.

El saco del odio y el muro social

La trabajadora social y coordinadora del Centro Lugo, Idaira Alemán, explica que las mujeres que acuden a este lugar piden “formación, empleo y apoyo psicológico” ya que vienen buscando alternativas. Recuerda que en contra de lo que muchos piensan, que se gana mucho dinero en este contexto, en realidad estas mujeres lo pasaron muy mal durante el confinamiento y demandaban alimentos. “Miedo a contagiarse” y “sueños truncados” eran algunos de los testimonios que algunas mujeres en esta situación contaron a Canarias Ahora durante el confinamiento. La azotea de este centro se ha convertido en un lugar donde se reúnen mujeres en contexto de prostitución que utilizan un saco al que llaman “del odio” para dejar ahí sus miedos, la rabia y el temor. Pero también es un lugar donde comparten experiencias y reciben talleres de autocuidado.

Idaira Alemán asegura que no es nada fácil salir de este sistema ya que “hay un muro que les impide poder acceder a alternativas reales”. Considera que “no es nada sencillo”, pues hay un rechazo hacia esas personas, “ese dedo que está continuamente apuntándolas” y faltan oportunidades. Muchas de ellas además se inventan un personaje y llega un momento en el que se les despoja de su dignidad, no recuerdan ni qué les gustaba. Subraya que cada situación es diferente, pero que la gran mayoría de las personas que acuden son migrantes y con cargas familiares.

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