Dos de once (viernes)
Se hace lo que se puede, esto de entrada, que no quiero generar falsas expectativas. El de la máquina pica-pica sigue abajo, en el fondo del barranco; eso sí, todo lleno de polvo: él, su artefacto de guerra y los que habitan las cuevas más cercanas llenas de arritrancos. Es lo que se ve desde el undécimo, ventanal sur. Hoy al fin pude averiguar que inicia el traqueteo a las siete de la mañana. No siempre logra despertarme, pero esta vez estuvo a punto, muy cerca de conseguirlo. Me tiene obsesionado y quedan nueve días más de la (primera) cuarentena.
He tenido un día de perro, un día de perro de cuando los perros no eran los reyes del mambo, cuando no servían para eludir las multas. Anoche me despedí de Andreu Buenafuente y sigo con ese regusto a estas horas de la tarde. Las noches cada vez se ponen más difíciles, pero siempre, y ahora me doy muchos ánimos, habrá algo interesante que hacer, algo con qué divertirse y pasar el rato. Jorge, ¡a ver si te animas y también pasas esta noche otro enlace de los buenos!
A las siete, a las siete… A las siete de la mañana empezó el hombre de la pica-pica. El maquinista arrancó sincronizándose con la melodía inicial del programa que ahora conduce Juan Carlos Castañeda en Radio Club Tenerife. Sobre las cuatro de la mañana, tras la brisa darme un cachetón y dejarme mirando a los celajes, me imaginé a ese noble maquinista levantándose a las tantas de la mañana en un cuarto dormitorio humilde y teniendo que coger el coche por esa autopista fantasma del norte, sin tráfico y sin cortados por el camino, desierta, irreconocible, tan ajena a las colas como en la mañanas muy tempranas de domingo. Lo reconozco asustado; asustado por ese viaje tan surrealista, por su trabajo tan inconcebible en estos tiempos y por tener que llenar de ruido, humo y polvo el lecho del barranco donde al menos hay dos chabolas que dan la bienvenida con banderas de siete estrellas verdes.
Cuando termine este calvario, prometo que me meto en el barranco y le hago la ola. Aquí arriba no se entiende nada de lo que está pasando ahí abajo. Hoy, en el zaguán del edificio, solo me faltó poder leer la pregunta virtual que aún no tiene respuesta: ¿alguien sabe qué hace la máquina pica-pica en el barranco? Las líneas puestas en otro folio anexo para posibles respuestas, las que se quieran, están vacías, tan vacías como la plaza cruzada esta misma tarde: sin perro flaco y sin dueña flaca, sin mascarillas y sin niños. Qué fea está la plaza sin niños y sin baloncesto en sus cementos y paseos.
Hoy ha sido un día de perro, de los perros de antes. El teletrabajo me ha tenido enchufado y pendiente del maldito monitor. Que si esto, que si lo otro; que si mira aquello y ve lo de más allá, y luego tal cosa y tal otra… Ha sido un trabajo de mil caras. Pero a gusto, muy a gusto, ¡hombre! Salvo cuando voy a por la dosis de agua y miro abajo y encuadro lo que ya saben. Sigo obsesionado con eso.
¡No puedo más…! Tampoco es para tanto. Rectifico y digo que puedo menos que ayer, y esto sí lo considero normal. Todos lo entendemos. Quedan nueve días, cuando claudique este viernes, para que termine la (primera) cuarentena, la dictada por quince días. Todo apunta, por cierto, y no quiero aguar ninguna fiesta, a que esto va a ser como un mes de vacaciones pero con menos dinero gastado. A todo uno se acostumbra. ¡Pero tanto…! ¡Tanto no hacía falta! ¿No creen…?
No quiero incidir mucho estos días en que a menudo salgo a comprar al súper porque lo primero que van a pensar es que me escaqueo, que me escabullo, que adopto esa actitud de comprador compulsivo de peras y reinetas para respirar el aire ahora sí limpio, al fin limpio, sin necesidad de jugármela con posibles multas, que la policía, ya con menos delitos por doquier, está apostada en cada esquina.
Salí otra vez a comprar (¡no piensen mal…!) e hice una buena adquisición. No entraré en las intimidades de lo que traje, pero sí tuve una experiencia algo cibernética. Me sentí atrapado por la necesidad de contar los pasos, de huir de la gente, de arrinconarme a dos metros del que pasa por el pasillo y de hacer preguntas a los jóvenes operarios a grito limpio por la imposibilidad de estar cerca de ellos. Nunca había odiado tanto no poder estar junto a esos alientos humanos.
No solo estuve todo el rato contando pasos y con ellos metros de más y de menos, sino que me sentí ridículo con unos guantes que me quedaban fatal, horrorosos. Los controles convirtieron esa compra urgente en la más larga de mi vida; también en la más tormentosa.
De vuelta a casa pensé otra vez en lo que ya saben: sin Buenafuente esta noche, sin pica-pica mañana y pasado (eso creo), con las chabolas en el mismo sitio, llenas de retales, colorido, desorden y suciedad, y con la piscina que enamora y enamora y parece que se deja coger pero nunca está al alcance de un buen baño como mamá nos trajo al mundo.
Salí del híper hacia la calle principal del barrio, donde también está la farmacia que les conté ayer; bajé de la parte alta del barrio a la plaza de Duggi; vi que el bareto de los vietnamitas estaba cerrado, que jamás cierra, y luego todo sin nada ni nadie, esta vez hasta sin perros y sus dueños, a veces delgados.
Caí hacia la plaza con dos bolsas a ambos lados y la lluvia fina de ese momento me hacía pensar en que hemos vivido tiempos mejores y la esperanza es lo último que se pierde. Subí las escaleras con cinco peldaños de la plaza, sola, quieta, sin columpios girando ni el griterío de niños, mayores y perros malcriados. Crucé ese espacio tranquilo y muerto y llegué a la esquina de Andrés. Andrés, el amigo Andrés, también chapado, todo chapado, cerrado, sin alegrías a las que agarrarme… Con desgracia me aproximé a casa. Eché de menos lo de siempre: a los rumanos, a los filipinos, a los pibes con su basquet, a los niños y sus familias y a las bicis que rompen patas. Aquello, les aseguro, era otra cosa.
Ahora ya son casi las siete de este día dos, también conocido como viernes 20 de marzo, y estoy asombrado de cómo ha cambiado todo esto, tan rápido, a velocidad de reactor… Estoy asombrado de cómo un virus desconocido y el famoso decreto de estado de alarma nos han metido, seguro que con razones, en este túnel del que hoy no veo salida clara.
Mañana la veré, quizá esta noche, a lo mejor cuando escuche el nuevo disco de Fito Páez o bien cuando me tropiece en un rato con un abrazo de los míos. Seguro que sí, pero… ¡coño, fuerte mierda!
A ver qué hago esta noche sin Buenafuente y mañana y pasado sin mi querido tractor amarillo, sin mi pica-pica del alma.
Hoy todo lo vi de color negro, hasta que empecé con esta crónica tan reparadora. No pierdan la calma, que la piscina sigue ahí y la máquina pica-pica volverá con su reloj de ruido y gasoil a la hora prevista. Será el lunes, día 5 en nuestra cuenta tan particular.
Voy a ver cómo puedo citarme en la madrugada con Fito Páez. ¡No se lo pierdan!
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