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Iruya; un tesoro en el corazón de Los Andes

Vista de Iruya desde la carretera. La Iglesia de Nuestra Señora del Rosario es el icono de este pueblecito andino del norte de Argentina.

José J. Jiménez

Hay pocos sitios que emanan, de verdad, un halo especial. Apenas son un puñado en todo el mundo. Son lugares que atrapan por alguna u otra razón y comparten algunos elementos comunes que son, precisamente, los que les dan ese plus que el viajero suele buscar. Casi todos son remotos. Están lejos de los centros habituales del turismo y fuera de los circuitos de masas. Llegar es ya una verdadera aventura y los caminos de acceso suelen ser difíciles. La mayoría son puntos auténticos; verdaderas reliquias del pasado donde los seres humanos se plegaron a las exigencias del ambiente y no al contrario. Son, en definitiva, verdaderos paraísos para el viajero inquieto.

El Abra del Cóndor se eleva a 4.000 metros sobre el nivel del mar. Los pocos que llegan hasta este lugar ya han recorrido más de 25 kilómetros de ripio (tierra apisonada) desde el cruce de la Ruta 9 con la Provincial 13. Detrás han quedado el pueblecito de Iturbe y dos o tres caseríos perdidos en las arrugas de los cerros. Las poblaciones de la cercana Quebrada de Humahuaca (noroeste de Argentina) parecen, por comparación, grandes metrópolis. Lo humano se empequeñece ante la magnitud del escenario. Los Andes. Con eso queda todo dicho.

Durante el ascenso al puerto de montaña uno cree que su capacidad de asombro ya no puede crecer más hasta que la carretera de tierra llega a ese andén a cuatro kilómetros de altura y se desploma de súbito hacia el abismo. Vueltas, vueltas y más vueltas. Los autobuses dejan al aire gran parte de sus carrocerías para el goce del inconsciente y horror del que sufre de vértigo; el camino pica hacia abajo formando una serpiente de giros imposibles. Y, al llegar al fondo del cañón, el cielo desaparece y se encajona entre murallones de piedra cortada a pico de varios cientos de metros. Y un poco más adelante, de improviso, aparece Iruya tras una de las mil esquinas de la ruta. Inconfundible con su iglesia de muros amarillos y torre con remate azul.

Apenas 2.000 personas viven en este pueblecito de calles empinadas y casas de adobe; pero aún así, los que viven en la veintena de pagos que se esconden en los cerros de las inmediaciones la llaman ‘la ciudad’. Sólo hay una carretera para llegar y salir y siempre que el tiempo lo permita. De resto, algunas sendas sólo aptas para 4x4, las recuas de mulas y miles de kilómetros de caminos ideales para los amantes del senderismo.

Un lugar anclado en la historia

Hasta bien entrado el siglo XX, Iruya no tuvo comunicación por carretera con el resto de la Argentina; esto provocó que las cosas cambiaran muy poco desde que los primeros misioneros españoles llegaran al lugar allá por el siglo XVII. Aunque la fundación oficial del pueblo data de 1753 por las montañas ya andaban comunidades ocloyas desde tiempos inmemoriales y algunos curas atrevidos empeñados en meter el cristianismo entre las rendijas de las creencias locales. En torno a la colonial Iglesia de Nuestra Señora del Rosario se fueron apilando pequeñas casas de adobe y techos de torta de barro y paja que fueron subiendo ladera arriba formando las cuatro calles del pueblo de hoy. “Hoy la chapa ha ido sustituyendo poco a poco al barro”, nos confiesa con una mezcla de pena y resignación un lugareño. Desde las alturas del Mirador, las casas se apiñan sin aparente orden ni concierto y, sólo de vez en cuando, algún techo de los de antes se deja ver entre los destellos metálicos de las cubiertas ‘modernas’.

Retazos de tradición primigenia que se dejan ver en las apachetas que marcan los caminos o en el colorido cementerio, un lugar que pone de manifiesto que, más allá de las cruces, las vírgenes y los santos los viejos dioses y la Pachamama aún marcan el ritmo del día a día. Y no es extraño. No hay más que alzar la vista para ver que las montañas tienen algo de sagrado. Alturas que protegen y son escenario del vuelo de decenas de cóndores que vuelven cada tarde desde los cuatro puntos de la cordillera para dormir en los farallones; ahí, justo encima de los tejados. El espectáculo es impresionante, pero son pocos los que cruzan el puente colgante y suben las cuestas del barrio que escala la margen derecha del río para ver a un par de metros a las aves más grandes del mundo.

Camino de San Isidro

Durante los meses del verano austral los torrentes causados por la combinación del deshielo y la temporada de lluvias complican la comunicación con los otros pueblos del partido de Iruya. Por meses, la única manera de cubrir los ocho kilómetros que median entre la ‘capital’ y las treinta casas de San Isidro es a pie o a través de recuas de mulas o burros. Los arrieros van y vienen transportando lo poco que las gentes del lugar necesitan. “El resto lo producimos nosotros. La huerta nos da de comer e intercambiamos verduras y frutas con nuestros vecinos”, nos comenta Hugo Bustamante. Nos encontramos con él por casualidad. Atravesamos la veredilla que conecta San Isidro y el barrio de Pumayoc y nos topamos con el telar tradicional de Hugo, uno de los teleros del lugar.

Hijo y nieto de teleros, Hugo sigue tejiendo como se ha hecho durante siglos. Sus manos diestras crean ponchos y colchas que repiten modelos, colores y diseños ancestrales. Este modelo de trabajo genera una pieza al mes. “Lo que ganamos con los ponchos y mantas sirve para comprar la ropa o los zapatos; el resto lo cultivamos nosotros o lo intercambiamos con los vecinos”, nos cuenta mientras los hilos vibran al ritmo de nudos que forman impresionantes diseños multicolor.  Por poco más de 130 euros (1.500 pesos) te puedes llevar una pieza única. ¿Caro? Para nada.

Llegar a San Isidro es toda una experiencia; los colores de los cerros que caen hasta el lecho del río te parecerán irreales; podrás ver las chacras (huertas) que cuelgan de los riscos con sus maizales contrastando en verdes a la tierra desnuda de los alrededores; Te cruzarás con caravanas de mulas; tendrás que descalzarte una y otra vez para cruzar el río; subirás cuestas impensables hechas con tal sabiduría que ni siquiera tendrás que doblar la espalda para avanzar… Y como postre está el pueblo. Casitas tradicionales que no deben haber cambiado mucho desde los tiempos del inca en torno a callecitas empedradas y escaleras que suben muy arriba o bajan muy abajo.

Cómo llegar: Con coche propio hay que tomar la Ruta Provincial 13 desde la Ruta 9 (a 25 kilómetros al norte de Humahuaca). Hay varias salidas diarias de buses desde Tilcara y Humahuaca.

Dónde dormir: Si te quieres dar un capricho una buena opción es el Hotel Iruya con habitaciones dobles por 100 euros la noche. Una opción buena y más barata es la Hostería Federico III (35 euros). Hay multitud de casas de familia que ofrecen habitaciones más modestas desde 9 euros. En San Isidro también hay varias casas familiares que ofrecen alojamiento a precios muy baratos (10 euros).

Dónde Comer: Una buena opción es la Hostería Federico III con una buena relación calidad precio. En Iruya hay multitud de comedores donde se puede comer a precios my económicos. A nosotros nos gustó, particularmente, el Comedor Margarita (Lavalle y San Martín). Raciones abundantes y buenas a precios muy baratos.

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