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Cantabria arde en invierno: “Hay alarma por los incendios, pero el mayor problema vendrá cuando aquí no quede nadie”

Los pastos del Portillo de Lunada, en la montaña pasiega, ardieron en enero.

Diego Cobo

Miera —

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Las laderas de La Torneriza y el Castriu deberían de lucir un verde más intenso. La nieve, quizás, colorear el Portillo de Lunada. Y el río Miera, sin duda, debería de llevar más agua. Pero este febrero ha sido cálido (2,4 grados por encima del promedio) y, en las tres primeras semanas de mes, no ha llovido demasiado. Tampoco hay viento y el cielo tiene esa timidez contenida que precede a días convulsos. En unos días regresarán las lluvias, los aguaceros, las alertas amarillas y naranjas. El invierno.

Los paisanos están acostumbrados a ver remolonear el humo y los parches de matorral calcinados porque el fuego, en tierras de media montaña, siempre ha servido para domar el paisaje. Pero la raíz de este asunto, dicen en el pequeño pueblo de Miera, es el abandono de zonas rurales. “Hay una gran alarma por los incendios, pero el mayor problema vendrá el día en que aquí no quede nadie: entonces entrarán los fuegos. Pero en los pueblos no corres ningún riesgo”, asegura Fernando Maza cuando le pregunto sobre ellos. Fernando deja pasar un segundo y, entonces, matiza: “Mientras se mantengan las fincas”.

Las capas del paisaje ganadero en la cuenca alta y media del Miera es repetido: un río que discurre por una pendiente brusca, el bosque que hunde sus raíces en la ribera, fincas verdes de perfecta geometría, arboledas alborotadas y peñas rocosas en las que rumian cada vez menos animales. “Donde antes había cabras y ovejas ya no hay nada y, de la que los ganaderos terminen abandonando esto, todo se va a quedar como monte y bardal”, continúa este vecino en una mañana de calma, solitaria, en la que solo se escucha el campaneo de la iglesia barroca Santa María de la Asunción, el altavoz de una furgoneta anunciando fruta de temporada, el rumor de algún tractor y el lamento de una mujer.

Porque a apenas 35 kilómetros de Santander, se defiende la vecina, lo rural se repliega olvidado o despreciado: “Desde una silla tú no sabes cómo son las cosas; desde una oficina, menos”. Fernando lo remata: “No han hecho nada, y lo saben. Desde que entramos en el mercado común sabían que estas zonas se iban a deprimir y a abandonar. Allí [en Santander, en Madrid, en Bruselas] hay técnicos, ingenieros agrónomos, y sabían perfectamente que era la ruina de esto. Y se ha confirmado”. A la vecina aún se le remueven las vísceras al recordar una reciente inspección de bienestar animal en la que el veterinario, con una carpeta de folios bajo el brazo, se sentó entre unas vacas a verlas comer. “No es lógico”, dice ella, criada entre ganado, nieve y trabajo. “Tú metes a las vacas a la cuadra, vas al prado, les siegas el verde haga sol o llueve y se lo llevas con el tractor donde entre y, sino al cuévano, ¿y quién está maltratado?”.

Esas “cosas” de las que hablan giran siempre en torno al sector primario, aunque la actividad no pueda estirarse en un municipio que se vació con fuerza en los años setenta y que se ha seguido vaciando. Entre todos los barrios de Mirones y Miera no suman 400 personas —hace un siglo había casi cuatro veces más de población— que conservan vacas, una colección de apellidos oriundos y unos pastos cada vez más difíciles de mantener a raya. La solución que proponen para limpiar los pastos es la que siempre se ha empleado: “Hacer quemas constantemente y tenerlo todo limpio”. Porque los pueblos se desangran, el número de cabezas de ganado cae y los rebaños necesitan menos espacio.

Con el tiempo, si no se trabajan las fincas, las zarzas, los escajos y la maleza colonizará el territorio. Fernando, que llegó a tener más de 20 vacas, por ejemplo, ya solo tiene dos y Tomás, que ha bajado al barrio, aún tiene un puñado de ellas. Para ellos, el fuego es una herramienta más para quemar rastrojos apilados y contribuir a mantener ese tapiz que envuelve a las poblaciones. En caso de producirse un incendio en zonas de matorral, explican, el fuego no avanzaría por estas tierras verdes que envuelven las casas. “Pero si se empieza a abandonar”, detallan, “se une con lo de arriba y ahí sí puede quemarse”.

Los incendios son “el fuego que se extiende sin control sobre combustibles forestales situados en el monte”, según la legislación nacional. Pero las escenas de fuegos que enturbian el aire —hay que diferenciar quemas de incendios— son tan naturales como este paisaje kárstico que dos siglos de deforestación que emplearon la madera para alimentar la siderurgia de Liérganes y La Cavada dejaron al descubierto. Lo que más preocupa es la decadencia de los pueblos. “Llega un momento, cuando no hay relevo generacional, en que hay cosas que no puedes activar. Esto hay que mamarlo de pequeño”, dice Fernando, que reconoce que ahora se quema más que antes.

—¿Y los incendios? —insisto.

—Puede entrar un incendio si no se pace —intercede otro vecino—. Pero si hay poco matorral, el fuego pasa por encima y se quema un poco. Ahora ya, si tiene mucho, entonces se quema hasta la tierra.

Los matorrales, la tierra, el humo en las peñas, el abandono de actividades tradicionales, el olvido (o desprecio) de las zonas rurales y el fuego: febrero cerró con más de 150 incendios en toda Cantabria. Este año, dicen en la zona, las llamas se han cebado con el vecino valle de Soba. Pero yo sigo surcando este territorio acompasado por el latido del Miera, continúo atravesando peñas que custodian el valle y avanzo más allá de San Roque de Riomiera, cuyas espaldas están abrasadas. A finales de enero ardieron los pastos de Lunada y ese rastro de ceniza aún no ha sido cubierto por la nieve. El fuego descontrolado, sin embargo, es puntual a su cita: cuando se anuncian días de viento sur y los agentes forestales activan las alarmas, el monte arde.

El pasado 14 de febrero, por ejemplo, había viento sur. Yo había llegado a la casa de un profesor de universidad en la cuenca del Miera para ahondar en su ecosistema. Eran las seis de la tarde y Peña Pelada estaba tocada por el color rosáceo del atardecer. Asomados a la ventana, donde las laderas del pico lucían tostadas, mi anfitrión me dijo que cualquier día arderían, ya que el ciclo de incendios se repite cada cuatro o cinco años, cuando los helechos y escajos han crecido y ya estorban. Solo dos horas después, un látigo de fuego danzaba por la oscuridad. El profesor llamó al 112, donde le dijeron que ya habían dado parte del incendio en la otra vertiente de la montaña. Pero esa noche, según supe días después, no había cuadrillas y no se pudo extinguir el fuego. El viento sur, que aquella noche chasqueó las ramas de los árboles, avivó las llamas y afeitó las cortezas de eucaliptos, se paró a la mañana siguiente y comenzó a llover. El agua sofocó los rescoldos.

Es un tema mucho más complejo de lo que todo el mundo (rural y urbano) piensa. El problema es que no hay una única solución y no hay un único malo. Las soluciones son complejas y afectan a varios sectores que son complicados de conciliar

Virginia Carracedo Profesora de Geografía de la Universidad de Cantabria

Ha pasado una semana y, en el día previo a las lluvias, los aguaceros y las alertas —el invierno—, le pregunto a uno de los alcaldes de la zona, que come en la mesa de enfrente, sobre los incendios de Miera. Él, incómodo, dice fugazmente que los fuegos han sido por Soba y que los de aquí eran simplemente provocados por el viento (¿?). Virginia Carracedo, profesora de Geografía de la Universidad de Cantabria (UC), me había dicho que este asunto tenía muchos ángulos y no se abordaba desde una visión integral. Y tras una mañana conversando con vecinos que se parten la espalda segando el verde en pendientes exageradas, queriendo ocultar su nombre (“en los pueblos pequeños es todo muy comentado, es todo muy personal”, me dijo uno de ellos); después de que aquellos hombres y mujeres me explicaran las exigencias y penurias para llevar a cabo sus actividades y después de que aquel alcalde me despachase en medio minuto y yo prefiriera no insistir, regresé a mi asiento con las ganas de continuar desinfladas.

Cada cual cumple su papel y él hizo el suyo: desentenderse. Yo, también: preguntarme qué perseguía al escribir sobre los incendios. Entonces le escribí a Virginia, algo zarandeado, para decirle que el hecho de mentar este tema creaba alergia. “Yo no estoy en contra ni a favor (¡qué osadía!)”, continuaba en mi mensaje, “solo quiero comprender: el problema es cuando uno cree que sabe”. Ella, que hasta ese momento había mantenido una sana suspicacia por el posible tratamiento de los incendios en un reportaje periodístico, tecleó una sonrisa y un mensaje de vuelta: “Es un tema mucho más complejo de lo que todo el mundo (rural y urbano) piensa. El problema es que no hay una única solución y no hay un único malo. Las soluciones son complejas y afectan a varios sectores que son complicados de conciliar”.

Un contexto difícil

Cantabria arde, y arde mucho. En su tesis doctoral sobre los incendios y gestión del fuego en Cantabria, Virginia Carracedo señala que la comunidad es “una de las regiones más afectadas por los incendios forestales tanto a escala nacional como a la europea”. Todos los años se queman 10.000 hectáreas de monte, la mayoría compuestas de matorral, el ecosistema predominante en la parte media de montaña. Si la media entre 1991 y 2010 era de menos de 400 incendios, esa cifra se ha duplicado en parte porque los registros son más minuciosos y en parte porque se quema más que antes. “El que aumente el número de incendios tiene relación con la falta de prevención”, me aclara ahora Carracedo, “ya que cada persona que quema tiene un motivo concreto”.

La investigadora, miembro del Departamento de Geografía, Urbanismo y Ordenación del Territorio de la Universidad de Cantabria (UC), reconoce que abordar el problema implica una “visión transversal y de empatía”, y eso supone un esfuerzo no siempre dispuesto a ejercer. De hecho, empiezo a escuchar y leer posturas tan enfrentadas en cuanto al uso del fuego como herramienta de gestión del territorio. Son ramas del mismo tronco que ella resume en dos visiones opuestas: quienes están anclados al pasado y quienes miran el futuro. Es ahí donde entran las quemas controladas, ya que el fuego siempre se ha empleado y, como explica Carracedo, “en ningún lugar del mundo donde el fuego se haya utilizado durante siglos o milenios se ha conseguido que se deje de usar”. Aun así, la profesora dice que no hay una llave maestra, sino “un conjunto de medidas que se pueden y deben llevar a cabo, que no resultan excluyentes y que hay que adaptar a cada territorio”.

La mayoría de los incendios son intencionados y tienen detrás una problemática ganadera. Se busca regenerar pastos o que no se pierdan derechos de ayudas de la PAC. Es una fotografía de la realidad y a partir de ahí se pueden buscar muchas explicaciones

Javier Manrique Decano del Colegio de Ingenieros Técnicos Forestales de Cantabria

Los incendios en Cantabria se concentraron, el año pasado, en los meses de febrero, marzo y abril, desafiando a la lógica de que el fuego se propaga con mayor facilidad durante los meses más secos. Pero solo ese dato da pistas sobre su naturaleza. “Es evidente que la mayoría de los incendios son intencionados y tienen detrás una problemática ganadera”, disecciona Javier Manrique, decano del Colegio de Ingenieros Técnicos Forestales de Cantabria, que añade que “el fin que se busca es regenerar pastos o que no se pierdan derechos de ayuda de la PAC, aunque hay incluso algunas causas posibles relacionadas con la presencia del lobo. Pero siempre hay detrás una animosidad ganadera”. Manrique insiste en que no pretende criminalizar al sector y que si no existieran los ganaderos “habría que inventarlos”, pero no rehúye los hechos. “Es una fotografía de la realidad, y a partir de ahí se pueden buscar muchas explicaciones”, resume.

El ingeniero, que también ocupó el cargo de director general de Montes y Conservación de la Naturaleza del Gobierno de Cantabria, admite que en la comarca de Miera no ha habido más incendios que otros años, pero son zonas inaccesibles donde, en muchas ocasiones, solo se puede atacar el fuego desde aire; tampoco se queman zonas arboladas, de gran valor ecológico, “así que simplemente se controla y se vigila para que no vaya a más”.

Entre la sabiduría popular hay intuiciones poderosas y desatinos grotescos. Hay quienes se burlan de que un helicóptero descargara, durante un incendio en la zona, unas cuantas cestas de agua y dejaran activo el fuego. Pero el riesgo para las cuadrillas, el comportamiento del fuego, la efectividad del agua sobre rocas calizas y otros elementos que Manrique explica se escapan a la aparente lógica. El hecho de que los incendios quemen cada vez más superficie —20 o 25 hectáreas de media, sostiene— no es algo que obsesione en lugares donde el humo siempre empañó el horizonte. Yo, al menos, no escucho en este recorrido por territorios húmedos voces que consideren al fuego como un problema. “Ya, ya”, justifica Manrique, “es que es un problema social que en Cantabria no se hable de incendios”.

Los hornos de la industria siderúrgica se tragaron diez millones de árboles durante los siglos XVII y XVIII, por lo que los suelos perdieron propiedades y ganaron acidez. Hoy, en el Miera, se observa el producto de siglos de lluvias y fuego: cuando el agua cae con fuerza, los mismos ríos que más rápidamente se cargan debido a las tierras erosionadas, provocan inundaciones aguas abajo; una situación agravada por la ausencia de masas forestales en las cabeceras del Asón, Miera y Pas, las cuencas donde se concentran la mayor cantidad de incendios. El año pasado, la comarca Pisueña-Miera sufrió 179 mientras que la cuenca del Pas sufrió 174. Los incendios, la deforestación y las inundaciones, pues, mantienen un sólido vínculo que hay que desmenuzar, del mismo modo que las relaciones entre el mundo rural y urbano están destinados a entenderse. “Es cierto que hay legislación que va en contra de la gente del campo, y tienen demasiadas obligaciones legales. Pero no todo lo que se ha hecho toda la vida es bueno. Y quemar sistemáticamente no es bueno”, reconoce Manrique.

A Jesús Gómez, por ejemplo, las llamas le han quemado el estacado de su finca de Rubalcaba. Jesús lleva más de dos décadas transformando una hectárea que perteneció a su bisabuela en un bosque autóctono de robles, abedules, hayas y acebos; una labor que le han servido a un millar de árboles dar el estirón. Con alguna reposición: el fuego, claro, que ha amenazado esta extensión de sí mismo. Jesús ya no pesca ni caza, pero haber fatigado durante décadas la cuenca del río Miera le ha hecho sorber estas humedades, estos incendios, estas discusiones: “Un cazador y un pescador está en el medio y sabe por dónde fallan las cosas. El que no lo sabe es el que no está aquí”. Ahora se define como naturalista “más que nada” y él, que lleva tres años rodando un documental sobre el Miera, va repartiendo responsabilidades de los incendios y degradación a leyes poco ambiciosas, políticos que no arriesgan, técnicos que no ordenan, subordinados que no se la juegan, agentes de la autoridad que no la ejercen y ganaderos que queman pastos. “El contexto es que arde todo”, admite. “Toda la vida se ha quemado, pero lo de ahora es exagerado”.

—¿Y tú conoces a gente que quema?

—Sí, y éste —dice en referencia al amigo que nos acompaña—. Los que quieras.

Por eso, cuando después de una oleada de incendios se anunció que habían detenido a once personas en toda Cantabria, recuerda, a él le entró la risa: cualquiera conoce a once en este mismo lugar. La pregunta, entonces, es por qué los incendios siguen aumentando a pesar de leyes, de las investigaciones y de los medios de extinción. Javier Manrique me había dicho que el asunto tenía “muchísimas aristas” y una parte de “incomprensión mutua” entre pueblos y la ciudad, mientras que Virginia Carracedo me había explicado que la gestión está “completamente orientada a la extinción, que es lo que renta políticamente y muy poco a la prevención, que es lo que evitaría que se generaran tantos incendios”.

Jesús, ahora, asegura que los responsables políticos no van a hurgar en un problema debido a los intereses electorales y, para ello, recurre a un caso paradigmático: cómo el Gobierno se personó fuera de plazo en el caso del jefe de Protección Civil de Ramales que quemó 140 hectáreas en 2019. Él, mientras tanto, prefiere reforestar su finca, merodear por la cuenca en la que nació y contemplar a los pájaros que acuden a los comederos de su jardín. Un jilguero lúgano se posa junto a la ventana y él, feliz, lamenta que en un mes se vayan de aquí.

—Pero mientras estén —dice seriamente, orgulloso—, trato de ayudarles por todos los perjuicios que he ocasionado en toda mi evolución.

El valle del Miera se despliega desde su salón y los pájaros revolotean entre los comederos colgados de los árboles. Una estufa quema leña mientras las manchas calcinadas del horizonte comienzan a cubrirse de nieve. 

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