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Carreteras

El mundo que habitamos, constituido no por la democracia sino por una descomunal multitud de multitudes totalmente desorientada, está repleto no solo de personas desgraciadas y estúpidas canciones de amor, sino también de carreteras; carreteras a ninguna parte por las que conducimos en las tardes lluviosas del invierno, la primavera, el verano o el otoño. Carreteras que se recorren solo por el placer de huir, de largarte, de dejarte atrás, huyendo no solo de ti mismo sino también de tu trabajo, tu desempleo, tu pequeño dolor, tu rutina de teléfonos móviles, desencuentros, telediarios, tertulias radiofónicas, periódicos, sopas de sobre, hamburguesas de plástico y tuits que hacen referencia a Monedero, Rajoy, Cospedal, Tania o alguno de los otros saltimbanquis de nuestra cochambrosa realidad política, social y económica...

En fin, lo de menos es el motivo. Lo importante es largarse, huir hacia ninguna parte, creyendo, ingenuamente, que el paraíso se encuentra siempre a unos cuantos kilómetros de distancia de nuestra vivienda habitual. Así, lo propio, lo moderno, lo establecido, es llenar el depósito de gasolina y entre carreteras vecinales y comarcales, por donde apenas circula coche alguno, buscar en recónditas cabañas rurales, en minúsculos hoteles, en escondidas tabernas o en destartaladas casonas, los sueños perdidos, las ninfas nunca encontradas, los vientos cargados de sal o los abiertos espacios de larguísimas playas, lejanos malecones y azulísimos litorales.

Las personas, sobre todos los jóvenes, huyen, huimos, durante los fines de semana, por una idea preconcebida; por la creencia –tan extendida, por otra parte– de suponer que en cualquier otro lugar distinto al que habitualmente ocupamos, nos sentiremos más dichosos, seremos más altos, más sanos, más guapos y que merced a una extraña combinación de diferentes elementos filosóficos, biológicos y matemáticos nos encontraremos con personas, animales y enseres de una refinada bondad, de una sutilísima inteligencia y de una deslumbrante y desprendida belleza... Con esto cuentan los amos del universo, los individuos que realmente nos gobiernan; ya saben, todos aquellos que, desde hace ya décadas, nos venden la gasolina, los coches, la insatisfacción y este desasosiego que nos tiene, siempre, tan inquietos. 

El mundo que habitamos, constituido no por la democracia sino por una descomunal multitud de multitudes totalmente desorientada, está repleto no solo de personas desgraciadas y estúpidas canciones de amor, sino también de carreteras; carreteras a ninguna parte por las que conducimos en las tardes lluviosas del invierno, la primavera, el verano o el otoño. Carreteras que se recorren solo por el placer de huir, de largarte, de dejarte atrás, huyendo no solo de ti mismo sino también de tu trabajo, tu desempleo, tu pequeño dolor, tu rutina de teléfonos móviles, desencuentros, telediarios, tertulias radiofónicas, periódicos, sopas de sobre, hamburguesas de plástico y tuits que hacen referencia a Monedero, Rajoy, Cospedal, Tania o alguno de los otros saltimbanquis de nuestra cochambrosa realidad política, social y económica...

En fin, lo de menos es el motivo. Lo importante es largarse, huir hacia ninguna parte, creyendo, ingenuamente, que el paraíso se encuentra siempre a unos cuantos kilómetros de distancia de nuestra vivienda habitual. Así, lo propio, lo moderno, lo establecido, es llenar el depósito de gasolina y entre carreteras vecinales y comarcales, por donde apenas circula coche alguno, buscar en recónditas cabañas rurales, en minúsculos hoteles, en escondidas tabernas o en destartaladas casonas, los sueños perdidos, las ninfas nunca encontradas, los vientos cargados de sal o los abiertos espacios de larguísimas playas, lejanos malecones y azulísimos litorales.