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Aún se puede ver, y todavía por largo tiempo, la exposición ‘Gregorio Prieto. Años de formación (1915-1928)’ en el museo que lleva el nombre del gran pintor valdepeñero. Con motivo de la muestra, a modo de catálogo, se ha publicado el libro, del mismo título, escrito por Javier García-Luengo Manchado, y editado por la Fundación Gregorio Prieto, con extendidas explicaciones y numerosas ilustraciones, más de las que figuran en la exposición, que reproducen las pinturas mostradas en la exhibición.
Los primeros siete años de la vida de Gregorio Prieto, nacido en 1897, transcurren en su Valdepeñas natal, hasta que la familia se traslada a Madrid. Desde muy joven le gustaba pintar. Con cuatro años ya hace dibujos, realizando luego acuarelas. Autoritariamente, su padre impedía que Gregorio desarrollase su vocación artística; quería que su hijo fuese ingeniero. Pero el chico se inscribe a escondidas en la Escuela de Artes y Oficios, superando posteriormente el ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. El padre, al fin, se rindió. De niño, como afirma Javier García-Luengo, Gregorio Prieto “había sido un chiquillo ensimismado e introspectivo”. El propio pintor declara: “Desgraciadamente, para mis padres, yo nunca fui niño prodigio. Por el contrario, mi infancia fue modosa y nada resplandeciente. Razones que no explico en este momento, me obligaron a reconcentrarme en mí mismo e ir creciendo como una flor solitaria. Aislado y esquivo en mi niñez.”
Sólo con trece años pinta su primer óleo: la imagen, en un muy pequeño formato, de una casona llevada al lienzo en 1910. Su primera exposición individual tuvo lugar en el Ateneo de Madrid en 1919. “Esta exhibición –apunta el biógrafo- confirmó su relativa madurez, así como la consolidación de un estilo basado en la captación de la luz y el divisionismo en la pincelada”. En la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado, Gregorio Prieto va a tener dos profesores de renombre: Ramón María del Valle-Inclán, con quien Prieto se iría a encontrar años más tarde en Roma, residiendo como pensionado en la Academia de España, y Julio Romero de Torres, “cuyas clases –según aclara García-Luengo Manchado- fascinaban a Gregorio Prieto por la personalidad del cordobés y por su gusto a la hora de elegir a los modelos”. Influencia de Romero de Torres tienen algunos cuadros de Prieto de esta época, aunque esos cuadros todavía muestran una dubitativa pericia para con la figura.
Un gran aprendizaje supuso para Prieto sus estancias en la Residencia de Paisajistas de El Paular, impulsada por el entonces Director General de Bellas Artes Mariano Benlliure. Nuestro artista estuvo becado en dos ocasiones: en 1918 y 1919. El ambiente era estupendo. Los becados permanecían los veranos en el antiguo monasterio, pasándoselo muy bien aunque sus instalaciones, las celdas de los monjes, donde pernoctaban, se encontraban bastante desvencijadas. La Residencia del Paular estaba orientada a desarrollar un arte que se atuviese grandemente al paisaje y la naturaleza. Estaba regida por las ideas que expandió la Institución Libre de Enseñanza, siguiendo los dictados psicopedagógicos del krausismo, entonces muy en boga en España. El plan de Benlliure consistía en que los pensionistas de El Paular, que habían obtenido buenas notas en los concursos, pasasen cuatro meses al año en convivencia, con los gastos pagados y un estipendio para sus gastos, pintando paisajes que se expondrán en una exposición otoñal en la que se premiarían los mejores cuadros.
En el Círculo de Bellas Artes de Bilbao expondría Gregorio Prieto en enero de 1920, mostrando medio centenar de obras, mayormente paisajes realizados en El Paular o en La Mancha. La prensa bilbaína reseñó generosamente la exposición. Consciente de su éxito, Prieto escribe a sus padres: “No pueden imaginarse el gran cariño con que me tratan en los periódicos y todos los días vienen dos o tres artículos, habiendo hecho de gasto solo en periódicos de unos diez o doce duros, pues procuro comprar seis o siete números. Hay un crítico que me ha dedicado tres artículos, siendo preciosísimos, pues tienen un sentimiento y emoción tan grandes que me dan ganas de llorar cuando los leo”.
El contacto con la luz y la geometría que lleva a cabo a la hora de conformar el paisaje vasco, más el influjo neocubista ejercido por Daniel Vázquez Díaz, conducen a Prieto a experimentar, entrando en la vanguardia. La manifestación de estos modos vanguardistas se encauza en la exposición que realiza en Madrid, en abril de 1924 en el Palacio de Bibliotecas y Museos. Una novedad es que en estos cuadros hay una sección bastante amplia dedicada al retrato. Hasta entonces, Prieto se había decantado principalmente por el paisaje. Enrique Díez-Canedo escribe en el catálogo de la exposición que la luz de estas nuevas obras “no funde las formas, sino que las revela construidas en cabal solidez. Y estas formas, simplificadas a menudo extraordinariamente, asumen, con la gracia de su bautismo de luz, plena espiritualidad. La solidez constructiva de Gregorio Prieto lleva consigo una esencial delicadeza”.
Uno de los cuadros de Prieto que mejor recoge estas improntas es el denominado ‘La Galana’, una guerrillera valdepeñera, heroína de la Guerra de la Independencia en contra de los franceses. Como señala el estudioso del arte de Gregorio Prieto, José Corredor-Matheos, tal vez sea esta una de las creaciones donde mejor se refleje el interés de Prieto por el cubismo aprendido de Vázquez Díaz. Se advierte el carácter del rostro del personaje femenino aunando geométricos planos precisos. Valeriano Bozal define esto muy bien calificando la tendencia de ‘cubismo matizado’. Sin embargo, Gregorio Prieto, a pesar de estas certeras influencias, nunca quiso adscribirse a ninguna vanguardia. “Simplemente –explica Javier-García-Luengo Manchado- asimilará de cada una de ellas lo que le pudiera interesar a la hora de ampliar su campo de expresión artística y estética, bien fuese el cubismo, el surrealismo, el pop o el postismo”.
En este libro-catálogo que estamos recorriendo se afirma tajantemente que Prieto “no solo participa de la generación del 27, sino que acabó por erigirse como el pintor más representativo de tan brillante y heterogéneo grupo, no solo por su amistad con los miembros más relevantes (Alberti, Cernuda, Lorca, Salinas, Chacel, etc.), sino por su afinidad estética e iconográfica con todos ellos”. Gregorio Prieto, además de gran pintor, fue también poeta. Su paisano Francisco Nieva no duda en defender, con su gracia característica, la inserción de Prieto en el 27: “La generación del 27 crea a España, la arranca prácticamente del dramático y gesticulante telón de fondo con que la vistió la generación del 98. Un rayo de luz que corta en el queso de enterizas tinieblas que era la España negra convertida en valor estético. Esa luz moderna que trae la nueva generación le llega al urbano hormigueo de Madrid, entonces cubierto por nubes zuloaguescas, desde la provincia dorada y desde un localismo con virtudes de universalidad. Esta generación del 27 parece formada por magníficos paletos. Lorca y Prieto son paradigma de ello. Tienen ese áspero refinamiento de los paletos geniales, capaces de rozar el más sutil ‘kitsch’ sentimental elevándolo a categoría como ‘les hubiera’ dicho su maestro Ortega.”
En la exposición sobre los años de formación de Gregorio Prieto hay un apéndice sobre sus años de pensionado en la Academia de España en Roma, de 1928 a 1932. Dicho periodo ya no son años de formación, pues el arte del valdepeñero está entonces totalmente consolidado.
Con otro pensionado, Eduardo Chicharro Briones, hijo del afamado Eduardo Chicharro Agüera, director de la academia romana durante muchos años, Prieto cimenta una gran amistad. En sus últimos años de estancia, el director es Valle-Inclán, nombrado por Azaña, con el que, en principio, tienen problemas, siendo expedientados por el gran dramaturgo. Chicharro y Prieto allí realizan una espléndida colección de fotografías, siempre posando Prieto y siempre disparando Chicharro. Una colección, a estas alturas, muy importante en la historia del arte. Dichas fotos prenunciaron el Postismo, que Chicharro fundó en España más de una década más tarde en unión de Carlos Edmundo de Ory y Silvano Sernesi. Valle-Inclán, nada rencoroso con ellos, al verlos salir por la puerta de la Academia, cámara en ristre, exclamaba: “¡Ahí van esos dos locazos!”.