Veintiocho de abril. Cinco de la tarde. Hora de crónicas y un sol gigantesco que aplasta la llanura. Llegamos a casa tras darnos un paseo por Chinchilla para comprobar cómo ha afectado el gran apagón eléctrico a la ciudad histórica. El suceso se ha producido hacia las 12.30 de la mañana y ha afectado a la Península Ibérica. Mientras garabateamos estas cuatro frases, a través de Youtube el Canal 24 Horas actualiza la información nacional y anuncia la comparecencia del presidente del Gobierno.
Hace solo unos minutos, en la estación de servicio no eran pocos los vehículos que paraban buscando gasolina. No pueden darla. El apagón ha inutilizado los dispensadores. Totalmente inservibles. Ni puede verse el precio del combustible ni la cantidad que pagó el último cliente. Dos trabajadores de la gasolinera se hacen cargo de controlar la situación y, ante todo, explican con simpatía y una sonrisa que no pueden dar servicio. Algún conductor aprovecha y compra agua, del tiempo, claro.
Un conductor se lleva dos paquetes de seis y comenta que tienen un viaje largo. El municipio de Chinchilla de Montearagón es un punto obligado de descanso en la autovía que une Madrid y Alicante. Son muchos los que suelen parar aquí a comer o pernoctar. Durante unos minutos, se forma una cola de automóviles esperando obtener gasolina. La extrañeza de la situación insólita hace que afloren las carcajadas. Del nerviosismo y del miedo, a veces, emerge la retranca manchega.
“Urgencias. Llamen con la mano”
Dicen que la risa cura. En el Centro de Salud, el grupo electrógeno mantiene las instalaciones durante la guardia del Punto de Atención Continuada. En la puerta, los profesionales han preparado un cartel en el que puede leerse: “Urgencias. Llamen con la mano”. El timbre no funciona, pero sí la atención de los profesionales sanitarios, experimentados en toda suerte de circunstancias. Aunque esta es inusual como pocas. Y entre paréntesis y paréntesis de cobertura, mientras redactamos estas líneas, llegan videos de atascos y gente que ha quedado atrapada en ascensores. A las cuatro horas del gran apagón, en el centro sanitario tienen garantizado el uso del desfibrilador y el electro, pero las recetas se harán a mano, como toda la vida.
Tratamos de tomar un café en uno de los establecimientos de la localidad. En el restaurante, unos clientes comen frío y en penumbra. Las camareras y los camareros bromean con el apagón. Y cómo siempre ocurre en la barra de un bar, surgen hipótesis para todos los gustos. Una pareja de turistas franceses pide un cortado, como si no supieran nada. Ahí está la cafetera, reluciente y limpia, como si no fuera la hora de la siesta; excepcionalmente quieta. Como pueden las trabajadoras del establecimiento les explican que hoy no sirven café y algún otro cliente les recomienda una cerveza fresca; los grifos aún no han fallado. En cinco minutos, bajan la persiana y a casa.
Un par de calles más allá, el peluquero hace el último rapado de moda a un chiquillo ante presencia de su madre. Esta tarde cortará el pelo hasta que le aguanten las baterías. Así se lo toman los trabajadores, con resignación y gracia.
En La Moncloa, no la de Madrid sino la de Chinchilla, aún no ha comenzado la tertulia, seguro que el tema da para más de una controversia entre las personas mayores que se reúnen en esa esquina del parque. Cada cual tendrá su opinión. En cualquier caso, para los emprendedores no hay otra opción que apurar hasta que la luz de la tarde se pierda definitivamente tras el castillo.
En el taller, dos mecánicos limpian piezas o avanzan faenas que no necesitan energía eléctrica. De nuevo, llegan las bromas de la incredulidad y se habla en la radio a pilas de oscilación muy fuerte en la red eléctrica y de no especular con las causas.
A esta luminosa hora de la tarde cuesta imaginar que no hay luz. En la calle no se notan las pérdidas económicas que traerá el apagón. Ya se echarán cuentas.
En el supermercado la persiana está a medio cerrar. Otro cartel a mano informa de la suspensión del negocio por el corte eléctrico. Y otra vez en el despiste, alguien llega en caravana esperando comprar.
En las próximas horas tocará apañarse con lo que quede en las despensas, con el agua embotellada y las cenas frías. Luego caerá la noche y entonces notaremos la oscuridad de las farolas mudas, la tele mutilada y las pantallas muertas. Y en el silencio, antes de dormirnos, entre linternas y velas, recordaremos la lumbre, el fogón calentando el puchero y aquel tiempo antiguo en que solo una bombilla era todo el signo de progreso
Tanto olvidamos la naturaleza que ahora, pues eso: frágiles, vulnerables, pura obsolescencia. Somos oscuridad donde, algunas veces, asoma la luz.