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Precarias insumisas despatriarcalizando

Ángela Figuera Aymerich se preguntaba en uno de sus poemas lo siguiente: “¿Qué piedra de eternidad me hincaron en las entrañas?”. Y yo, desde hace algunos años –desde que todo entró en crisis en este país–, no paro de hacerme la misma pregunta.

A mi generación se le vendió durante años un relato perverso sobre un ascensor que te permitía llevar una vida mejor que la de tus padres si estudiabas mucho y te esforzabas al máximo. Esa ha sido nuestra “piedra de eternidad”. ¡Maldita meritocracia! Se les olvidó añadir en el relato que dicho ascensor solo llegaba hasta un cierto piso si pertenecías a la clase media y dos pisos más abajo si encima eras mujer.

Darnos cuenta de que todo era mentira ha sido sin duda la gran decepción compartida. Como generación hemos tenido que aplicar el decrecimiento antes de aprendernos la teoría, hemos despedido en el aeropuerto a amigas y amigos que tocaron techo (incluso el de cristal) y que no querían convertirse en esa juventud sin futuro de las pancartas, hemos redibujado y postergado nuestros planes, hemos comprobado que los desahucios y la exclusión social no designan la realidad del otro/a, hemos salido a la calle y hemos invadido las redes para construir ese otro mundo posible que ya no puede esperar más. Pero todavía queda mucho por hacer…

Y es que si bien como generación nos hemos convertido en eso que Eduardo Rojo denomina “precarios permanentes” y hemos vivido la cara más perversa de la desregulación, la deterritorialización y la “flexibilidad laboral” –menudo eufemismo– que nos fronteriza y nos coloca cada día con los dedos de los pies asomados al despeñadero, en los márgenes, también somos el precariado que lleva consigo la capacidad de transformarlo todo. Nos enfrentamos a una sociedad atomizada y fracturada, no hay duda; desideologizada también hasta cierto punto; pero como comentaba hace poco David Casassas en una sesión del seminario interno del centro Cristianisme i Justícia, las luchas comunes nos pueden llevar también a revolucionar la esfera de los trabajos (así, en plural, como lo son nuestras propias vidas pluriactivas) más allá del fordismo: revolucionar el trabajo asalariado, el trabajo reproductivo y de cuidados, el voluntariado, el tiempo de ocio…

Así definían esta necesidad de revolución las integrantes del colectivo Precarias a la deriva en su libro A la deriva (por los circuitos de la precariedad femenina) (Traficantes de sueños, 2003):

Ya visualizamos esos nuevos horizontes. Casi podemos tocarlos. Pero para que sean reales, nos falta un elemento esencial: despatriarcalizar. Porque además del ascensor social, a nosotras nos vendieron otra “piedra de eternidad” con manzana envenenada y medias verdades: “el trabajo os hará libres”, decían, “el trabajo es emancipador”, pero ni media palabra sobre la doble jornada, ni sobre la brecha salarial, ni sobre la relación entre desprestigio y feminización de tantas profesiones, ni sobre la invisibilidad…

Dicen las compañeras de Mujeres Creando Bolivia que “no se puede descolonizar sin despatriarcalizar”. Y es cierto. Parafraseándolas, cabe añadir un elemento más: “no se puede descapitalizar y desmercantilizar sin despatriarcalizar”. Las ideas de democracia económica y rentas básicas de ciudadanía son música para nuestros oídos, pero ¿qué hay de la corresponsabilidad?, ¿qué pasa con la equiparación de los permisos de maternidad y paternidad?, ¿qué hacemos ante la desigualdad laboral y las diferencias de género en los usos del tiempo?, ¿y con la feminización de la pobreza?, ¿y con los salarios subsidiarios y la privatización de los cuidados?, ¿y con el retorno de tantas mujeres al ámbito privado a causa de la crisis?, ¿y qué pasará en la vida laboral de las mujeres del Estado español si se aprueba el TTIP? ...

Para abordar este proceso de despatriarcalización que sacuda la conexión entre precariedad y cuerpos femeninos es posible que necesitemos regulaciones de derechos (eso ya compete al Derecho del trabajo), pero previamente necesitamos visbilizarnos como precarias -como aquellas “espigadoras” que retrató Agnès Varda con su cámara en el año 2000- para articular un profundo cambio educativo y cultural.

En este sentido, apelando a Judith Butler y a Sayak Valencia y aún asumiendo la vulnerabilidad misma de nuestros cuerpos, debemos ser capaces de fomentar las condiciones necesarias para vivir vidas “vivibles”, vidas donde nuestros cuerpos no sean incorporados como “mercancía rentavilizable” e intercambiable dentro del neoliberalismo más salvaje.

Nos quieren calladas, en casa, precarias y sumisas, pero su cultura de miedo construida a la carta de los mercados no va a calar porque sabemos, tal como afirma Butler, que “cualquiera que sea la libertad por la que luchamos, debe ser una libertad basada en la igualdad”. Y no se trata de utopías, ni discursos vacíos ni soflamas. El empoderamiento está en marcha. Identificar la precariedad en la vida de las mujeres desde la interseccionalidad y la transversalidad (incluso desde lo transnacional), nos da herramientas colectivas de acción política, espacios de diálogo e ideas para nuevos modelos de trabajo más igualitarios y sostenibles. Solo nos falta encontrar las grietas necesarias para empezar a despatriarcalizar desde abajo…

Ángela Figuera Aymerich se preguntaba en uno de sus poemas lo siguiente: “¿Qué piedra de eternidad me hincaron en las entrañas?”. Y yo, desde hace algunos años –desde que todo entró en crisis en este país–, no paro de hacerme la misma pregunta.

A mi generación se le vendió durante años un relato perverso sobre un ascensor que te permitía llevar una vida mejor que la de tus padres si estudiabas mucho y te esforzabas al máximo. Esa ha sido nuestra “piedra de eternidad”. ¡Maldita meritocracia! Se les olvidó añadir en el relato que dicho ascensor solo llegaba hasta un cierto piso si pertenecías a la clase media y dos pisos más abajo si encima eras mujer.