Es lo habitual en los debates sobre política. Cuando las perogrulladas empiezan a escasear, el opinólogo de alquiler saca el comodín de “las elecciones se ganan en el centro”. El hedor del argumento estará en todas las intervenciones del congreso del PP. Pues, damas y caballeros, ha llegado el momento de madurar y poner sobre la mesa lo evidente: ganar el centro es lo que nos ha llevado a la marea ultra que recorre el mundo y, como no nos saquemos esa estupidez de la cabeza, vamos a acabar echando de menos el feudalismo.
El desmantelamiento de la educación pública y la sanidad, los recortes de derechos laborales, la financiación a la iglesia pública para que puedan seguir trabajando media hora a la semana y con vino, el tocomocho de la colaboración público-privada, los retrocesos en defensa de los derechos LGBTBI+… todo eso es gracias al puto centro. No verás a un empresario trincador criticarlo. O lo asumimos, o nos vamos por el sumidero de la historia. El centro es como el euromillón: mola si te toca. Si no, estás pagando el impuesto de los tontos. Es el cambio lampedusiano sin pegar palo al agua: que nada cambie para que todo siga igual.
Entre los miembros de la orden mendicante de la politología, la defensa del centro es prueba de pureza ideológica y de ganas de trincar dinero público. Los politólogos, como te pongas a tiro de escupitajo, te citan la Große Koalition, tradición alemana más antigua que la de gasear judíos, y que ha sido la marca de la casa tras la segunda Guerra Mundial. No se puede negar que esos pactos fueron clave en la estabilidad del país: permitían mantener el status quo sin ahogar a los que se quedaban fuera. Si hay trabajo y te puedes pagar la casa, la verdad es que no es mala solución. Mejor es Jauja, claro, pero el centro es más cómodo. Lo que los politólogos no citan tanto, por lo que sea, es el caso de Aldo Moro, quien, cuando consiguió el Compromesso Storio de los 70 —un pacto entre la Democracia Cristiana y los socialistas con el plácet de los comunistas—, acabó acribillado y en el maletero de un coche. Es definitiva, el centro está bien, siempre que no moleste. Si molesta, atentado de falsa bandera y cuenta nueva.
Por eso, a los defensores del centro les invito a que se lo metan por el culo. En concreto, por el ojo del mismo que es por donde, en Quadrophenia, el bueno de Jimmy le recomendó a su jefe meterse un trabajo que no llevaba a ningún sitio. Algunos dirán que lo que por ahí entra, duele. Sí, pero es la gracia. No hay que tenerle miedo. De hecho, es lo que invita a repetir.
No sabría decir por qué, pero el centro está cada vez más a la derecha y, de hecho, hace tiempo que ya alcanzó la fase en la que cada vez va a estar más a la ultraderecha. Quizás haya que culpar a la ventana de Overton, porque esta podría funcionar en ambas direcciones, aunque es verdad que va más en una que en otra. Otra explicación más sensata, aunque no necesariamente más académica, basada más en intuiciones que en datos empíricos, es que nos toman por gilipollas.
Se basa mi tesis en que la historia demuestra que nadie pierde votos subestimando la capacidad intelectual del público, y el éxito de Vox está ahí para certificarlo. Mientras menos hace, mejor le va; mientras más azuza el odio, más se ve a Abascal como un unificador; mientras más derechos propone recortar, más alto gritan sus víctimas que pille unas tijeras más grande. Menos derechos sociales y más gallina en la bandera. Una fórmula genial que augura un futuro tan brillante que resulta difícil mirar sin deslumbrarse.
El centro tuvo su momento y no estuvo mal. Funcionó en esa época en la que el enemigo eran los rusos y los malos, la CIA, como la definió el periodista inglés Greg Palast. El centro garantizaba cierto equilibrio e incluso, en lo que para algunos es el Régimen del 78, fue la solución menos mala, quizás por ser la única. El miedo a que el comunismo se extendiera por Europa tras la II Guerra Mundial, y no la generosidad de los empresarios, fue el mejor aliciente para muchas mejoras sociales. Ahora, sin enemigo exterior de altura (Rusia no es para tanto y China no lo parece por mucho que insistan desde el Ministerio del Miedo), hay que buscar al interior. O paramos esto o llegará el día en nadie que no defienda que Franco inventó la seguridad social estará a salvo.
Ahora, al enemigo lo tenemos en casa. Europa es tan culpable del genocidio palestino como esos asesinos que visten el uniforme de la IDF. Está meridianamente claro que en esta etapa de la historia los malos somos nosotros. Y ya pueden seguir rebuznando los apóstoles del centro intentándonos convencer de que Trump es una anomalía y no la consecuencia lógica de la última fase del capitalismo, la de rapiña. El modelo al que vamos, con tanto centro, es el de Saturno devorando a sus hijos vía Big Beautiful Bill Acts que nos llegará con otro nombre para financiar el aumento del gasto militar a costa de la sanidad, las pensiones y la educación. Es difícil si los centristas están más cagados de miedo por perder privilegios que faltos de alternativas.
El panorama es sombrío. Estamos tan faltos de ilusión que hasta da miedo pensar qué será de la nostalgia dentro de unos años. Por eso ha llegado a el momento de ser radicales porque, recordemos a Anton Lavey: «Benditos sean los fuertes porque ellos poseerán la tierra; malditos los débiles, porque ellos heredarán el yugo». Porque si, para la derecha, el centro es recortar derechos sociales, mantener a Mazón, nombrar a pirómanos como Tellado, presentar como estadista al mismo Aznar que nos metió en una guerra ilegal, o intentar convencernos de que el amigo de un narco o la que vive en un ático que seguimos sin saber quién lo paga, salgamos huyendo.
Ahora que el centro son matones de la talla del rebuznador en jefe Miguel Tellado, lo sano sería refugiarnos en una radicalidad que recupere la educación pública, que deje de financiar a la sanidad privada, acribille a impuestos a los que acumulen más pisos de los razonables, que suba los impuestos a los ricos, meta tijera a las herencias, encalome a los corruptos independientemente de su color político, y que acabe con una justicia tan obscenamente escorada a la derecha.
Saber de qué lado se está es fácil. No hace falta quemar conventos; basta con asumir que te cae bien Luigi Mangione y que, en Oriente Medio, vas con Irán y Yemen. La derecha presuntamente moderada (no digamos la ultra) no se avergüenza de apoyar un genocidio. Esa radicalidad disfrazada de centro les da votos. Por eso, del centro hay que huir como de la tiña. Y si alguien tiene dificultades para metérselo donde corresponde, que pida ayuda. Solo no puedes; con amigos, sí.