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El idilio de Maradona con la cocaína de la Camorra que terminó por culpa de un penalti

'Diego Maradona', el nuevo documental de Asif Kapadia

Mónica Zas Marcos

La diferencia entre Maradona, el último documental del oscarizado Asif Kapadia, y otros como Amy o Senna, es que el protagonista aún está vivo. La otra diferencia es que es al único cuyo mito le ha alzado a la categoría de semidios antes de llegar a la tumba. Puede parecer una exageración, pero sobre todo en el caso de Winehouse se vio cómo los titulares sensacionalistas daban paso a las alabanzas tras su prematura muerte en 2011.

Pero el ascenso de Diego Armando Maradona empezó en Argentina cuando tenía 15 años y acabó cuando tenía 30 en Nápoles. Justo a la mitad de su vida, por lo que tuvo el tiempo suficiente para renacer de sus cenizas y seguir siendo adorado como lo fue a finales de los 80.

Como el Sol, Maradona es el único astro capaz de ponerse tras su ocaso y de eclipsar su pasado más oscuro, que en este caso coincide con su etapa en el equipo del sur de Italia. “Maradona en Nápoles es la historia de su vida. Rebelde, tramposo, héroe, dios. Quizá también el mejor futbolista de la historia, pero el costo que tuvo que pagar fue demasiado alto”, dice su preparador físico en el documental.

La virtud de Diego Maradona es que en apenas una horquilla de siete años (de 1984 a 1991) consigue hacer una biografía completa del futbolista y entrenador. No necesita dedicarle demasiado metraje a su infancia en el barrio más pobre de Buenos Aires ni a lo que vino después, porque pasado y futuro confluyen en Nápoles.

Su rápida y excesiva adicción a la cocaína, la admiración cipotuda de otros hombres, la súbita atención de mujeres hermosas, el triunfo futbolístico y su ingenua relación con la Camorra napolitana demuestran que Maradona llegó a Italia siendo un niño y se marchó de la misma forma, aunque con su imagen dilapidada. “Si le miras, aún es un adolescente. No ha madurado. Abandonó su casa y nunca volvió”, dijo Kapadia en la presentación del documental.

Cuando los ultras del Nápoles quitaron la estampita de Maradona de sus altares tras tras la Copa Mundial de Fútbol de 1990, todo cambió. “Si se habla mal de Maradona, se habla mal de Dios. Y no se puede hablar mal de Dios porque él está por encima de todo”, aseveraba uno de sus incondicionales. Pero ese año un penalti del Pibe de Oro firmó la victoria de Argentina sobre Italia y la blasfemia dejó de considerarse un pecado tan grave.

“No ha parado de viajar desde entonces. Si cometía errores, no los afrontaba, solo corría al siguiente lugar. De cierta manera es un chaval que aún busca un hogar y una familia. Tuvo ambos en Nápoles y los rechazó, y fue ahí cuando se complicó su problema con las drogas”, valoró el cineasta británico.

El director pudo reunirse con su personaje en contadas ocasiones, aunque presume de haber sacado oro de aquellas conversaciones off the record. Aquellas, las imágenes de archivo del primer representante del futbolista y varias fotos propiedad de los fans tejen una historia que discurre por dos caminos opuestos: deporte y juergas, como la vida misma de Maradona. “Fútbol de jueves a domingo y coca de lunes a miércoles”, admite él mismo en el documental.

Seducido por los “filmes” de Al Capone

Maradona se fue al Nápoles para “encontrar la paz” después de un periodo convulso en el F.C Barcelona, donde era más fácil verle metiendo patadas voladoras a los otros jugadores que goles. Sin embargo, fue en España donde adoptó la peligrosa adicción que le impediría convertir Italia en su oasis de tranquilidad.

“Pedí una casa y me dieron un departamento, pedí un Ferrari y me dieron un Fiat”, bromea un joven Diego al comienzo del documental. Él fue quien disparó los cachés en el mundo del fútbol, pero en aquel momento el equipo de Fernando Signorini le salía más rentable en términos no económicos. Además, algo que nunca le faltaría era la cocaína gracias a su pronta amistad con Carmine Giuliano, jefe de la Camorra.

“El problema es que una vez confías en la Camorra, pasas a ser de su propiedad”, dice otra voz en off. A Diego le gustaba el ambiente de la mafia napolitana porque era el único donde no le asfixiaban con fotos, besos y abrazos. Además, siempre le recibían con copiosas comidas y una suculenta bandeja de polvo blanco.

“El afecto era demasiado pegajoso, demasiado incómodo. Después de hacerse un análisis de sangre, el enfermero cogió el tubito y lo puso en la iglesia donde está la de San Genaro. A nivel psicológico esto lo turbaba. Él se sentía todavía como el Diego de Villa Fiorito, un negrito de mierda de una villa de miseria. Entonces, Maradona se impuso”, explica su entrenador personal.

Diego, que ante las cámaras se mostraba como un marido amantísimo con su esposa Claudia, novia desde la adolescencia, y como un padre cariñoso, se iba cada lunes de fiesta con sus amigos y no regresaba hasta el jueves, cuando empezaba a ponerse a punto para el partido del domingo. En esas juergas, además de droga, había mujeres, la otra gran adicción de Maradona. “Estaba enamorado de Claudia, pero tampoco era un santo”, asegura el Pibe.

Su chófer llegó a calcular que el futbolista había dormido con más de 8.000 mujeres, entre las que se encontraban anónimas, modelos y prostitutas, cuyo negocio también pertenecía a la Camorra. Salvo algún hijo ilegítimo, nada de esto parecía complicarle demasiado la vida. El club sabía de su idilio con las drogas, pero de mutuo acuerdo lo toleraba mientras siguiese metiendo goles. Hasta que calzó uno que ni Nápoles ni Italia pudieron soportar. Y ahí empezaron los problemas.

El penalti de la desgracia

Aunque ante los complacientes periodistas napolitanos Maradona considerase a su país de acogida su “hogar”, nunca dejó de venerar el blanco y el azul de la selección argentina. Por eso, cuando tuvo delante al portero transalpino en el Mundial de 1990, no dudó en tirar a matar. Metió el gol e Italia quedó automáticamente eliminada del campeonato.

Aunque los gritos, los abucheos y los titulares comparándole con el mismísimo diablo hacían el ruido, por debajo los italianos estaban gestando la verdadera venganza. De pronto, Diego Maradona fue objetivo de la policía y de los servicios de inteligencia que lo cazaron en comprometidas conversaciones telefónicas sobre drogas y prostitutas con la Camorra.

“La paradoja es que la relación entre Maradona y los Giuliano causó también un problema para la Camorra, a la que no le gustaba operar bajo la mirada de todo el mundo. Empezaron a sentir el aliento de los investigadores en la nuca y por eso lo dejaron solo, lo dejaron hundirse”, cuenta un periodista. Maradona fue a juicio por tráfico de drogas y fue declarado culpable por la Fiscalía.

Aunque pagó la multa y saldó su deuda con la justicia, no ocurrió lo mismo con el orgullo de los ultras napolitanos, que también consiguieron que le sancionasen dos años por dar positivo en una prueba de dopaje. “Para mí la pelota era el juguete más lindo que había. Esa era mi salvación”, lo fue desde la infancia y se la arrebataron.

Tocado y hundido, Maradona hizo como haría después otras veces: huir y esperar. Porque si algo tenía claro el joven Diego es que le importaba “más la gloria que la fama”, y esa se consigue a base de paciencia, muertes y alguna que otra resurrección.

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