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Es hora de conocer a John Wick, el sicario trajeado que resucitó a Keanu Reeves

Keanu Reeves con perrete, en una escena de John Wick 3

Ignasi Franch

En 2014, John Wick, una cinta de acción de presupuesto modesto, se convirtió en un éxito inesperado. La odisea de venganza de un lacónico asesino a sueldo acabó recargando la carrera de Keanu Reeves, algo decaída comercialmente desde el final de la trilogía Matrix. Era el debut como realizador de Chad Stahelski, cuya experiencia como especialista y coordinador de escenas de acción se evidenciaba mediante las cuidadas coreografías violentas que incluía la película. Ahora la tentación de levantar una franquicia cinematográfica se ha materializado: cinco años después, John Wick ya es una trilogía con una cuarta entrega confirmada.

El filme original partía de un planteamiento extremadamente tópico: como en tantas otras películas sobre asesinos a sueldo que mataban mucho para poder escoger no matar, un sicario prematuramente prejubilado acaba llenando depósitos de cadáveres por motivos argumentales. Su motivación eran especialmente chocante: el hijo de un mafioso ruso le robaba el coche y mataba a su perro. A sabiendas de que una venganza implicaría una guerra total con una poderosa familia del crimen, el protagonista comenzaba una persecución que sembraba la ciudad de cadáveres.

El guion de Derek Kolstad, que había firmado los libretos de dos películas de acción de bajo presupuesto protagonizadas por Dolph Lundgren (Rocky IV, Creed II), se movía entre la parodia de un arquetipo y su remitificación. Diversos personajes cuestionaban la cordura del protagonista, que arriesgaba su vida y mataba a decenas de personas para vengar a su perro, pero a la vez intercambiaban anécdotas sobre sus insólitas capacidades asesinas. Wick era un legendario hombre del saco y un ejemplo andante de la lógica desquiciadamente violenta del thriller de venganza.

La propuesta demostró una gran capacidad de convertirse en un entretenimiento, un placer culpable para los aficionados al género. Las escenas de acción, especialmente una vibrante incursión en un club nocturno, hicieron el resto. Stahelski y compañía cuidaron unas escenas de acción en las que Reeves se lucía como un asesino tan cool como brutal que usaba las pistolas como una extensión del puño, fusionando las peleas cuerpo a cuerpo con el uso de armas de fuego. Y terminaron por convertir al antihéroe en un personaje cercano a lo superheroico, dada su inverosímil capacidad para eliminar a sus enemigos. 

Tiros en la cabeza listos para ser consumidos

Los incondicionales del cine de acción podían ver en los bailes mortales de Wick algunos ecos de los clásicos rodados en Hong Kong por John Woo (Hervidero, El asesino), o de la violencia impasible de Oldboy y su recordado plano secuencia de lucha con puños, martillos u objetos punzantes. Los responsables de la película parecían reencauzar algunas aportaciones del cine de acción reciente rodado lejos de Hollywood.

El furioso díptico Redada asesina, The yellow sea (una especie de drama social sobre el tráfico de personas que tomaba la forma de un thriller feroz y desolador) y otras pesadillas criminales del mundo contemporáneo, compartían un trasfondo perturbador: se ambientaban en zonas de exclusión donde los estados pierden el control en beneficio de las mafias y su capacidad corruptora. John Wick, en cambio, se ubicaba en un universo artificioso y pintoresco que se desvinculaba de lo real.

La mirada socarrona a las convenciones del género, unida a una fotografía hiperestilizada y opuesta a cualquier tentación naturalista, convertían su espectáculo de la muerte en un producto listo para consumir. John Wick ofrecía escenas de acción trepidante cuyo dinamismo estaba menos fundamentado en los cortes constantes de montaje y más en el trabajo de actores y especialistas. También era menos feísta y más fácil de digerir que los agonísticos enfrentamientos de la mencionada Redada asesina o las artes marciales con casquería que presidían la reciente The night comes for us.

La sangre digital que brotaba de los cráneos de enemigos sin voz ni identidad tenía algo de resumen simbólico de la propuesta: no se mimetizaba la violencia blanquísima de los superhéroes de Marvel, pero sí se mostraba un simulacro de sufrimiento tolerable, sin vísceras ni imágenes demasiado desagradables, que remitía a los videojuegos de acción o al cómic. Las peleas de filmes posteriores como Atómica, una obra dirigida por el codirector de John Wick, sugieren que la propuesta se ha convertido en un influyente eslabón en la cadena del cine violento actual. A Wick le han salido imitadores hasta en Filipinas, con la reciente María.

La mitología fantasiosa de la saga no solo ha servido de lugar carnavalesco en el que emplazar la acción. Las ocurrencias de su creador han sido una parte importante en el establecimiento de una cierta mitología, facilitando que el thriller de venganza creciese en forma de franquicia de alcance global. Si Deadpool nos presentaba un bar concurrido por sicarios, en esta trilogía se sube la apuesta: un hotel lujosamente retro es la punta del iceberg de una organización criminal de alcance mundial que combina los ambientes más opulentos del capitalismo globalizado y una ceremoniosidad más propia del Vaticano.

El gélido y despersonalizado crimen corporativo, cometido con trajes de diseño, se entremezcla con el culto casi religioso. Los sicarios tienen su propia moneda y sus objetos de devoción o sacrifico. De nuevo, la parodia y la remitificación se entrelazaban hasta confundirse. Al presentar unas calles sin presencia policial y plagadas de asesinos a sueldo, los autores se burlaban implícitamente sobre la inverosimilitud de las películas de acción... y construían situaciones poderosas alrededor de ese artificio. El tramo final de John Wick: Pacto de sangre, por ejemplo, tomaba la forma de thriller paranoico con sicarios por doquier. El trepidante inicio de John Wick: Capítulo 3 – Parabellum se beneficia de ese curioso desenlace.

La película de nicho que muta en blockbuster mundial

blockbusterLas crecientes ambiciones comerciales, evidenciadas sobre unos presupuestos en aumento, han ido modelado ligeramente las aventuras de John Wick. La primera entrega era un thriller de acción con toques neo-noir que se ubicaba en Nueva York y sus alrededores. Las dos secuelas posteriores han profundizado en un circense “más difícil todavía”.

Poco a poco, Wick se va convirtiendo en una versión arisca y altamente homicida del Ethan Hunt de Misión: imposible. Las coreografías violentas se complican y la duración de las películas aumenta. Los viajes por el globo, hasta Italia en la segunda parte y hasta Marruecos en la tercera, ratifican esta deriva. La saga crece mediante los recursos habituales: alguna escapada internacional, más recursos económicos para las escenas de acción y el establecimiento de diversos personajes secundarios.

Por el momento, la conversión no es tan profunda como la ensayada en la saga Fast and furious, todo un ejemplo de película para un nicho de audiencia concreto que se reconvierte progresivamente en un blockbuster para un público masivo. Ni tampoco resulta tan abrupta como la acelerada transformación del protagonista de The mechanic en un trasunto de James Bond mediante The mechanic: resurrection.

En John Wick: Capítulo 3 – Parabellum, el aspecto circense, el gusto por la sorpresa espectacular y a la vez algo ridícula, toma la forma de luchas a caballo y peleas con ninjas motoristas. Los aficionados gozaran de algunas confrontaciones potencialmente memorables, como un brutal enfrentamiento de los personajes interpretados por Keanu Reeves y Halle Berry (junto con los dos perros de ella) con decenas y decenas de enemigos.

Aún así, si la saga se había iniciado con las fricciones entre la desmitificación y la remitificación, parece que comienza a surgir un tercer elemento: una cierta sensación de rutina en su relato de venganzas encabalgadas hasta el infinito.

John Wick tenía un cierre dramático claro y desprendía un cierto aura de afortunada coincidencia de circunstancias. Su secuela significaba un reencuentro con el antihéroe que expandía su mitología y, además, incluía un final astutamente abierto que servía de conclusión sugerente. La tercera entrega, en cambio, es una reelaboración continuista que asume su naturaleza de ficción seriada a través de un no-final preparatorio de una secuela más. Quizá el espectador se sienta tan utilizado como esa pistola de alquiler que lucha por su libertad individual de matar (o no matar) a quien le parezca.

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