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''Tiempos de Swing“, de Zadie Smith: el baile inacabado de la clase obrera

Jorge Berástegui

Lo bueno de ser una escritora famosísima con solo 24 años, como le ocurrió a Zadie Smith con su fenomenal primera novela, Dientes Blancos (Salamandra 2001), es que no vas a tener que pasar penurias para vivir de la literatura. Lo difícil es transitar tan joven ese camino sin ansiedad, encontrar el silencio de la habitación de trabajo, ensayar, probar, errar, y hacerlo sabiendo que al otro lado hay muchos miles de lectores esperando tu siguiente novela.

Tanta presión casi le pudo a Zadie Smith. Primero, porque la industria cultural la intentó convertir en icono del optimismo multicultural de cartón piedra que triunfó en la era Blair hasta la guerra de Irak y los atentados de Londres de 2005. Y luego, porque la crítica no la dejó en paz, entre quienes la entronizaron, quienes censuraron su estilo -como el crítico James Wood, que utilizó el término “realismo histérico” para definir su literatura- y los que pusieron a parir su segunda novela, El cazador de autógrafos (Salamandra, 2003 ), una obra mucho más densa, centrada en el dolor, el duelo y la muerte, nada que ver con la frescura y el desparpajo crítico de un collage multiétnico como Dientes Blancos.

Y así fue como Zadie Smith puso tierra de por medio rumbo a EEUU, donde, entre idas y venidas, lleva más de diez años dando clases en la universidad. No ha dejado de ser una figura cool del mundo literario anglosajón, invitada a festivales y conferencias, pero hablan mucho más de ella sus artículos, ensayos y obras de ficción que sus declaraciones. Como su quinta novela, Tiempos de Swing, que acaba de publicar en España la editorial Salamandra.

En Tiempos de Swing, Smith regresa a su barrio del noroeste de Londres, Willesden Green, como ya hizo en su anterior libro, NW London (Salamadra, 2013).

Y es que, a pesar de su aura moderna, la autora no suele transitar territorios especialmente hipsterianos ni glamurosos, a excepción quizá de su tercera novela, Sobre la Belleza (2006), donde se mueve con soltura entre las obsesiones teóricas y las cuitas matrimoniales de poetas y académicos estadounidenses.

Por muy lejos que viva, casi siempre prefiere regresar a su centro vital, donde va camino de conseguir crear un universo literario particular. Se trata de los entornos de clase obrera y mezcla racial en los que se crió, hija de padre inglés y madre jamaicana, que pudo estudiar en la Universidad de Cambridge gracias a las becas. Puede que Willesden haya empezado a gentrificarse, pero ella es de allí desde mucho antes.

En Tiempos de Swing, las protagonistas son dos amigas. La narradora, de la cual no sabemos el nombre, pero sí que es una chica tranquila y estudiosa, y Tracey, explosiva, simpática, con mucha chispa. Ambas negras pero con uno de sus progenitores blancos, ambas amantes de los musicales y de Fred Astaire -como la propia Zadie Smith-, se encuentran por primera vez en clase de baile y comienzan allí una amistad de infancia y adolescencia. La vida, los entornos, la realidad de sus familias las van a separar, sin que ello consiga romper definitivamente un hilo a veces casi imperceptible que las une a un pasado común de películas, sueños y viviendas de protección oficial.

Al tener tener ascendencia afrocaribeña, periódicos y académicos rápidamente emparentaron a Zadie Smith en sus inicios con escritores del ámbito poscolonial como Salman Rushdie, cuya literatura ha estado más centrada en temas históricos y culturales. Pero el tiempo -y quizá la propia Zadie Smith huyendo de etiquetas impuestas desde fuera- la ha colocado mucho más cerca de esa tradición tan preocupada por el tema de la clase social que recorre la narrativa británica, desde Dickens a James Kelman, pasando por EM Forster, George Orwell, Kingley Amis o Allan Sillitoe. La raza es muy importante en Zadie Smith. Pero no tanto como un elemento de identidad, que también, sino sobre todo, como un multiplicador de desigualdades sociales.

En Tiempos de Swing, la conciencia de la desigualdad está en todas partes. En la madre de la narradora, una mujer a veces fría e implacable que minusvalora a su marido y estudia a todas horas para convertirse en una intelectual y líder política y escapar a su destino precario de emigrada afrocaribeña en Londres. En Tracey, cuyo carácter explosivo visibiliza el dolor de vivir en una familia rota y que encuentra en la danza su única alternativa. En la narradora, que no tiene el talento suficiente para bailar, pero termina trabajando de asistente de Aimee, una famosa diva del pop que monta proyectos de cooperación en África, otro de los escenarios de la novela, y se aburre de ellos a la primera de cambio.

Pero lo grande de Zadie Smith es que no juzga a sus personajes, por muy absurdos, tozudos, ridículos o egoístas que parezcan. Está más bien interesada en reflejar sus dilemas morales, en mostrar sus circunstancias. Y no sólo por empatía, sino porque forma parte de su manera de entender la narrativa, como comentaba en una entrevista a The Atlantic: “La ficción es como un área llena de hipótesis desde la que actuar. Eso mismo es lo que pensaba Aristóteles, que la ficción narrativa es un ámbito en el que imaginar cómo actuarías ante una u otra situación. Yo también creo en eso, y es algo que me fascina de la ficción”.

Esa flexibilidad moral como punto de partida hacen que Zadie Smith pueda adentrarse en un terreno como el de la ayuda humanitaria de los famosos en África sin resultar maniquea, desnudando el infantilismo buenista de los iconos del pop sin parecer inquisitorial, amarga, envenenada. Es lo bueno de venir de la clase obrera, que ningún académico burgués te va acusar de ser blanda.

Y esa misma flexibilidad también le permite desmontar los trillados mantras de la meritocracia: a veces no está claro que quien llega más lejos sea más feliz. Por el camino puede haber perdido lo que la hacía genuina. O no,quién sabe.

Lo único claro es que en la recreación y observación de los dilemas de la vida, la literatura de Zadie Smith no ha parado de crecer. Con un profundo sabor a barrio.