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Los que abrigan

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No existe contrato ni letra pequeña que prometa firmeza bajo los pies. El año termina, cruzando umbrales de años que se cierran hacia otros que se abren como lienzos sin pintar, llenos de un misterio que unas veces provoca vértigo y otras una esperanza que la razón no sabe explicar. Se dice que allá arriba alguien mueve los hilos del mundo con la frialdad de los estrategas. Puede ser. Pero aquí abajo, en lo terrenal, en el barro del día a día, la única verdad que nos sostiene es la que ocurre en el tú a tú: esos pequeños focos de luz que, sin previo aviso, se encienden para abrigarnos.

Hablo de cierta calidez que portan algunas personas con las que tropezamos por accidente. Los reconoces porque te miran con ojos que no miden ni calculan, ojos que no escanean tu ropa ni tu estatus, sino que saben intuir el peso de tu mochila invisible, esa que cargamos con los errores que aún duelen, lo dicho y lo callado, las promesas rotas, las dudas que nos visitan de madrugada cuando la casa duerme y nosotros no.

No abundan, es cierto. Pero están ahí, camuflados entre la multitud, vibrando distinto. Como si llevaran dentro una melodía que el resto hemos olvidado o ya no escuchamos.

Con esas personas la lógica fría del mundo se suspende. Ocurre entonces la complicidad, esa conexión instantánea que desata algo muy parecido al amor. O quizás la forma más pura de él, porque no pide nada, no espera nada, no necesita historia ni promesas para existir.

Una puede ser una misma sin las máscaras que impone el miedo al ridículo, sin el disfraz que nos ponemos cada mañana antes de salir a la calle. Donde se puede soñar en voz alta, reír sin motivo aparente, enfadarse sin temor al juicio, conversar con diferencias para aprender de la otra persona, conocer su punto de vista del mundo. Donde, por primera vez en mucho tiempo, alguien nos escucha no para responder, sino para comprender. No para arreglar, sino para acompañar.

Un desconocido que en minutos nos ve más claro que aquellos que pasan años caminando a nuestro lado sin mirarnos de verdad. Alguien que llega y pone tu mundo patas arriba, que engancha, que desordena, y que sin embargo deseas que ese caos que deja a su paso te contagie. Porque intuyes que ese desorden es, en el fondo, un camino no transitado hacia una versión de ti que sonríe más. No sé si lo has sentido, es algo tan abstracto que a veces asusta, porque asusta lo que no vemos y si sentimos. Ese entendimiento que no esperabas. No tengo manera de mostrarlo con otras palabras.

Y es curioso pensar que pasamos la vida buscando algo monumental, persiguiendo un ideal con forma definida, una fórmula exacta de la felicidad, un envase específico que creemos necesitar para sentirnos completos. Lo esperamos así, con esa forma concreta que imaginamos. Pero la realidad tiene otros planes: muchas veces llega en un formato que no esperábamos. En una persona que no encaja en nuestros planes cuadriculados, pero que encaja perfectamente en nuestras grietas, llenando con su presencia huecos que ni siquiera sabíamos que teníamos.

Cuántas veces habremos dejado pasar ese encuentro por culpa de los prejuicios, por esa manía de querer entenderlo todo con la cabeza antes de sentirlo con el pecho. Exigiendo garantías a un misterio que solo pide ser vivido. Pidiendo certezas a algo que solo ofrece —y solo necesita— verdad.

Y sin embargo, esas personas-talismán siguen apareciendo, como un pequeño goteo. Portando consigo esa extraña capacidad de extenderte la mano para que hables de lo que habitualmente callas. De la vida que se rompió. De la vida que aún sueñas. De los miedos que no confesamos ni en voz baja.

No sé si logro explicarlo. Solo quienes lo han sentido sabrán de qué hablo. Es esa locura dulce que hace que el pecho y la cabeza dejen de entenderse, que te sorprendas mirando la luz del sol buscando ese mismo color en unos ojos, que todo lo ordenado pierda importancia. Es como si la vida misma, con su maravillosa ironía, decidiera burlarse de nuestros horarios y nuestras listas para recordarnos que el control es solo una ilusión que nos contamos para dormir tranquilos. Que dos soledades necesitan tocarse para despertar del todo.

Porque ese talismán, por muy sabio que parezca, también te necesita a ti. Necesita tu sacudida, tu verdad sin filtros, tu hermoso caos. Para que su luz encuentre sentido, para que su camino encuentre compañía. Quizás esa persona también lleva años esperando tropezar con alguien que le permita soltar el peso, bajar la guardia, quitarse por fin la armadura.

Y eso es, en medio de la rutina y la incertidumbre, lo más bonito que puede pasarnos en esta vida breve: tener la inmensa suerte de chocar con alguien que nos ayude a dejar de fingir lo que no somos. Alguien que nos recuerde que no hacía falta ser perfectos, solo auténticos. Alguien que nos devuelva, con su sola presencia, el permiso de ser.

Sencillamente.

Sin miedo.

Quien quieras.

Con quien lo sientas.

Así de raro.

Así de humano.