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Neurociencia y educación
“Hay muchas intuiciones que sabemos que funcionan en el aula escolar y ahora la neurociencia las confirma con argumentación científica”. Escuchar estas palabras de boca de una reputada comunicadora como la Dra. Begoña Ibarrola (“Neurodidáctica. Cómo hacer que nuestros alumnos aprendan mejor”) tengo que reconocer que tranquilizaron la inquietud que sentía en el Palau de Congresos de Tarragona, desde el momento en que dio comienzo el I Congreso sobre neurociencia en el aula. Una disciplina, la neurociencia, de la que había oído hablar, pero desconocía prácticamente todo. Me sonaba a pedagogía profunda, a investigadores/as del cerebro que desde sus experimentos pretenden complicar la labor del profesorado con teorías de laboratorio, difícilmente extrapolables a personas con sentimientos y problemas complejos como los que se ven a diario en los centros educativos.
Pero no era así. El Congreso 'EduMinUp', organizado por el Collegi Sant Pau Apostol y la Fundació Sant Fructuós, prometía, por tanto, desterrar escepticismos y acercar conocimientos científicos y prácticas educativas. Allí estaba, entre otros ponentes, una comunicadora de la educación que desmitificaba la complejidad de tal disciplina y ofrecía guiños cómplices para acercar a incrédulos e inexpertos cursillistas como yo. Y apoyaba su argumentación la bilbaína Ibarrola transmitiendo varias claves a los más de 600 congresistas para aprender mejor la forma de emocionar al alumnado. (Varios fueron los y las ponentes de ese fin de semana que insistieron en el alto valor de las emociones para conseguir la atención en el complicado proceso de aprendizaje). Citaré sólo las más relevantes: el entusiasmo en la motivación, las experiencias de éxito, la confianza y la esperanza en el intento de logro, el tiempo para el descanso, la desconexión, el sueño y el ejercicio físico, o la importancia de la memoria, por citar algunas de las más destacadas.
En este sentido fue muy interesante la matización del profesor Francesc Torralba (Neurociencia, inteligencia y mente) entre dos términos que solemos utilizarnos indistintamente, de forma equivocada: “recordar” –memoria que provoca emociones, propia del ser humano- y “rememorar” –volver al dato exacto- cualidad humana, pero también de un ordenador. Su conferencia fue una ráfaga de aire fresco dentro de una comunicación positiva, plena de acierto y sintonía con el público asistente.
No fue la única sorpresa agradable. También resultó de lo más estimulante la disertación de Torralba, quien insistió en la necesidad de cambio de algunos de los elementos tóxicos que la educación mantiene actualmente. La hiperpaternidad, por ejemplo, tan en boga en nuestra sociedad, por el deseo de sobreprotección que familias y profesorado –en más ocasiones de las necesarias- realizan con el alumnado en fase de formación. No dudó el ponente al considerarla como la enemiga real de la creatividad escolar. En relación con esto insistió en la necesidad de favorecer la contrariedad, como factor de autonomía en el aula (y uno recordaba entonces libros de la estantería familiar con títulos como “No diga SÍ cuando quiera decir NO” o “Cuando digo NO me siento culpable”, clásicos de la psicología escolar, siempre en espera de una consulta que no acababa de llegar). Torralba abogó por un adecuado equilibrio en la esfera contextual del aprendizaje. Es decir, evitar tanto la hiper como la hipoestimulación, ambas contaminantes de la verdadera educación.
Volvamos a la idea original del Congreso, la neurociencia y la educación; o, mejor expuesto, la oportunidad de que esta última aproveche los conocimientos actuales que la ciencia tiene hoy del comportamiento del cerebro. Y en esto, la conferencia inaugural del Dr. David Bueno ('Cómo aprende nuestro cerebro: la neurociencia y el mundo educativo') estuvo plagada de datos que unían ambas cuestiones. El primero, que se trata de una ciencia reciente, que no aporta datos de interés más allá de 15 años atrás. Hoy se sabe, por ejemplo, que un cerebro sano contiene más de 85.000 millones de células –frente a las 307 de un gusano, por comparar- que producen más de un billón de conexiones químicas y eléctricas. Y que fruto de algunas de tales conexiones podemos andar, hablar o comer. Pero también, sentir dolor, miedo o satisfacción. Y aquí es donde el profesor Bueno establece las diferencias entre el ser humano y el mundo animal, en la capacidad de sentir emociones, como el odio, la alegría, el asco, el miedo o la sorpresa, respuestas automáticas a situaciones de cambio que conviene conocer para saber y poder controlar.
El profesor Bueno añadió una idea de especial importancia en su disertación sobre el conocimiento científico de este órgano humano: el mayor beneficio de tener el cerebro más grande del mundo animal es la garantía de propiciar nuestra integración social. Esta idea aristotélica –la necesidad de los otros para sobrevivir- explica el proceso de sociabilización que el ser humano debe aprender para integrarse en una comunidad: autonomía, autorrealización, normas de conducta, cultura,… En todo este proceso, el cerebro humano marca los límites de cada aprendizaje. Y es ahí donde David Bueno une cerebro y educación: conocer mejor el comportamiento cerebral es necesario para ayudar a las personas a crecer en dignidad.
La escritora y filósofa, Elsa Punset ('Una nueva educación es posible'), intervino el último día con una ponencia controlada en la que su tesis principal defendió la mutabilidad de la inteligencia, su plasticidad para adaptarse a contextos distintos, responder a estímulos externos y recibir emociones humanas. Sugirió cinco pequeñas revoluciones que ayudarán a cambiar nuestro comportamiento: capacidad para prever y poder gestionar el miedo (enseñanza en positivo); educar en la mentalidad del crecimiento, no solo con halagos, sino creando entornos donde sea fácil pedir ayuda y valorar el aprendizaje, aunque no constituya siempre éxito; la importancia de resistir las tentaciones, o en un claro apoyo al autocontrol; la capacidad del cuerpo humano para transmitir emociones; y la importancia de las relaciones sociales en una comunidad global, verdadero indicador de salud pública, mental y longevidad.
Una breve mención para las intervenciones de dos formadores y comunicadores, Ramón Fauria('Educar Innovadora-mente') y Ángel López Naranjo ('Un nuevo comienzo. Hoy puede ser un gran día'), quienes muy en su papel motivador e irreverente apostaron por promocionar la emoción sobre la inteligencia (77-22% depende nuestra respuesta profesional y vital, según Fauria; “Despejemos nuestro mundo de ”esque-rosos, uf-ologos y porque-rosos“ y valoremos las actitudes de quienes construyen aprendizaje en positivo” expuso López Naranjo). En ambas intervenciones quedó claro que el papel del profesorado debe ser más motivador si lo que deseamos es extraer lo mejor de nuestro alumnado, su curiosidad. Por eso, casi siempre, las preguntas son más importantes que las repuestas, como afirmaba Marta Portero-Tressera ('Cómo aprende el cerebro adolescente').
En suma, un congreso atractivo, que diluyó mis defensas ante lo desconocido y que dejó un mensaje unísono, repetido constantemente por ponentes, divulgadores/as y comunicadores de los talleres de experiencias educativas: la necesidad ineludible de trabajar las inteligencias múltiples (una o varias) como exponente del éxito educativo del futuro alumnado. Porque es ahí donde reside la verdadera función de nuestro trabajo docente: ayudar a la sociedad en la construcción de su futuro. Y algo que parece tan actual ya fue predicho hace más de ochenta años por F.D Roossevelt: “No siempre podremos construir el futuro de nuestros jóvenes, pero sí podemos construir nuestros jóvenes del futuro”.
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