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OPINIÓN | 'Aquella gesta de TVE en Euskadi', por Rosa María Artal

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Ahí está de nuevo la lavadora, con su ojo de buey mirando a la cocina. Dentro, la misma ropa de siempre da vueltas y vueltas, sube, cae, se golpea contra el cristal en un susurro rítmico, hipnótico. Y en ese movimiento circular, uno de pronto se reconoce. Es la persona la que da vueltas en el tambor del día a día, con los mismos gestos, cruzando las mismas calles donde le saludan las mismas caras.

No hay nada hostil en esas caras. Al contrario. Hay un calor innegable en lo conocido, una patria en la costumbre. Pero bajo esa red de afectos, se esconde una condición que nadie nombra: la de vivir bajo una vigilancia constante y amable. Un panóptico de la familiaridad. Cada gesto es visto, cada palabra es escuchada, cada decisión es sutilmente archivada en la memoria colectiva. No con malicia, sino con la implacable precisión del que lo ha visto todo.

Y de esa mirada total nace una jaula. No es una jaula de barrotes de hierro, sino de algo mucho más difícil de romper: el afecto, la historia compartida, la expectativa. Uno no se siente agredido, se siente... encerrado. Empujado con delicadeza a ocupar el carril que le fue asignado hace años. Cada intento de salirse de esa senda es recibido con una sorpresa que funciona como un correctivo, una amable extrañeza en la mirada ajena que nos devuelve a los confines del personaje conocido.

Así, se vive con la obligación no escrita de ser leal al personaje que los demás han construido. Uno es el sensato, la alegre, el manitas, la soñadora. Y la persona, aun rodeada de cariño, puede acabar sintiendo la asfixia de una habitación sin ventanas, el agotamiento de una libertad que solo existe en la teoría.

Esta renuncia a la propia complejidad no es un acto único y dramático, sino un peaje invisible que se paga cada día, a cada hora. Es el arte fatigoso de la omisión, la elección constante de la palabra adecuada que no alarme, del gesto que no delate la procesión interior. La persona se convierte en un diplomático de su propia existencia, negociando treguas con su verdad para no perturbar la paz ajena. Un desgaste lento, educado, que va vaciando la vida de su sustancia más auténtica, hasta dejarla convertida en un hermoso recipiente vacío.

Y la comunidad colabora en este teatro, no por crueldad, sino por un profundo instinto de supervivencia. Porque la grieta en la armadura del vecino es un espejo que nos devuelve el reflejo de nuestra propia fragilidad, y esa es una verdad demasiado incómoda de sostener. Así que nos apuntalamos unos a otros en la ficción. La pregunta rutinaria por nuestro estado no busca saber, sino confirmar que el otro sigue cumpliendo su parte del pacto, que la quietud del estanque no ha sido alterada. Es un acto de autoprotección colectiva disfrazado de interés.

Es en este punto donde arraiga la dolencia más profunda y actual, la que se gesta en el silencio de nuestras casas perfectamente ordenadas. Hemos firmado un pacto tácito, una conspiración del bienestar. El acuerdo consiste en representar, día tras día, la obra de la normalidad. La regla principal es que el decoro no debe romperse. Y la manifestación de una herida interior —una ansiedad, una tristeza persistente, una simple fatiga del alma— es considerada la más grave violación de ese decoro.

Aquí se revela la doble cara de la cercanía. Lo malo: la jaula se convierte en una celda de aislamiento para el que sufre. La persona se transforma en el guardián de su propio secreto, consumiendo una energía ingente en mantener la compostura, en sonreír en el supermercado, en hablar del tiempo en el ascensor. El dolor se convierte en una fiebre sorda, una procesión que va por dentro, porque mostrarlo sería una indecencia, una forma de agresión a la paz pactada.

Quizás, cuando todo calla y el personaje que fuimos durante el día por fin se duerme, descubrimos que el anhelo más profundo no es la felicidad, ni la paz, ni el éxito. Es algo mucho más sencillo y milagroso: la esperanza de que exista en el mundo un solo ser ante el cual no necesitemos defendernos. Alguien en cuyo silencio podamos verter el nuestro, sin miedo. Alguien que, al mirarnos en nuestra más honesta fragilidad, no vea una ruina, sino un paisaje al fin completo. Alguien que escuche la música secreta de nuestra alma y, en lugar de asustarse, se quede, simplemente, a bailar en la penumbra.