Opinión y blogs

Sobre este blog

Mi triple salto mortal de la pandemia: alzheimer, coronavirus y confinamiento

Marta Gómez Mata

0

Todos los muertos tienen nombre, apellidos y una historia; y cuando digo todos me refiero también a los que ni siquiera recuerdan el suyo. Mi muerta con nombre pero sin recuerdos se llamaba Maruja Mata, tenía 83 años y me regaló, hace años, algo muy valioso: me enseñó a leer. Se ha ido como otras tantas víctimas del coronavirus, en un triple salto mortal de silencio, y yo no pude despedirme de ella, tan solo plasmar apenas una semblanza en su periódico favorito. Contar aquí su historia es un intento de que las palabras aporten algo de luz en su tristemente compartido limbo.

Durante los días de su enfermedad y del confinamiento me pregunté cuándo nos morimos en realidad: ¿el día exacto del certificado de defunción o el día en que dejamos de existir socialmente? ¿Cuántas muertes hay en una muerte? ¿Qué muerte es más cierta: la de la fecha final o la del tiempo en que un ser deja de hablar, de comunicarse, de opinar, de ser un ciudadano con cierto valor social? Todas estas preguntas responden a un circunloquio amable en torno al Alzheimer y al amplio catálogo de enfermedades neurodegenerativas: en este mundo hay más de 50 millones de personas que viven en este limbo de ser y no ser al mismo tiempo, transitando por un espacio incierto en el que los cuidados, la dependencia, las previsiones y la cotidianeidad naufragan inexorablemente. Su estado es un limbo entre la vida y la muerte que algún día puede tocarnos muy de cerca de cerca: hoy es una tía, mañana puede ser tu padre, dentro de unos años, tu pareja, o incluso tú mismo. ¿Cuántos de nosotros olvidaremos nuestro nombre, nuestra historia y nuestros amores? ¿Cuántos pasaremos a engrosar esa inmensa cifra y seremos un relato sin voz entre millones?

El coronavirus se ha encargado de acercarnos a este limbo de un plumazo: la cifra de ancianos muertos es escalofriante (una bofetada, un puñetazo, un dolor insoportable). Contabilizadas o no contabilizadas, se trata por igual de un aluvión repugnante de cifras que debería provocar vergüenza, y miedo, y rabia. Entre esos insoportables números, cuántos de ellos habrán acarreado una triple enfermedad: la neurológica, la física y ahora la pandemia.

Para todos aquellos enfermos de Alzheimer aquejados de la Covid-19, muchos de ellos seguramente ingresados en residencias de ancianos porque sus familiares no pueden acarrear el pesado fardo de unos cuidados que exigen dedicación completa, esta situación es el triple salto mortal con pirueta del acróbata, o un bucle interminable que recoge todos los tipos posibles de muerte: la social, la mental y finalmente, la física. Cuando llegue la partida de defunción, la fecha no tendrá importancia porque hace ya tiempo que ellos y ellas están muertos.

Los enfermos de Alzheimer se integran en todo lo que no se narra, lo que no es noticia, lo que ocurre en un mundo secreto donde no llegan los medios de comunicación, las redes sociales ni la opinión, en la pequeñez de las habitaciones, en la intimidad de las almohadas, en las paredes frías y en los portales que se cierran cada tarde. Y este confinamiento que ha convertido 2020 en el año de nuestras pesadillas es un tiempo propicio para ver esas pequeñeces poco visibles que articulan nuestras vidas.

Cuando comenzó esta pesadilla (esta guerra nuestra de consecuencias imprevistas en forma de pandemia global), leí conmovida el twitter del escritor Diego Fonseca en que contaba que una anciana judía le había dicho que el planeta estaba realizando un ‘spring cleaning’, es decir, aireando el espacio y tirando fuera todo lo que no necesita para recibir el buen tiempo. O lo que es lo mismo, deshaciéndose de los ancianos, lo que le sobra, lo que ya no resulta útil. Cada día de estos tres meses marcados por el coronavirus he pensado en esa imagen: alguien ha decidido limpiar este planeta y lo ha hecho de la peor manera posible. Y este dolor insoportable me acompañará ya el resto de mi vida.

Todos los muertos tienen nombre, apellidos y una historia; y cuando digo todos me refiero también a los que ni siquiera recuerdan el suyo. Mi muerta con nombre pero sin recuerdos se llamaba Maruja Mata, tenía 83 años y me regaló, hace años, algo muy valioso: me enseñó a leer. Se ha ido como otras tantas víctimas del coronavirus, en un triple salto mortal de silencio, y yo no pude despedirme de ella, tan solo plasmar apenas una semblanza en su periódico favorito. Contar aquí su historia es un intento de que las palabras aporten algo de luz en su tristemente compartido limbo.

Durante los días de su enfermedad y del confinamiento me pregunté cuándo nos morimos en realidad: ¿el día exacto del certificado de defunción o el día en que dejamos de existir socialmente? ¿Cuántas muertes hay en una muerte? ¿Qué muerte es más cierta: la de la fecha final o la del tiempo en que un ser deja de hablar, de comunicarse, de opinar, de ser un ciudadano con cierto valor social? Todas estas preguntas responden a un circunloquio amable en torno al Alzheimer y al amplio catálogo de enfermedades neurodegenerativas: en este mundo hay más de 50 millones de personas que viven en este limbo de ser y no ser al mismo tiempo, transitando por un espacio incierto en el que los cuidados, la dependencia, las previsiones y la cotidianeidad naufragan inexorablemente. Su estado es un limbo entre la vida y la muerte que algún día puede tocarnos muy de cerca de cerca: hoy es una tía, mañana puede ser tu padre, dentro de unos años, tu pareja, o incluso tú mismo. ¿Cuántos de nosotros olvidaremos nuestro nombre, nuestra historia y nuestros amores? ¿Cuántos pasaremos a engrosar esa inmensa cifra y seremos un relato sin voz entre millones?