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En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Escribí una carta de ánimo para pacientes ingresados con coronavirus y terminó en el hospital donde estuvo mi padre

Imágenes de la Calle Orense del primer día sin colegios y con teletrabajo en Madrid.

Ana Sánchez Blanco

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Al principio de la pandemia en España, recién declarado el estado de alarma, una amiga me animó a colaborar en una iniciativa de una doctora del Hospital de La Princesa de Madrid. Consistía en escribir cartas a las personas enfermas de COVID-19 porque estaban aisladas, muy solas, y enfrentando un virus desconocido en una situación inusitada y desconcertante para personal sanitario y pacientes: mínimo contacto, aislamiento de todo y de todos, lo que hoy, desgraciadamente, conocemos bien. Ni corta ni perezosa, escribí un mensaje de e-mail dando ánimos a una persona desconocida pero que sentí muy cercana y traté de infundirle la energía y la confianza para luchar. Esa misma tarde habíamos hecho, pincel en mano, mi hija y yo, una preciosa pancarta que sigue en casa y reza “todo va a ir bien”, “bravo hospitales y sanitarios”, “soy los mejores”, “juntos podemos”. Esta fue la Fase 0.

La Fase 1 comenzó cuando la gastroenteritis de mi padre, 72 años, empezó a parecer larga y demasiado dura. Vive solo, está en buena forma, es un poco quejica, pero aquello sonaba cada día peor. Una amiga de él, clarividente, me dio el empujón definitivo un domingo en que yo volvía de llevar a mi padre suero oral y arroz blanco cocido dejados en el felpudo de su casa:

—No te acerques hija, no vaya a ser el virus, esto está durando mucho, estoy agotado.

—Venga papá, las gastroenteritis dejan baldado, ánimo.

Su amiga casi gritaba al teléfono. “Le tiene que ver un médico ya, no esperéis al lunes, llamad al '900', ya tenemos dos conocidos recién ingresados y que empezaron con ese tipo de síntomas”. Tras hablar con dos amigas doctoras, esa noche le llevé a las urgencias del hospital, conduciendo con unos guantes de cocina y con un trapo empapado en agua con lejía como copiloto. Mi padre no me dejó acompañarle adentro, más sabe el diablo por viejo que por diablo:

—Quédate en el coche, ni se te ocurra.

Y yo pensando que le dejaba tirado como a un perro, entrando en la boca del lobo.

Empezaba la Fase 2. Le mandaron a casa porque saturaba bien, y a la mañana siguiente me llamó y yo dejé de hacer de profe de mi hija pequeña para ir al hospital a recoger la cloroquina prescrita: había dado positivo al virus. Tras tres días en casa, su saturación de oxígeno empeoró. Vuelta a urgencias:

—Papá, coge el cargador y el móvil, por si acaso.

Estuvo ingresado seis días y gracias a que pillamos el virus pronto, -benditas amigas doctoras orientándonos en las semanas de colapso del sistema sanitario-, y a que la tormenta de citoquinas no le doblegó, consiguió salir, y continuó la lucha desde su casa. Ha sido y hemos sido muy afortunados.

Siempre recordaré la mañana en que fui a llevarle unas mudas al hospital. Era finales de marzo. Quien ha tenido que salir por las calles de Madrid en esos días conoce la sensación de vacío y miedo, de estupor, con mi trapo compañero, mis guantes, una mascarilla y una declaración responsable de mis acciones. Quien ha entrado en un hospital en esos días conoce también esa sensación extraña: no ves a nadie, parece que todo estuviera congelado y fuera una pesadilla de pasillos y ascensores vacíos. Llegué a la planta 8 y en recepción no había más que un mostrador vacío. A la derecha se extendía un ala del edificio con las habitaciones de los pacientes.

En ese pasillo había varios sanitarios vestidos con los buzos que tanto hemos visto en los periódicos y telediarios. ¿Qué hago? ¿A quién le dejo la bolsa? Allí, dubitativa, esperando frente al mostrador a un enfermero que se aproximaba desde el ala izquierda, me topé con ellas: las cartas, un precioso taco de folios con los mensajes para las personas enfermas de la COVID-19, fruto de la solidaridad ciudadana promovida por una doctora de dicho hospital. Aún ahora me emociona. A mi padre le dieron a leer varias y me dijo que le ayudaron.

Fase 3. El agradecimiento a nuestros sanitarios y demás profesionales en la primera línea y a la ciudadanía solidaria y comprometida de Madrid será eterno. La conciencia de dar y recibir, de que somos parte de un tejido común y a escala planetaria, frente al individualismo rampante de quien aun no se enteró de qué iba esto o de aquellos que tratan de desmontar la agenda de los derechos humanos y los derechos sociales básicos, como son la educación y la salud para todos o la protección a la infancia, tan olvidada en esta etapa.

Como escuché, mientras cocinaba, a un profesional de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en un programa de radio estos días, los mayores problemas de la humanidad son el hambre y la pobreza, que se verán agravados por la crisis provocada por la COVID-19. De nuevo, se necesita una mirada amplia, más allá de nuestra problemática concreta. Por ello hoy pinto ese corazón verde a que nos animan diversas organizaciones. Lo pondré en mi ventana. Será un corazón de esperanza combativa, necesaria como el agua, para blindar esos derechos que tanto costó conseguir y para trabajar por una ciudadanía formada e informada, unida y cuidadora con vocación solidaria e internacional. ¿Te animas a sumarte?

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