“La sanción administrativa te puede llevar a la cárcel durante años”: cómo Rusia ha aumentado la represión a presos políticos

Albert Sort Creus

Moscú —
9 de julio de 2025 22:41 h

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Nadezhda Rossínskaya, una joven de la región rusa de Bélgorod, asegura haber ayudado a huir a 25.000 ucranianos de los territorios ocupados a través de una plataforma de voluntariado que ella misma impulsó. En 2023, cercada por las autoridades, se exilió en Georgia, pero regresó al cabo de unos meses para socorrer a una mujer ucraniana que estaba atrapada con sus más de cuarenta perros. Fue entonces cuando la policía la detuvo.

El pasado 20 de junio la condenaron a 22 años de cárcel por incitación a cometer actos contra la seguridad de Rusia, traición y financiación del terrorismo, ya que se la acusó también de haber hecho donaciones al ejército ucraniano. Ella lo niega.

La suya es una de las sentencias más duras relacionadas con la guerra en Ucrania. En los últimos más de tres años, el Kremlin ha recrudecido la persecución ante cualquier expresión contraria a Vladímir Putin o al Ejército, pero en las colonias penales rusas se encuentran encerrados entre 1.500 y 2.000 presos políticos —la cifra depende del criterio de las distintas organizaciones de derechos humanos—, muchos de ellos por casos anteriores al inicio de la invasión.

A menudo, su situación es de absoluta indefensión desde el momento del arresto. La mayoría denuncian torturas durante la detención, después se someten a un proceso judicial sin garantías, en la cárcel sufren malos tratos y desatención médica e incluso viven con la incertidumbre de no saber si el tribunal va a extender arbitrariamente su pena con acusaciones fabricadas.

Una vida de condena

En 2024, Ilya Barburin tenía 24 años cuando lo sentenciaron a 25 por supuestamente haber incendiado una oficina de reclutamiento y por haber mantenido contactos con el Batallón Azov ucraniano, bajo los cargos de terrorismo y traición. La entidad Memorial lo considera un preso político porque entiende que la acusación no se sostiene en pruebas, sino que se basa en una “provocación” de los servicios secretos rusos y es “excesiva e infundada”. Mientras se encontraba en prisión preventiva, Barburin fue puesto en régimen de aislamiento y recibió palizas de los guardias, denuncia la organización.

Casi diez años antes, en 2015, el Kremlin libraba otra guerra, entonces contra el yihadismo. Las víctimas colaterales de su cruzada fueron los activistas islámicos del partido Hizb ut‑Tahrir. Centenares de musulmanes acabaron entre rejas por pertenecer a esta organización, declarada terrorista en Rusia, a pesar de rechazar la lucha armada. La peor condena la recibió Rinat Nurligayánov, acusado de querer tomar el poder por medio de la fuerza. Sin embargo, hasta la misma investigación reconoció que no había participado en acciones violentas. Lo sentenciaron a 24 años de prisión, los mismos que tenía cuando fue detenido.

El preso político ruso que lleva más tiempo encerrado es Alekséi Pichuguin. En 2003 se convirtió en la primera víctima de la campaña de Putin para expropiar la petrolera Yukos, propiedad del magnate Mijaíl Jodorkovski, una operación destinada a cortar de raíz la influencia de los oligarcas rusos sobre el Gobierno. Su negativa a cooperar e incriminar a más gente le comportó un castigo ejemplarizante: cadena perpetua. Fue acusado sin pruebas de dos asesinatos y, aunque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó en dos ocasiones que no había tenido un juicio justo, Rusia nunca revisó su condena.

Desatención y malos tratos

El Kremlin tiende a hacer oídos sordos a los gritos de alerta sobre la situación de sus reclusos. Mariana Katzarova, relatora especial sobre la situación de los derechos humanos en la Federación de Rusia, denunció recientemente que al menos 120 de los considerados presos políticos se encuentran “en peligro inminente debido a su estado crítico de salud, su edad o su discapacidad”. Katzarova advierte de que “deben ser liberados antes de que otro preso político muera”, como ocurrió con Alekséi Navalni en febrero de 2024.

La entidad OVD-Info, de referencia a la hora de monitorizar la persecución política en Rusia, eleva la cifra hasta los 180. Su portavoz, Dmitri Anísimov, dice a elDiario.es que en muchos casos “se les prohíbe tomar los medicamentos o los alimentos adicionales que necesitan o se les impide llevar ropa de abrigo cuando hace frío”.

Dos de los rostros más conocidos de esta lucha por la dignidad en la cárcel son los de Alekséi Górinov y María Ponomarenko. Górinov, el primer sentenciado por la flamante ley contra “la desacreditación de las Fuerzas Armadas rusas”, tiene 63 años, le falta un pulmón y le han diagnosticado tuberculosis. Su abogada alerta que no está recibiendo el tratamiento adecuado y que puede que no sobreviva a la infección.

Ponomarenko, una periodista condenada a seis años por criticar la matanza rusa en el teatro de Mariúpol, se encuentra “al borde del suicidio”, según denuncia el medio en el que trabaja, Rusnews. En marzo se cortó las muñecas y empezó una huelga de hambre para protestar por los malos tratos que dice recibir. Amnistía Internacional apunta que “le han inyectado a la fuerza sustancias desconocidas” y su abogado lamenta que en el centro penitenciario no puede recibir la ayuda psicológica que requiere.

La activista Elena Filina, buscada por las autoridades por desacreditar al Ejército, ha puesto nombres y apellidos a los 120 presos enfermos de gravedad que necesitan recibir tratamiento fuera de la cárcel. En declaraciones a elDiario.es, Filina reconoce que en algunos casos la enfermedad se encuentra en remisión, pero que todos ellos sufren problemas de salud.

Vladímir Gorélikov, de 73 años, condenado a 11 años por espionaje, es uno de ellos. Gorélikov está viendo cómo su salud empeora por las emisiones químicas nocivas de una planta de aluminio próxima a la cárcel. Antes de ingresar en prisión ya había sufrido un cáncer, le habían operado del corazón y necesita supervisión médica constante por un tumor maligno, según la información recabado por Filina.

En el caso de Amet Suleymánov, de 40 años, encerrado durante 12 años por su vinculación con el partido islamista Hizb ut-Tahrir, los médicos no consideraron su dolencia cardíaca lo bastante grave como para liberarlo. Esto a pesar de que dos de sus diagnósticos se incluyen en la lista de enfermedades que contemplan una exención de la privación de libertad, señala la activista.

Tampoco los menores escapan a la persecución del Gobierno y a la dureza del sistema penitenciario. Ania Zhuravleva quedó en libertad bajo fianza a mediados de junio tras pasar más de un año y medio en prisión preventiva. La detuvieron por hacer estallar un petardo en un terreno vacío y colgar el video en un canal de Telegram donde los adolescentes hablaban sobre armas. Entonces tenía 14 años.

Fue acusada de participar en una organización terrorista y de tratar de asesinar a varias personas. Sus compañeras de celda abusaron de ella de manera cruel, según denuncia OVD-Info: le pegaron palizas, la violaron y la obligaron a intentar suicidarse. A pesar de haber sobrevivido a este infierno, su caso todavía no está cerrado.

Sin luz al final del túnel

En los últimos dos años se ha sistematizado una estrategia judicial contra los presos políticos que, en la práctica, los sume en un túnel del cual no ven la salida. Muchos de ellos han visto cómo se extienden discrecionalmente sus condenas con nuevas acusaciones infundadas. Según The Insider, las fuerzas de seguridad utilizan artículos como la “desorganización del trabajo de la colonia penal” o la “justificación del terrorismo” para alargar sus penas.

Por ejemplo, Azat Miftajov, de 32 años, salió en libertad en septiembre de 2023 tras cuatro años y medio entre rejas por haber roto una ventana de la sede del partido de Putin, Rusia Unida —él nunca lo admitió—, y aquel mismo día lo arrestaron de nuevo y lo acusaron de “justificación del terrorismo”. Aparentemente, el motivo fue un comentario suyo a otro preso mientras miraban la televisión, informa The Insider.

Expertos y abogados de entidades de derechos humanos denuncian la existencia de un “sistema de delatores” en los centros penitenciarios que beneficia a los internos que informan sobre supuestas malas conductas de los presos políticos. Además, los funcionarios de prisiones incluso llegan a grabarlos a escondidas para obtener material incriminatorio. Es por eso que los abogados recomiendan a sus clientes que no hablen de cuestiones sensibles con sus compañeros de celda.

En cuanto se refiere a los casos fabricados de “desorganización del trabajo de la colonia penal”, según The Insider, basta con tocar levemente a un empleado de la cárcel o negarse a cumplir una orden humillante para ser acusado de este delito.

El temor a que el más mínimo gesto sea suficiente para ser perseguido políticamente afecta a cualquier ciudadano. El delito de descrédito a las Fuerzas Armadas es un cajón de sastre en el que caben las más variopintas acusaciones: alguien enseñando una hoja en blanco o una hoja con ocho asteriscos (que los jueces interpretan como una manera de encriptar la expresión “no a la guerra” en ruso, net voina); un hombre que compró embutido de la cadena de supermercados Miratorg y tachó las letras torg para dejar a la vista Mir, “paz” en ruso; un chico que paseaba con el libro Guerra y paz, de Lev Tolstoi; o las mil y una combinaciones de amarillo y azul de la bandera ucraniana: en unas zapatillas, unos pendientes, unos pasteles, en el pelo teñido o en los bancos pintados de un parque.

Estas ofensas se castigan con una sanción administrativa que va aproximadamente de los 300 a los 600 euros, la mitad de un sueldo medio en Rusia. Sin embargo, el portavoz de OVD-Info alerta de que acumular dos infracciones de este tipo implica la apertura de un caso penal. “Es el instrumento más común de represión y esta sanción administrativa te puede acabar llevando a la cárcel cinco, siete o diez años”, apunta Anisímov.