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The Guardian en español

Con Bowie se terminó una era de arte subversivo

David Bowie en una imagen de su último disco, 'Blackstar'.

John Harris

“Últimamente, casi todas las estrellas de rock tienen 70 años”, escribió la crítica musical Kate Mossman cuando se murió Lou Reed en 2013. No se equivocaba. Cincuenta años después de que comenzaran a abrir el camino hacia un mundo inexplorado, seguimos resistiéndonos a desprendernos de una cultura popular creada por una generación nacida en los años cuarenta. En muchos casos el brillo de su creatividad se había apagado hace tiempo, pero eso no tiene nada que ver. En el concierto de los Rolling Stones durante el festival Glastonbury de 2013 recuerdo haber visto a una multitud de veinteañeros muy lejos del escenario principal esperando a que las pantallas mostrasen el primer plano de Mick Jagger para sacarse una selfie y después largarse. Evidentemente, la actuación era más una especie de Monte Rushmore viviente que una experiencia de inmersión total.

David Bowie era otra cosa, incluso a sus 69 años. Aunque su desembarco fuera en los años setenta, siempre fue uno más en la cohorte de iconos de los sesenta; colaborador y amigo de Lou Reed, de Mick Jagger y de John Lennon. Pero a diferencia de la mayoría de los veteranos que sobrevivieron a esos años, resignados hace tiempo a convertirse en monumentos vivientes, Bowie se mantuvo incansable y creativo hasta el final. Basta con poner una vez The Next Day, el álbum de su supuesto regreso, para comprender que aún tenía mucho para decir. Blackstar, compuesto cuando ya sabía que no le quedaba mucho y publicado dos días antes de su muerte, es un disco muy bueno: exploratorio y perturbador; la obra de una persona que aún tiene ganas de arriesgarse.

Los logros de ese último álbum contribuyeron a la desconcertada reacción que provocó su fallecimiento: ¿cómo podía un artista estar en la plenitud de su capacidad en el momento de su muerte? Pero en mucho de lo que se dijo tras la noticia también se detecta la sensación de estar frente a un hecho histórico: el fallecimiento de uno de los miembros más notables de una generación dorada confirma que, por mucho que nos queramos aferrar a ellos, nos están abandonando a toda velocidad.

Lou Reed, Joe Cocker, el Jack Bruce de Cream, el bueno de Lemmy Kilmister: las columnas de obituarios de las revistas de rock están llenas a reventar. De entre todos, Bowie fue el que de forma más espectacular encarnó las maravillas de una época que llegó justo a tiempo para sus 20 años, el que mejor representó la capacidad que unas pocas personas tuvieron para abrir puertas que otros, más viejos y conservadores, habían insistido en dejar cerradas.

En la racha de tributos en Twitter que siguieron a su muerte, el del escritor Jon Savage es el que mejor lo describe: lo llamó un “liberador mayor”. Bowie fue un artista capaz de llevar a la gente hacia el futuro, un terreno que él conocía bien. Tan bien como su infinita inventiva para las letras y la música. En sus mejores canciones ya se escuchaba la caótica y cacofónica modernidad en la que aún hoy vivimos, cuando todo eso era nuevo. Desde la gloriosa indecencia de Rebel Rebel hasta los épicos seis minutos de Héroes.

¿De dónde salió todo? Los detalles de los primeros años en la vida de Bowie dicen mucho sobre las circunstancias históricas que lo constituyeron. Nació 17 meses después de que Japón se rindiera. La Segunda Guerra Mundial había definido las vidas de sus padres (su padre sirvió en Europa y en el norte de África). Y ahora, una anécdota curiosa: a pesar de que antes de los 13 años Bowie aprobó un examen que lo habilitaba para estudiar otras cosas, insistió en que lo llevaran a la escuela técnica de Bromley, un lugar pensado para producir ingenieros y artistas comerciales, donde el departamento de arte estaba a cargo de un profesor (padre de Peter Frampton, futuro colaborador de Bowie) capaz de encender la creatividad y curiosidad de sus alumnos.

Más adelante, y tras algunos primeros intentos de seguir una carrera musical, Bowie participó de la revolución creativa que estalló en las escuelas de arte del Reino Unido gracias al proyecto Beckenham Arts Lab y estudió baile y mimo bajo la tutela del coreógrafo Lindsay Kemp. El enriquecimiento relativo de las clases populares y la expansión de la educación estaban ensanchando los horizontes. El conflicto ideológico que se cocía alimentaba la idea de que el arte debía hacer preguntas incómodas: en términos culturales, la Inglaterra de los sombreros de bombín y de las distinciones de clase nunca se había sentido tan vulnerable.

Tal vez más importante que eso, aquellos fueron también los años en que un nuevo sentido de la individualidad reemplazó a la vieja idea de ocupar mansamente el lugar que a cada uno le correspondía entre las masas. Los partidos de izquierda recuerdan este período como una época de revueltas y rebelión pero es igualmente cierto que fueron los años que ampliaron el individualismo moderno, tan querido por la derecha. No hay manera de resolver este conflicto pero, en lo que se refiere a la música y el arte, tampoco importa. Lo que importó entonces fue que, si estabas en el lugar adecuado, todo parecía estar en estado de ebullición. Para unas pocas y extremadamente talentosas personas, el escenario estaba armado.

El auge de los Beatles se entendió como el apartamiento de las viejas jerarquías; los Stones representaron la simple desobediencia. Seis años después de que esos dos grupos alcanzaran su cénit comercial, Bowie encarnaba algo aún más profundo, como lo demuestra el recuerdo aún maravillado de los que lo vieron durante aquella ocasión legendaria en que tocó “Starman” en Top Of The Pops (TOTP). Su forma de expresión personal en aquel programa de televisión fue tan absoluta que puso en cuestión todas las ideas aceptadas, no sólo sobre la sexualidad sino sobre el género. La fecha, no lo olvidemos, era 1972.

Yo era demasiado joven entonces pero recuerdo con claridad otros tres momentos de asombro, también en el programa Top of the pops: Boys Keep Swinging (1979), la increíblemente embriagadora Ashes to Ashes (1980), y hasta la mucho más convencional Let's Dance, que en 1983 pareció llegar al número uno de las listas para no dejarlo nunca (ahora he descubierto que sólo fueron tres semanas). Las sensaciones que provocaban esa canción y su vídeo musical no eran sólo de misterio perturbador. También contagiaban una sensación de posibilidad excitante, capturada en el fragmento que sigue a cada verso, cuando Bowie declama: “If you say run, I'll run with you”. Ni siquiera puedo comenzar a expresar lo que me transmitía, aunque la sentía –y todavía la siento– como una canción realmente potente. Imagino que como pasa con todas las mejores canciones de eso que llamamos la Era del Rock, Bowie era capaz de inspeccionar todos los límites, darle la vuelta a todas las certezas, y decirnos en voz alta: “Hay más que esto”.

Hoy la música rock parece cumplir otra función. Es tan ubicua (¿me creerían si les digo que se puede acceder a ella a cambio de nada?) que o provoca una confortable sensación de seguridad o no significa absolutamente nada. Como lo evidencian el ruidoso regreso del feminismo y la renovada lucha de clases, las antiguas barreras se están reconstruyendo, pero los cantantes y los músicos de hoy no parecen muy capaces de contribuir.

En gran parte, nuestra respuesta a la noticia ha sido de conmoción por la muerte. Pero hay algo más: en todos nuestros recuerdos de este o de aquel momento de epifanía con Bowie hay también un duelo tardío por un mundo en el que el arte podía romper la normalidad, una idea que ahora parece extrañamente pintoresca.

Cito ahora el coro susurrante de una de sus últimas y más emocionantes canciones: ¿Dónde estamos ahora?. El día en que se supo su muerte, mientras se prolongaban los tributos, la letra que se me venía una y otra vez a la cabeza no había sido escrita por Bowie sino por Morrisey, una de las personas a las que él cambió para siempre: “Sé que ya se terminó / Aún me aferro / No sé a qué otro lugar puedo ir”.

Traducción de: Francisco de Zárate

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