Lo que aprendí mientras me hacía el dormido

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Una mañana estaba esperando tranquilamente en mi coche a una compañera, directora de una entidad con la que lideraba un proyecto de manera conjunta.

Llegó unos quince minutos tarde, algo inusual en ella. Entró en el coche, cerró la puerta…y directamente, rompió a llorar desconsolada.

Me sorprendí mucho; era una de las personas más fuerte que he conocido, pero no dije nada. Solo estuve ahí, acompañando su emoción en silencio.

Después de unos minutos, entre lágrimas me dijo:

— No puedo más Paco, me va a dar un ataque al corazón.

Guardé de nuevo un momento de silencio y le respondí con suavidad:

— ¿Sabes qué le dirán a la siguiente directora que contraten?

Ella me miró, confundida, no esperaba esta pregunta; esperaba consuelo en una frase amable, esperaba algo más típico, como “tranquila, no pasa nada, esto también pasará”

— ¿Qué le dirán?, me preguntó.

— Que se lo tome con mucha tranquilidad, porque a la anterior directora le dio un ataque al corazón.

Hubo un instante de silencio, y después una carcajada. Primero tímida, luego contagiosa. 

Acabamos riendo a carcajadas ambos, liberando tensión, rompiendo el peso del “no puedo más”.

Y ahí lo vi claro: a veces, lo más sanador no es seguir corriendo para llegar…sino parar para llegar mejor.

¿Sabes? Yo he estado ahí muchas veces a lo largo de estos años. En ese lugar de exigencia personal y profesional constante, donde sientes que, si te detienes, todo se para y algo se rompe. Pero en plena gestión de la pandemia, por mucho que estaba dando el máximo, todo se rompió igual…solo que conmigo dentro. Y fue entonces, cuando me caí del todo, que aprendí lo que nunca aún había entendido de verdad: parar no es rendirse, es coger un soplo de aire fresco, es empezar a vivir de nuevo.

Hace unos meses, recordé está conversación mientras estaba tirado en la playa. Había madrugado, caminado un buen rato por la orilla, y después me acomodé en mi silla de playa, sintiendo como mis pies disfrutaban del tacto con la arena, con un libro de Ken Follett —uno de mis autores favoritos—, sin cobertura casi todo el día, solo el sonido del mar, el olor a sal, el calor suave del sol, mi persona favorita a mi lado y la sensación de estar exactamente donde tenía que estar.

Recordando lo vivido con mi amiga, me vino a la mente algo que le había escuchado a un buen amigo psicólogo en una de sus motivadoras conferencias: “Uno de los mayores actos de creatividad es tirarse a la bartola”.

Al principio me sonó a broma, pero con el tiempo lo he entendido: la creatividad, la claridad, la conexión… no aparecen cuando hacemos que la mente se esfuerce, sino cuando la soltamos. Cuando dejamos que se aburra, que divague, que respire, que fluya, tal como describe Mihály Csikszentmihályi en su teoría del flow. En ese estado de concentración plena y disfrute, la mente se abre a nuevas ideas, a la claridad y a la creatividad, encontrando un equilibrio entre desafío y habilidad que nos permite avanzar con más eficacia, sin forzar el proceso, sino disfrutando del mismo.

Ese día en la playa, entre olas y páginas, me descubrí haciéndome el dormido… y entendí que, en realidad, estaba más despierto que nunca. Porque en ese silencio, en esa pausa voluntaria, escuché algo que no había escuchado hacía mucho tiempo: mi propia voz.

En ese momento de pausa y claridad, me vino a la mente una canción que siempre me ha inspirado: dentro del álbum Lo que te conté mientras te hacías la dormida, de la Oreja de Van Gogh, la canción Un Mundo Mejor. La reflexión que una y otra vez me inspira la letra de esta canción es que, incluso cuando todo parece avanzar sin pausa, sigue siendo posible detenerse y soñar con un lugar más humano. Y quizás ahí, en ese instante de pausa, es donde realmente empieza el cambio.

Parar tiene algo de eso… de hacerse el dormido para que la vida pueda susurrarnos al oído lo que no escuchamos cuando corremos.

En entornos de liderazgo, y en la vida diaria, solemos hablar de acción, estrategia, movimiento…, pero nos olvidamos de que toda acción necesita un espacio de descanso y reflexión para tener sentido y ser eficaz. La persona que mejor corre no es la que nunca se detiene, sino la que sabe cuándo parar, y quien entiende que el cuerpo y la mente no son enemigos del tiempo, sino parte del mismo ciclo que lo sostiene. Esta pausa consciente fortalece la creatividad, la claridad y la capacidad de liderar equipos, y nuestra propia vida, con sensibilidad y propósito.

Quizá por eso, ahora, cuando me siento sobrepasado, cierro los ojos y me repito:

— Recuerda Paco, la mejor manera de correr… es parar.

Y no, no hablo de parar para correr más después. 

Hablo de parar de verdad. De no mirar el móvil, de dejar la agenda en silencio, de mirar al mar, una pared, el techo…o incluso por la ventana sin buscar nada en tu mirada. 

Solo ser…solo estar…, dejar que los ojos y la mente vaguen, que los pensamientos fluyan, respirar y sentir el momento, dejar que la vida te alcance mientras permaneces presente. Ese es el verdadero descanso del alma, el que no busca resultados, solo presencia; el instante en que parece que duermes, pero en realidad estás despertando.

Hoy sé que uno de los actos más valientes de cualquier líder, de cualquier persona, es atreverse a parar. Porque solo cuando paramos, dejamos de reaccionar en automático y empezamos a sentir. Solo cuando paramos, dejamos de empujar la vida… y dejamos que la vida nos empuje un poco a nosotros.

Lo que aprendí mientras me hacía el dormido fue, en el fondo, algo muy simple:

Que a veces hay que dejar de correr para volver a avanzar.

Y que la lucidez, la creatividad y la calma llegan justo después del silencio.

Así que, si sientes que no puedes más…haz una pausa. Haz como que te duermes.

Quizá, como me pasó a mí, descubras que es justo ahí donde empiezas a despertar.