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Un diablillo obediente y divertido

Juan Capote

Mis padres decidieron regalarme otro cánido cuando murió de viejo Miqui, el perrito coetáneo del Drake, el cual solía pedir algún resto de nuestro almuerzo levantándose sobre las patas traseras para ejecutar una especie de baile con las anteriores. Aquel nuevo pequeño y peludo oso, de color blanco y sin rabo, pasó a llamarse, en un alarde de falta de originalidad, Yogui, tal como yo pedí.

Como todos los chuchos, era inteligente y un magnífico compañero de juego. El pobre solo tenía un problema: la falta absoluta de vértebras caudales hacía que tuviéramos que cortarle periódicamente el mechón de pelo que las suplantaba, para evitar el empegostamiento de sus heces cuando defecaba con insuficiente solidez.

Era un diablillo obediente y divertido, que me acompañó muchas veces en mis recorridos de preadolescente, mientras se creaba entre nosotros un vínculo de cariñosa camaradería.

Por aquella época nos trasladamos de la casona de mi abuela a un amplio piso, vivienda mucho más fácil de mantener, a la cual Yogui no tardó en adaptarse debido a su pequeño tamaño. Lo sacábamos dos veces al día a la calle, normalmente una yo y otra Antonio Tostonera, relevante personaje de Santa Cruz de La Palma, quien, por desgracia, murió diez años después, cuando aún era joven.

Antonio y sus hermanos sobrevivieron al derrumbe de la cueva que sepultó a sus progenitores. Como consecuencia, el Ayuntamiento capitalino, antes de enviarlo al reformatorio, designó entre los ciudadanos, voluntarios imagino, tutores para cada uno de ellos. De esa manera entró en mi familia, aunque la relación no se intensificaría hasta que, después de un periodo en la institución educativa, volvió a Santa Cruz de La Palma. Mi padre le compró una caja de limpiabotas y, a costa de unos cuantos calcetines manchados, le enseñó un oficio que él solo había conocido desde la posición de cliente… Por la mañana y la por noche, cambiaba esa dedicación por la de maletero en los buques de pasaje que atracaban con cierta frecuencia. Todo ello le permitía vivir en una pensión, pero gran parte del tiempo libre se lo pasaba en mi casa donde comía, paseaba el perro y rezaba el rosario, entre otras cosas.

Antonio decidió que éramos sus parientes y, con todo nuestro gustoso conocimiento, adoptó el apellido de mi padre y empezó a llamarnos, papá, mamá, hermano, hermana, e incluso se buscó una prima, Carmen Nieves Barreda, quien no tardó en convencerlo de que había heredado el asma de mi madre. Debido a esto, durante un tiempo, con mucho orgullo, usaba públicamente un inhalador vacío para remediar ese mal.

Sobre Antonio, ese entrañable y noble personaje, se podía escribir un libro. Algún día me gustaría poner todo mi cariño en eso, pero en esta historia lo que viene a cuento es su relación con el perro. Una noche Yogui, al que habíamos dejado suelto junto a la puerta trasera, apareció con una herida considerable en el vientre, producto de una agresión por parte de un perro cazador, notablemente más grande que él. Yogui no aparentaba un estado decadente por lo que decidimos curarlo como pudimos y, toda vez que en aquella época no había clínicas que trabajaran veinticuatro horas, llevarlo al veterinario al día siguiente. Por la mañana, antes de lo acostumbrado y con un semblante más serio de lo habitual, estaba Antonio en casa. Me crucé con él y, cuando fui al cuarto donde dormía el perro, me dijo: “No vayas. No está”. “¿Y dónde está?”, le pregunté. “No está”. Comprendí y luego supe que él, oliéndose el percal, había venido de madrugada y, al comprobar que Yogui estaba muerto, lo metió en un saco lastrado para posteriormente lanzarlo a la marea.

Mi sangre de adolescente hirvió de inmediato y cogí un palo para cargarme al otro perro, pero Antonio me estaba bloqueando la puerta trasera. Me paró sin violencia, quitándome el madero de las manos. Yo tardaría mucho tiempo en leer a Howard Gardner, pero desde aquel momento fui consciente de que la inteligencia es múltiple y que no todos la expresan de la misma manera.

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