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Pequeños comercios se reconvierten para sobrevivir como locales de reparto de la gran distribución

Víctor Honorato

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La ferretería Torres de Carabanchel echó a andar en 1959 vendiendo tornillos en una calle estrecha de aceras mínimas. Con los años se especializó en bombillas, focos e iluminación en general, pero el cartel se mantuvo, por tradición. Se trata de un comercio de los de toda la vida, de trato cercano y cortesía clásica, regentado por tres generaciones de una familia y en el que sigue despachando ocasionalmente Alberto Torres, de 80 años. “Cuando usted quiera señora, y felices fiestas”, despedía estas navidades don Alberto a las clientas, efusivo, tras atiborrarlas de folletos del último producto en boga: un foco portátil que se carga con energía del sol. 

La tienda de Torres sigue resistiendo frente a las grandes superficies y las plataformas electrónicas, pero como otros comercios históricos ha tenido que pactar con el ‘enemigo’: todos los días llegan y salen de allí decenas de paquetes, repartidores y vecinos que vienen a recoger sus productos online, porque Torres es un punto de entrega de varios proveedores. “Nos conviene mucho porque así nos conocen más”, explica Rosana Torres, hija de Alberto, que enumera la lista de empresas con las que trabajan: DHL, Seur, Wish, GLS. “Y ahora empezamos con Inpost, que antes era Mondial Relay”, detalla.

Con mayor o menor entusiasmo, decenas de comercios madrileños han optado por este tipo de desdoblamiento del negocio original: toca adaptarse o desaparecer. Las empresas favorecen este sistema, rebajando el coste para el comprador, porque se ahorran la entrega a domicilio.

El desembarco de los paquetes no frustra a la familia Torres, en todo caso. También está de cara al público en la tienda Alejandro Sanz Torres, el nieto, que con su madre insiste en que el negocio nunca ha estado en peligro; al contrario, durante el confinamiento de 2020 subieron las ventas, especialmente por las mascarillas, reminiscencias de principios de los 80, cuando la familia también gestionaba una farmacia. Si empezaron a aceptar paquetes fue para reforzar la publicidad, porque el comercio estuvo cerrado unos años hasta 2018, tras el fallecimiento de uno de los hijos del primer Torres. “Atraes clientes, te compran una pila, se enteran de que tenemos un ‘manitas’ [que hace chapuzas a domicilio]”, explica Alberto, que no se moja cuando se le pregunta qué futuro le ve al negocio, si llegará a la cuarta generación. “Solo sé que no sé nada”, bromea.

Pluriactividad por 300 euros y la esperanza de más clientes

En la de Torres son bien recibidos los perros del barrio, que reciben una chuchería al cruzar la puerta. Detalles que mantienen los vínculos vecinales en la era del ensimismamiento. En cuanto a la paquetería en sí, tampoco es un maná. Reporta unos “200 o 300 euros al mes”, calcula Rosana. Al poco, entra una clienta a recoger un paquete. Se llama Valeria. “¿Eres italiana?”, pregunta don Alberto. “No, argentina”, responde. “¡Ah, argentina, argentina!”, celebra el veterano comerciante, congratulatorio, futbolero. La escena se repite con variantes en función del cliente. Iluminación Torres aguanta.

La resistencia del CD

En la Calle Jesús del Valle sobrevive también Diskpol, especializada en la venta de música en formato de CD desde hace ya casi tres décadas. Las pegatinas de servicios de mensajería se acumulan ante la puerta. Desde el interior, la jefa dice no estar para mucha publicidad. El negocio aguanta, pero el futuro es incierto. “Vamos a ver este año”, avanza. Del cliente mitómano, con quien se tiene confianza y con el que se puede hablar con tranquilidad sobre lanzamientos y oportunidades, hasta discutir, si se tercia, no hay quejas. Más compleja es la relación al que viene por su paquete. “Si le dices algo se molesta”.  

Marcos, cristales y reflexiones migratorias

El carácter festivo es menos evidente en otro local con solera, este en Chamberí, con nombre descriptivo: Cristales y Marcos del Barrio, que vende lo que anuncia desde 1984, aunque los tiempos han cambiado en estos 38 años. Por ejemplo, en las circunstancias de los dependientes. “Yo ya no soy de ninguna parte; la integración para mí ha sido eso. Si lo hubiese sabido…”, reflexiona Cecilia Guamán, de 52 años, que llegó de Ecuador hace 17. En la tienda se empezaron a recoger paquetes de empresas de reparto hace cuatro meses, pero Cecilia no ve ninguna panacea ahí. “No da nada, 30 céntimos por paquete”, cuenta. Además, se expone a reprimendas que no le corresponden. “¿Y si viene mojado, o roto, y me piden una hoja de reclamación?”, se pregunta. Pero una compañera había trabajado anteriormente para GLS y animó a los jefes a probar suerte.

Entre los cristales y marcos anda también Felipe Mendoza, de 58 años, que acumula trienios en el establecimiento e insiste en que Chamberí “es el mejor barrio de Madrid”, donde más gente sale a tomar algo por las noches –aunque a los vecinos que aspiran a dormir no les entusiasme el detalle– y cuya mezcla de viejo y nuevo se evidencia en las dos personas que entran en la tienda durante la charla: un hombre mayor, oriundo de Lugo, que pasa frecuentemente a saludar (“está jubilado y no tiene qué hacer”, explica Mendoza), y otro joven, que no acaba de fiarse de que la dirección que lee en su teléfono sea la correcta y pregunta: “¿Puede ser que aquí dejen paquetes?”.