Comer en bares y restaurantes de Malasaña, además de otros apuntes gastronómicos.
Por Lu
Este verano ha hecho un calor de mil demonios, mil demonios recién salidos del averno, humeantes, rojos, sudorosos… este verano, en Madrid, ha sido un verano infernal. Por eso necesitábamos beber, hemos bebido mucha agua, la mejor del mundo, la de Madrid; los tópicos son reconfortantes, sin duda, se siente uno seguro dentro de sus frases hechas, sin incertidumbre, con todo masticado, sin necesidad de pensar. Pero también hemos bebido algo de alcohol, no mucho, porque nuestros cuerpos ya no están para lo que estaban y menos cuando nos convertimos en seres cuyos poros transpiran sin su consentimiento mucho más de lo que uno quisiera. En ese momento en que el cuerpo va por su cuenta y su piel suda sin parar y el corazón late a un ritmo mucho mayor del deseado, ese momento de hiperventilar es el adecuado para comerse un helado de tres plantas, sacar a pasear un split de aire acondicionado —cual perro ciberpunk—, beberse un batido en copa XXXL, tirarse por la ventana o, también, darse a la bebida, ese fue nuestro caso. Un poco de música para la ocasión.
Sí, nosotros fuimos a darnos a la bebida al 1862 Dry Bar. Dicen que lo de 1862 viene de que el edificio donde se encuentra se construyó en dicha fecha y, además, coincide con el año de publicación de la Jerry Thomas’ Bartenders guide: How to mix drinks, así que el relato está bien construido. Sobre lo de Dry Bar, puedo pensar en la Ley Seca y en los bares que no ofrecían alcohol pero sí, como la manzana de Magritte. Pero, aparte de lo obvio, dry bar tiene más significados, por ejemplo, en oposición a un wet bar el dry bar es seco, no tiene partes húmedas, es decir, es una barra sin fregadero. Pero, no se vayan todavía, aún hay más, un dry bar también es un tipo de peluquería que no entiendo muy bien de qué va. Así que nada, esperemos que este establecimiento esté vinculado al primer significado, pues que no tenga fregadero sería un problema —sanitario—, y si fuera una peluquería no estaría mal, pero yo he venido aquí a hablar de mi libro, es decir, de la gastronomía y del bebercio, bueno, en este caso, de lo último.
Vamos a lo nuestro, la decoración del lugar es bonita, sofisticada, cuidada, ¡me gusta! Tiene un gran espejo para dar amplitud y aires antiguos, parece un espejo recién salido de un palacio por su tamaño y su pan de oro, lujoso a la par que sencillo, sin grandes ni rebuscados adornos. En las paredes han puesto paneles forrados de tela jacquard que también le aportan un aire distinguido y palaciego al lugar. Las luces, por su parte, dan un toque de modernidad, también elegante, con unas arañas adaptadas a los tiempos, focos minimalistas colgantes y luz amarilla retroiluminando las botellas, muy al estilo neoyorkino. Por otra parte, completan la decoración diversas antigüedades, un reloj de pared, numerosas cocteleras ¡y hasta un samovar! Además, el local tiene una planta baja que no visitamos así que no os puedo hablar de ella, no tenía ganas de bajar las escaleras, hacía calor; un sótano con calor puede convertirse en una trampa mortal o sauna y no estábamos precisamente para saunas, por muy sanas que sean para los demonios que las aguantan.
Los precios de los cócteles son de lo más comedidos, entre 9 y 10 €, por no decir populares, teniendo en cuenta que son cócteles que llevan alcoholes de marca e ingredientes frescos, los alquileres en la zona no son precisamente baratos y el establecimiento se ha encontrado entre los mejores 50 bares del mundo, ¡en el número 84!. Esta información, para los seres humanos a los que las matemáticas no se nos dan muy bien, es todo un galimatías pero, bueno, parece que tienen una lista de extranjis donde añaden 50 a los 50. Por otra parte, tienen una amplia selección de cócteles tanto de autor como clásicos (metropolitan, negroni, bloody mary, etc.) o sin alcohol ¡para todos los gustos!
Fuimos dos veces a esta coctelería, en la primera, M. pidió un Siempreverde, compuesto por ron estilo británico, chartreuse, albahaca, limón, pepino y soda. El ron estilo británico, por lo visto, es un ron con más cuerpo, más oscurono, también porque le añaden el dunder o vinaza, que es el depósito que queda en el alambique tras la destilación, para darle más vidilla. El chartreuse, por su parte, es un licor en el que 130 hierbas y productos botánicos se maceran en aguardiente de uva o de remolacha, si es chartreuse verde (por la clorofila) en el primero y si es amarillo (por el azafrán) en el segundo. Aquí me imagino que habrán utilizado el verde. La denominación de este licor deriva de «cartujo» pues fueron estos, en los Alpes, los que supuestamente inventaron este licor y han ido transmitiendo la receta con el máximo secretismo —algo propio siempre de la religión y sus cositas— a lo largo de los años. Y, bueno, el resto de ingredientes son conocidos, no me voy a poner a explicarlos. En cualquier caso, es un cóctel muy refrescante, clorofílico, ligero, a pesar del ron fuertecito, alegre, despreocupado, como si corrieras en pelota por un prado verde reverde, todo florecido recido, un cóctel freshhhcón. Venía en vaso de tubo de esos que tanto gustan a algunos seres extraños. Rico y refrescante.
Yo, por mi parte, escojo el Dragón amarillo by Santos, que dice ser tequila infusionado con ají amarillo picante, pomelo, fruta de la pasión y espuma de albaricoque. Santos es la coctelería Santos y Desamparados creada por el propietario de esta coctelería, Alberto Martínez, en asociación con otro Alberto —los Albertos son dados a asociarse, es curioso—, en este caso Villarroel. Este cóctel es denso, intenso, cosmopolita, sedoso y dulce-picante. El ají te queda en la nariz mientras la espuma de albaricoque aplaca, con su ligera acidez y dulzor y su textura —tipo cappuccino bien hecho—, lo anterior, el pomelo también se siente a lo lejos, como esos caballos blancos que ves en la playa, en los anuncios, y que no sabes a dónde van pero siempre están yendo hacia algún lado, así como la fruta de la pasión. La copa perfecta, el cóctel estupendo, es un dragón amarillo algo rabioso, por la espuma, ligeramente ardiente y un tantito meloso. Un dragoncito ¡¡¡delicioso!!!
En la siguiente ocasión, M. elige un sherry cobbler, que se define del siguiente modo: jerez (oloroso y cream), naranja y frambuesa (y arándano). El oloroso ya sabemos qué es, el cream es un vino que deriva de mezclar un vino seco de Jerez con uno dulce, tipo un Pedro Ximénez, y la naranja y la frambuesa son frutas, por si estamos algo despistados. Aunque hay teorías que dicen que el origen de la familia coctelera denominada «cobblers», en la que se incluye cualquier bebida que sea una mezcla de vino, agua (hielo) y fruta, se podría deber a un zapatero (cobbler) que hizo no sé cuándo una especie de ponche con cerveza, licores, azúcar y especias yo veo más probable que derive de «cobble together» que significa «juntar apresuradamente o improvisar». En cualquier caso, el sherry cobbler no ha sido un cóctel tan improvisado, pues parece ser que es un símbolo de finales del siglo XIX en EE.UU., por su gran demanda y porque incluía tres ingredientes que tuvieron un papel fundamental en dicha época: el jerez, el hielo y el azúcar. El jerez importado por los pioneros, con impuestos reducidos, resultaba casi más barato que el vino del lugar y por lo tanto se usaba a tutiplén. En esa época se comienza a utilizar el hielo a gran escala, obviamente no producido, sino «recolectado» y guardado en ice houses que eran grandes almacenes, generalmente subterráneos, de hielo, como nuestros pozos de hielo o neveros pero siempre con techo y todo lujo de detalles, a partir de los cuales se distribuía hielo, a lo largo de todo el año, en trenes acondicionados. Y el azúcar, procedente de las colonias caribeñas británicas de las que hablaré más adelante con relación a otro cóctel. Bueno, en resumen, este era un cóctel simpático, ligero de cascos, sin pretensiones, melifluo, al que la naranja en trozos le aportaba vidilla, un cóctel agradable y sencillo, improvisado pero sin improvisar.
Yo elijo el voodoo grog que se describe como mix de rones, lima, pomelo, fruta de la pasión, miel, pimento dram y clara de huevo. El pimento dram se podría traducir como un «trago o un toquecito de pimienta de Jamaica» y, en realidad, es la maceración de dicha pimienta en ron de dicha isla, creando un ron saborizado que emana diversos aromas gracias a que la pimienta de Jamaica es molto particolare y recuerda a nuez moscada, a canela y obviamente a delicada pimienta. Por su parte el grog es una familia de la coctelería en la que se mezcla un licor, inicialmente ron, pero después también kirsch, vodka y otros, con agua. Esto es bien curioso: parece ser que en algunas islas del Caribe (he tenido que emigrar / y trabajar de camarero / lejos lejos de mi hogar) donde, allá en el lejano XVII, los ingleses, con su armada, creaban sus colonias, empezaron a hacer trabajar a esclavos en el campo y se dieron cuenta de que dándoles de beber un poquito de alcohol —no demasiado pues se les podían desmadrar o directamente dormir—, los controlaban mejor. Y, entre otras cosas, les dieron de beber ron, fermentado y destilado de la caña de azúcar, bebida que aparece por primera vez por escrito en Barbados y supuestamente deriva de la palabra «rumbullion» (gran tumulto), de ahí «rum» y de ahí «ron». Siguiendo con la Marina Real Británica y sus «viajes», a un cierto punto, un oficial llamado Edward Vernon, ya en el siglo XVIII, decidió sustituir la cerveza, de la cual daban una dosis diaria en sus navíos a sus marineros —como a los esclavos, sí—, y parece ser que no les sentaba especialmente pues acababan todas las noches con grandes trifulcas, por una dosis de ron aguado, es decir, ron con una buena cantidad de agua y algo de azúcar para mejorar el sabor, que se llamaría «grog». Si se terciaba también podían darles dos dosis, una al mediodía y otra para irse a mimir y, en muchas ocasiones, se añadía agua caliente (incluso té), limón y todo lo que se les pusiera delante y se les daba no solo como dosis alcohólica del día, para amansar, sino también como medio calefactor y cura frente a resfriados. Era estupendo porque era un placebo tranquilizador, un placebo alcohólico, un placebo médico y un placebo calefactor, ¡todo un invento! Pero, ¿por qué «grog»? Pues, por lo visto, el oficial anteriormente mencionado llevaba siempre una chaqueta de grogram, término inglés que procede del francés gros-grain y se refiere a una tela de seda que en España se llama «gorgorán», según la RAE, y «grogrén» según otros seres humanos y, por eso, al señor le habían puesto el mote de «Old Grog», lo de «old» no sé si por él o por su chaqueta, a saber. Y la consecuencia de tomar esa agradable combinación etílica es quedarse groggy, sí, «grogui», mareado, aturdido, dormido, esa sensación tan agradable cuando andando entre nubes acabas en la camusqui o en el sofá medio atontado y contento. Así que de ahí viene grogui, del grog, qué interesante el mundo de la coctelería y qué bonito es estar grogui; yo me he pasado la mitad de mi vida grogui, y espero seguir así, y sin necesidad de alcohol ni nada. En este caso, el voodoo grog no estaba caliente, pero estaba estupendo, ligeramente dulce, de espuma menos densa que el dragón y muy agradabilis. Pero, ¿y el vudú, de dónde viene? Pues, en realidad, este cóctel, que pertenece a la familia de los «grogs» de toda la vida, supuestamente, con unos ingredientes parecidos a los señalados al inicio, fue inventado por Victor Jules Bergeron, Jr., alias «Trader Vic», creador de una cadena de bares tiki denominada Trader Vic’s —muy original, sí— en los años 30 del siglo pasado. Y, aunque la cultura tiki normalmente está vinculada a la Polinesia y el vudú y el grog remiten al Caribe, los seres dados a la cultura tiki no se andaban con esas sutilezas y si querían poner vudú y grog que venían del Caribe en un bareto que rendía homenaje a la Polinesia pues lo hacían y se quedaban tan anchos. El caso era poner bambú, paisajes exóticos y vasos en forma de tikis, las típicas esculturas en honor a dioses varios, al primer hombre o, incluso, a ancestros, vamos, esculturas en honor a lo que se les pusiera delante y ya estaba hecho el bar tiki. Lo dejo, sea como sea es un cóctel suave, sabroso, acaramelado, levemente achuchable, ¡muy rico!
En resumen, si quieres darte a los cócteles de calidad a un precio razonable, ¡1862 Dry Bar es el lugar! Amplia variedad de cócteles, decoración sofisticada y ambiente relajado, gustos para todo tipo de seres y nada de dolores de cabeza, te vas con buen sabor de boca.
El 1862 Dry Bar se encuentra en calle Pez n.º 27.
0