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Postales de Madrid en agosto
¿Y si una ciudad fuese un mundo?

Fachada de un edificio del centro de Madrid durante las fiestas de San Lorenzo.

Guillermo Hormigo

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Hay un pasodoble de la comparsa del Carnaval de Cádiz Los Irracionales, con letra y música de Jesús Bienvenido, que empieza así: “Una ciudad es un trocito del papel de un mapa / donde el destino decide que debes nacer”. Claro que para quienes no vinimos al mundo en Madrid (es decir, para los madrileños) esta definición no acaba de encajar. ¿Qué es, entonces?

Recuerdo la tarde en la que, de repente, Madrid pasó de ser el escenario principal del telediario a un posible. Salía del instituto en Algeciras, pero era prácticamente verano, o al menos hacía sol, o lo recuerdo así porque esta sección iba también de lo estival y no solo sobre esta ciudad. A mi hermano mayor, que por entonces vivía en Sevilla, le acababa de salir un trabajo en Madrid.

Meses después comprobé que el doble grado que me interesaba solo estaba disponible en la capital de Andalucía o la de España. Lo tuve claro y conté con el apoyo de un padre y una madre a quienes el dinero no les sobraba, pero el apoyo incondicional a su hijo pequeño les pudo. Las salidas profesionales en el epicentro de la comunicación, el cine y el periodismo eran la excusa. Las ganas de ir lejos, a otro mundo, la razón. Eso era para mí Madrid cuando la pisé para quedarme: un mundo.

Cuando llegué aquí habría dicho que Madrid es una ciudad sin guasa, con poca ironía, que se toma demasiado en serio, un poquito saboría. Cómo olvidar la primera vez que expliqué este concepto, muy utilizado en el sur de España para designar a una persona sin demasiado sentido del humor, a un madrileño (por aquel entonces yo no lo era). Apenas llevaba unos meses en la ciudad pero mi mundo ya se había transformado en otro. Nuevos amigos en la carrera, luego en otras esferas de la universidad, más tarde a través de Internet en una existencia digital que en mi caso siempre ha estado vinculada a la afición por el cine, a las conversaciones en el Cine Doré de Filmoteca.

Porque Madrid también es en mi caso la constatación física de una existencia o identidad virtual que empecé a desarrollar cuando llegué a ella para estudiar. No fue hasta mi traslado a la ciudad que creé una cuenta en Twitter. Tenía ya 17 años, pero no me atreví a hacerlo antes. En parte por mi empeño en ser el hijo ejemplar que se concentra en los estudios, en parte porque no acababa de entender un funcionamiento que ahora he interiorizado como el respirar dióxido de carbono por Gran Vía. Luego las relaciones de la pantalla se entremezclaron con las amistades tangibles, si es que alguna vez han sido dos compartimentos separados.

Paralelamente, un piso de estudiantes en Ciudad Lineal se fue convirtiendo en un hogar. Un alquiler para unos meses transformado en la relación más duradera de mi vida. Una amistad entre tres amigos, alguno más después de varias mudanzas, a prueba de platos apilados en el fregadero, derrotas en los juegos de mesa o subidas de la cuota mensual. Un Madrid de Huelva a Buenos Aires con parada en Pontevedra.

Precisamente de la vivienda va mi apuesta visual. Revisando la galería en busca de la instantánea que ilustre esta postal veraniega, encuentro una foto que tomé solo unos días atrás, caminando por el centro con uno de esos amigos que hace tiempo que dejaron de ser virtuales. Íbamos a la Plaza de la Paja para echar la noche en las fiestas de San Lorenzo. Pese a que ya son unos cuantos veranos urbanos en Madrid, era una de mis primeras veces en las verbenas de agosto. De repente, nos topamos en un balcón con la imagen que encabeza este artículo: una alerta en forma de cartel sobre un piso turístico ilegal en el inmueble de arriba. Por la ventana de ambas plantas sale luz, aunque en la supuesta Vivienda de Uso Turístico es apenas una fuente lumínica de color verde extrema derecha (¿lo de Esperanza iba por Aguirre?).

Pienso en el último Madrid que he descubierto, una ciudad que no es un planeta, sino dos mundos a punto de colisionar. Madrid contra Madrid. Uno que drena la ciudad a base de cemento, terrazas y desregulación. Un lugar donde la libertad se paga mientras la libertad para protestar o aspirar a una residencia (en todos los sentidos del término) se paga caro. Donde la cultura se reduce al capital y la amistad al capital humano.

Pero también un Madrid que no se cansa de pelear con todo en contra por unos barrios donde se respire mejor, unas universidades más democráticas, una sanidad robusta, un patrimonio que conservar a toda costa, unas instituciones culturales con las que no se mercadee y unas calles donde ser libres e iguales. No es una tensión exclusiva de esta ciudad, ni mucho menos, pero quizá en pocos sitios se aprecia tan claramente que este contrapeso va perdiendo. Y eso hace de su resistencia algo todavía más clandestino, más digno y más bello. Algo que merece especialmente ser contado.

El pasodoble de Los Irracionales, que como es de recibo se revela en un gran piropo a Cádiz, deja otros versos preciosos conforme avanza. Por ejemplo estos: “Una ciudad es como una esquinita / dentro de un barrio que hay en el alma / una ciudad es como la espinita / clavada en el fondo de tu corazón”. Madrid es un poco eso, una espina con la que tarde tras tarde nos atragantamos, que nos asfixia de calor y nos ahoga de contaminación. Nos duele porque se duele. Porque la han convertido en irracional, en irracionales a quienes queremos soportarla y podemos permitírnoslo. O quizá es que ese rincón de nuestro alma no es tanto la urbe como las personas, los lugares y las cosas que la integran. Es decir, todos los mundos que caben en ella. Y en Madrid son unos cuantos.

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