La Cartagena de 'El año del descubrimiento': 15.000 empleos destruidos por la reconversión industrial y un parlamento incendiado

“Era como estar en una guerra. Te ibas acercando y la policía te disparaba pelotas de goma y botes de humo. No he pasado más miedo en toda mi vida”. En la acera situada junto al edificio de la Asamblea regional, José Ibarra, trabajador de la antigua Bazán, sindicalista de Comisiones Obreras y una de las caras visibles en la galardonada película El año del descubrimiento, abarca con su mirada la amplitud del Paseo Alfonso XIII de Cartagena. Aprecia con un fondo de nostalgia el tránsito de tiempo incesante que hay en los lugares, su volatilidad, la contraposición entre el flujo apaciguado del tráfico y los peatones que ahora surcan las calles y el altercado violento y tumultuoso que tuvo lugar justo aquí, en la mañana del 3 de febrero de 1992, como una desembocadura trágica de la progresiva escalada de tensión que vivió la población de la ciudad ante la reconversión industrial planteada por el Gobierno de España.

Aquella mañana, en apariencia idéntica a las demás, Ibarra y otros casi dos mil compañeros cumplían su turno de trabajo en Bazán. Desde noviembre, la empresa se encontraba sumida en un complejo proceso de regulación de empleo que dejó temporalmente en la calle a cientos de empleados que, cada día, se manifestaban y pedían explicaciones frente al parlamento, pese al silencio de los dirigentes. Pero ese 3 de febrero corrió la voz en los astilleros de que la policía estaba arremetiendo violentamente contra los manifestantes a base de pelotazos de goma y duros golpes con porras. Todos en Bazán salieron rumbo al parlamento como una masa humana para defenderlos y unirse a la protesta. Cuando llegaron allí, no tuvieron apenas tiempo para reaccionar. “Estábamos en un frente de guerra. Si nos movíamos hacia delante, la policía retrocedía, y si era la policía la que avanzaba, nosotros nos echábamos atrás. Alrededor caían al suelo semáforos, farolas, ardían coches y contenedores, y de un lado y de otro se escuchaban sirenas de ambulancias o de policía”. “Duró toda la mañana”, cuenta Ibarra, “hasta que, a primera hora de la tarde, dieron la orden de disolver a la policía del parlamento para calmar los ánimos. Entonces sucedió lo inesperado. Alguien aprovechó el momento de quietud para lanzar un cóctel molotov que reventó el cristal de una de las ventanas e incendió la sala de prensa de la Asamblea”. Aquella misma noche, los telediarios abrieron con el incendio. Al día siguiente, la prensa nacional, con El País a la cabeza, recogió en su portada la desoladora fotografía, con el edificio envuelto en un humo muy denso y oscuro.

En El año del descubrimiento, una mujer prepara la comida y friega los platos alumbrada por una luz fría de reflector en la cocina de un bar de Cartagena, y escucha el rumor de fondo de las múltiples conversaciones de los clientes. Mientras ella cocina, en el bar hay una confluencia de caras, una mezcla apasionante de vidas y de experiencias que quiebran la lógica del tiempo. Cada testimonio es la posibilidad tangible no solo de un diálogo entre las sucesivas generaciones, sino también de una alianza común de desconocidos, de trabajadores de a pie, de un recorrido temporal aparentemente centrado en la recreación de ese momento, febrero de 1992, que sin embargo abarca varias décadas de la historia de España, desde principios de la guerra y del franquismo hasta sus consecuencias políticas y económicas más directas y feroces.

La España de las dos realidades

“Cartagena era una ciudad muy de izquierdas. En las elecciones municipales del año 79 se saca el mismo resultado que en las republicanas del 36, antes de la guerra. El PSOE dominaba incontestablemente la Región y la ciudad”, explica Ibarra con un fondo de orgullo en el metal de su voz. En el año 82, con la victoria del PSOE en las generales, muchos demócratas, los padres y los abuelos de la mayoría de los que arrojan su experiencia en la película, seguían conservando algunos de sus sueños más audaces interrumpidos por la dictadura. Con el paso de los sucesivos gobiernos socialistas, se proporcionó a la ciudadanía la legalidad, el laicismo y la educación y sanidad públicas que tanto ansiaba. Pero mientras los socialistas en el poder dedicaron toda su maquinaria y astucia publicitaria a vender que la festividad y la eficacia de los Juegos Olímpicos y la Exposición Universal de 1992 iban a constituir las pruebas irrefutables de la modernización de España, a finales de 1991 se cernía sobre Cartagena la sombra amenazante del posible cierre de varias de sus factorías más antiguas, fruto de las complejas directrices que la Comunidad Económica Europea ordenó al país.

Ahora, al tiempo que camina y recorre por Cartagena los lugares clave de aquella reconversión industrial, Ibarra rememora cómo llegó la ciudad a una crisis sistémica de tal nefasta repercusión. “Las reconversiones industriales se plantean de forma económica, pero se resuelven de forma política”, afirma. A principios de los noventa, Bazán, la empresa pública de construcciones navales con sedes en Cartagena, Ferrol y San Fernando, presentaba muy poca carga de trabajo, de modo que el Gobierno decidió aplicar una drástica reducción de plantilla mediante un Expediente de Regulación de Empleo. Sin embargo, lo hizo exclusivamente en Cartagena. “En Galicia gobernaba Manuel Fraga, del PP, con quien no quería enfrentarse el PSOE, y la diputada de Cádiz era Carmen Romero, la esposa de Felipe González. Nuestra única protección política era Carlos Collado, pero él no pintaba nada en Madrid, la Región no tenía peso político en la capital”, sentencia Ibarra.

La fundición de plomo Peñarroya y tres factorías de fertilizantes también se vieron afectadas por la reconversión, aunque por distintas circunstancias a Bazán: Peñarroya se vendió a una multinacional francoalemana, y las fertilizantes, Fesa, Enfersa y Asur, que eran públicas, fueron privatizadas y traspasadas al grupo Kio. “Tras la quema de la Asamblea, la situación de Bazán se solucionó, porque dos semanas después el Gobierno encargó reparar seis buques cazaminas”, cuenta Ibarra. “Pero Peñarroya, por ejemplo, cerró definitivamente en el 92. Todos los empleados fueron despedidos. Y las fertilizantes dejaron de pagar los sueldos de su plantilla durante meses. Todos nos manifestábamos casi cada día”.

Peñarroya: un muladar abandonado

Basta alejarse un poco de los últimos límites de Cartagena e ir más allá de las rectas de las carreteras para encontrarse en otra ciudad, en una tierra de desiertos y ruinas baldías a las faldas de la sierra. Al margen de la geografía urbana del asfalto, la antigua fundición de Peñarroya es un muladar de chatarra y de metales pesados, ancho, destruido, como otra ciudad olvidada y perdida, monótona en su penuria. “En total”, calcula Ibarra, mirando el desierto ruinoso y contaminado de la histórica industria, “se perdieron 5.000 empleos directos y 15.000 indirectos. Para una ciudad que tenía 10.000 trabajadores en las empresas industriales importantes perder la mitad es muy duro, y muy importante”. La reconversión industrial damnificó cruelmente la realidad urbana. Con la pérdida del empleo, muchos trabajadores fueron arrastrados a una situación de pobreza y de marginalidad en sus barrios, y Cartagena, cuenta Ibarra, perdió una cantidad considerable de población a lo largo de los noventa, que emigró a Murcia y a otros lugares de España, incluso a Europa. El PSOE, que hasta entonces dominaba electoralmente, no volvió a ganar elección alguna en Cartagena, según Ibarra, “por firme un castigo de la ciudadanía”.

En El año del descubrimiento unas pocas palabras enunciadas con sinceridad ante la cámara bastan para sugerir la intensidad de una pérdida. En la película, todos los pormenores de la vida adquieren una relevancia sagrada, porque las mejores cosas o las más terribles suceden en los instantes cotidianos. A los hombres y las mujeres del bar que hablan y cuentan sus vidas en torno a febrero de 1992 todo les importa y les hiere, porque conocen la necesidad y la penuria, la extenuación del trabajo inseguro y mal pagado, el desarraigo y la pobreza residual de la clase obrera que muy pocas producciones españolas han sido capaces de retratar. José Ibarra, que es uno de ellos, que habló durante tres horas ante la cámara para atestiguar su experiencia y sus ideales, ahora mira hacia el agua y las naves del puerto, hacia los astilleros donde trabajó, como abarcando la extensión de un tiempo irrecuperable que sin embargo no se detiene, que continúa en su rememoración de la lucha social y la dignidad de unos ciudadanos que fueron despojados de un día para otro de sus ingresos. “Las crisis del 92, la del 2008 y la de ahora se produjeron en contextos diferentes. Pero los damnificados son siempre los mismos: la clase trabajadora”.