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De angustias, votos y palabras

La angustia ante el papel en blanco es despiadada y brutal. Una masa monocroma que te reta, sabiéndote vacío de ideas, buscando El Dorado en cualquier resquicio de un cerebro que se come las uñas de puro aburrimiento. Las musas ya no están. Hace tiempo que se fueron con los directores de cine y la promesa de premiers y portadas de revista. Las letras, con menos remuneración y más incertidumbre comercial, ya huelen a naftalina.

Maldices a las lenguas, a los dialectos, a las jergas, a los diccionarios, a los árabes que parieron a las jarchas y al romanticismo golondrínico de Bécquer. La riqueza de vocabulario no es más que un desguace semántico inútil. Te acuerdas, entonces, de aquella libreta que te compraste en El Rastro una mañana con el espíritu periodístico subido. Porque ibas a anotar todas las ocurrencias que te asaltaran para convertirlas en artículos brillantes. O, quizá, porque te daba un toque bohemio. Sí, definitivamente, fue por esto último.

Ya no queda veta de la mesa que no hayas escrutado, y los minutos se te echan encima y te contracturan los hombros y el ingenio. Te lanzas a la búsqueda de noticias que te provoquen. Algo que te indigne lo suficiente como para que tus dedos, alfiles a la espera de órdenes, empiecen a moverse a ritmo de vals por el teclado. Quizá es esto último el problema. Si tu ‘Personal Computer’ fuera una Olivetti, las palabras sobrevendrían prestas, sólo para admirar tan exquisito artilugio. Y ahí, atolondradas en medio del éxtasis sensorial, las cazarías.

“Ah, las palabras”, escribe Luis Landero en ‘El Balcón en Invierno’. “El milagro de la portentosa fecundidad entre las palabras y las cosas… A veces ocurría que me enamoraba perdidamente de una palabra hasta entonces desconocida y durante varios o muchos días vivíamos un amor turbulento, excluyente, febril, y yo escribía poemas donde esa palabra era la protagonista, la estrella invitada, y las demás hacían de teloneras.”

Las palabras. Tan concretas y tan ambiguas. Tan dependientes de la boca que las habla, de los oídos que las escuchan, de los ojos que las leen.

Las palabras. Esas de las que muchos abusan, enarbolando la bandera del debate y la oratoria.

Y, de repente, de súbito, de sopetón, atolondrado, aturdido, atropellado, te encuentras de frente con la angustia de la indecisión.

Qué malo es no saber por dónde tirar. Pasar del blanco al negro, tontear con el gris perla para decidir después que te casas con el plomo. Pedir el divorcio al día siguiente. Esa indecisión que se envalentona y coge fuerza delante de tus narices mientras tú, desarmado, vuelves la cabeza y te haces el sueco.

“La juventud va a tener un papel decisivo”, dicen. Y desearías que las opciones te mirasen desde una vitrina en el agosto murciano del 98. Que se llamasen limón, nata, chocolate belga y sorbete de fresa. Que no las tuvieras subidas a la chepa. Ahí, con todo su peso, obligándote a elegir. Porque, si no eliges, o si eliges mal, entonces chaval, estás decepcionando a la democracia y estás desperdiciando la oportunidad de cambio.

Pero a ti esos conceptos se te escapan, te llenan la mesa de papeletas color salmón, impresas con nombres propios que tendrán hijos, facturas de la luz y casas con armarios empotrados, pero que a ti te suenan a desconocido.

Te convences de la intrascendencia de tu voto y dejas caer el sobre, displicente. Y esto es lo peor. Votar sin ganas, sin conocimiento, sin ilusión. Porque entonces, amigo, ya nos han derrotado.

La angustia ante el papel en blanco es despiadada y brutal.

La angustia ante el voto, ésta es sólo triste.

 

La angustia ante el papel en blanco es despiadada y brutal. Una masa monocroma que te reta, sabiéndote vacío de ideas, buscando El Dorado en cualquier resquicio de un cerebro que se come las uñas de puro aburrimiento. Las musas ya no están. Hace tiempo que se fueron con los directores de cine y la promesa de premiers y portadas de revista. Las letras, con menos remuneración y más incertidumbre comercial, ya huelen a naftalina.

Maldices a las lenguas, a los dialectos, a las jergas, a los diccionarios, a los árabes que parieron a las jarchas y al romanticismo golondrínico de Bécquer. La riqueza de vocabulario no es más que un desguace semántico inútil. Te acuerdas, entonces, de aquella libreta que te compraste en El Rastro una mañana con el espíritu periodístico subido. Porque ibas a anotar todas las ocurrencias que te asaltaran para convertirlas en artículos brillantes. O, quizá, porque te daba un toque bohemio. Sí, definitivamente, fue por esto último.