En varios de los artículos que he publicado en este diario digital exhorto a la reflexión y al diálogo sobre temas espinosos a nivel social advirtiendo que, de lo contrario, corremos el riesgo de “actuar” de forma extemporánea. Se me ha pedido que explique y justifique esta disyuntiva y ese es el propósito del artículo de hoy.
Freud, el creador del psicoanálisis, elaboró un modelo de funcionamiento mental basado en una metáfora hidráulica: hay una energía psíquica finita que fluye por unos caminos o por otros, produciendo efectos. El aparato psíquico busca reducir la tensión que produce la acumulación de esta energía dándole salida. Un modelo simple que refleja este mecanismo es la reacción refleja en la que un pinchazo ocasiona un malestar, un aumento de energía, que se descarga de forma motora al apartarse de la fuente del dolor en un proceso prácticamente automático que no implica al pensamiento.
La fuente del malestar puede ser interna, ocasionada por unos impulsos de naturaleza sexual o agresiva, que buscan la descarga para reducir la tensión psíquica provocada por su acumulación. El sujeto tiene la capacidad (en ocasiones) de demorar la descarga de estos impulsos atendiendo al principio de realidad. No siempre es posible, o conveniente, realizar un acto sexual o agresivo a pesar de que surja el impulso. Cuando el sujeto retiene la descarga se acumula energía en el psiquismo, de manera análoga a como una presa acumula energía al embalsar agua.
El sujeto puede gestionar de diferentes formas la energía psíquica acumulada al oponerse a la tendencia primitiva a la descarga directa. Una de las formas de gestionar esta tensión es canalizarla a través del pensamiento, cargando afectivamente distintas ideas y procesos mentales, distribuyendo la presión entre diferentes opciones cognitivas. Así se reduce la tendencia a la descarga directa, a costa de dejar hiperestimulados determinados contenidos mentales. Algunas ideas pueden hacerse fijas al concentrarse en ellas los impulsos primitivos. Todos hemos tenido la experiencia de dar vueltas a algo en la cabeza, en bucle sin encontrar salida, y de sentir cómo se reduce la tensión al hablar de ello o al encontrar otras opciones mentales que redistribuyen la carga. Pensar y hablar permiten elaborar, descargando la energía psíquica y, en ocasiones, encontrando ideas o soluciones prácticas que permiten dar una salida constructiva a los impulsos primitivos.
Aunque la psicología social no es un calco de la individual, hay muchos procesos que son análogos entre los dos niveles. Un grupo puede funcionar de un modo primitivo, descargando directamente la agresividad de manera indiscriminada en un linchamiento (o quemando contenedores, rompiendo escaparates…). Con una mínima elaboración psíquica, la sociedad puede desplazar su malestar hacia un colectivo determinado y actuar su rechazo mediante un pogromo. Con mayor elaboración todavía, este primitivo proceso de agresión se puede canalizar mediante la palabra. Expresiones como “ca**rse en los moros” son ofensivas y socialmente destructivas, pero ciertamente preferibles a un pogromo. Además, la palabra puede ser confrontada, conduciendo a mayor elaboración y, eventualmente, a soluciones constructivas.
El racismo científico del siglo XIX sustentó la esclavitud y provocó un importante daño social que perdura hasta nuestros días. Sin embargo, al estar expresado en palabra y fundamentado en hechos contrastables o desmentibles científicamente, pudo ser refutado. Nuevas ideas sustituyeron a las antiguas aumentando la elaboración psíquica.
Hoy, el racismo y otros movimientos que la mayoría consideramos socialmente indeseables están invisibilizados por un lenguaje políticamente correcto y no pueden ser confrontados. La repetición machacona de consignas contra estos movimientos no los desactiva, al no establecerse diálogo ni elaboración. Estallidos xenófobos como el Brexit o episodios de violencia callejera son imprevisibles, al no proceder de un discurso público, sino de malestares “subterráneos”. Además, son inevitables si no se produce un diálogo que permita elaborar ese malestar.
Necesitamos activar el diálogo público sobre los monstruos que tenemos en el sótano, sobre temas que una sociedad civilizada cree tener superados pero que en las noches de luna llena resurgen en callejones oscuros, en garitos de mala muerte o en clubes exclusivos y elitistas. Monstruos que seducen a iluminados o a grupos marginales y que pueden propulsar partidos o iniciativas políticas de forma explosiva, pero que pierden su poder con la luz del sol. Si damos voz a la barbarie, la obligamos a pensar y su efervescencia se diluye desactivando su peligrosidad. Es el milagro de la elaboración. El único truco es tener el coraje de mirar al abismo, darnos cuenta de que también nosotros llevamos dentro la barbarie y que apenas controlamos nuestros impulsos sexuales y agresivos con soluciones de compromiso que nos permiten funcionar en sociedad, pero no proponernos como modelos ejemplares.
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