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La pandemia, por fin, liberalizada

Vista cenital de la actual Puerta del Sol, vacía durante la pandemia

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Objetivo cumplido: el sistema ha funcionado y, tras algunas vacilaciones sin apenas convicción, que solo los ingenuos pudieron tomarse en serio, la pandemia ha sido declarada liberalizada y encajada, ortodoxa y triunfalmente, en el canon del pensamiento dominante, neoliberal a la sazón. Por supuesto que hay en el panorama actual ignorantes, despistados e ideólogos de piñón fijo que siguen creyendo en un cambio global (económico, cultural, incluso moral) favorable de la sociedad, y hasta del planeta, con motivo del trauma, supremo e inesperado, de la pandemia producida por el virus de la covid-19; y como consecuencia del reconocimiento (al parecer, súbito y arrepentido) de los errores que arrastrábamos en nuestro confiado e irresponsable caminar. Quienes insisten en esta visión no se enteran, o no se quieren enterar, de lo que está pasando.

Porque la cosa, evidentemente, va por muy otro camino, y no había que ser ningún filósofo de la historia educado en las más prestigiosas universidades alemanas para percibir, al menos, dos realidades concatenadas: que no había (ni hay) la menor intención de prevenir nuevas tragedias pandémicas (ni de otro tipo, por cierto…) y que, lejos, de fustigarse asumiendo sus culpas, el sistema socioeconómico imperante, el capitalismo, aprovecha la ocasión para incrementar su dominio y dogmatismo.

Ante todo, sale triunfante el principio liberal de la primacía de la libertad individual, ese excelso núcleo ideológico generador de soberanía y utilidad personales, así como de progreso y beneficios sociales; un dogma que se impone como referencia idolátrica y vértice de una religión con vocación hegemónica, único camino de salvación y, en consecuencia, inclemente con los herejes. Este núcleo de la libertad y la iniciativa individuales es todo un espejismo, desde luego, pese a su indudable atractivo, ya que lo que viene a proclamar es un “sálvese quien pueda”, que en lenguaje más preciso significa “sálvese quien pueda comprar su salvación”, con lo que el bullicioso conjunto de humanos potencialmente capaces se reduce a las minorías de siempre.

Y como queda realzada esa autonomía, que en el caso pandémico consiste en que el propio individuo decida sobre su comportamiento ante el virus, tanto si se trata de prevención como, sobre todo, si se trata de la propia respuesta activa, la consecuencia, segunda de las que hay que anotar, es que el sistema público de salud debe reducirse y degradarse, ya que su tutela se hace innecesaria para los ciudadanos de espíritu emprendedor, y molesta y gravosa para los que carecen de esa capacidad singular para sobreponerse, por sí mismos, a las adversidades. 

La tercera de estas notas es la desigualdad entre ciudadanos, que se crece ante el estímulo a esa individualidad y las medidas de recorte de la sanidad pública. La desigualdad es el motor del sistema capitalista y obsesión de sus beneficiarios (una tendencia, desde luego, contra natura, pero el liberalismo, político o económico, cree obstinadamente en que puede y debe doblegar a la naturaleza, así que…).

Todo esto desemboca en la exaltación del darwinismo social, aquella derivación de la teoría de Darwin que es en gran medida un producto de la sociedad liberal en su fase y espacio británicos, es decir, hegemónicos, imperialistas y, para entendernos, victorianos. El darwinismo retorna a la ideología liberal otorgándole “cientificidad”, así que la supervivencia de los más fuertes y mejor adaptados a las dificultades y al ambiente se convierte en cuasi ley económica, de efectos políticos inmediatos.

El libre comercio, otro dogma de efectos letales, debe recuperar su esplendor, acallando las cuitas y las observaciones que espíritus demasiado delicados plantearon al principio de la pandemia. Sólo con más comercio y más competencia se resolverán los grandes problemas actuales y futuros, dicen los más mendaces de los voceros liberales empleados en reconducir esta crisis. Y esto debe aplicarse a la reconducción de la crisis producida por la pandemia.

Por supuesto que esta maquinaria triunfante, y más en situación de pandemia, da lugar a daños inevitables (“colaterales”, en la feliz terminología que las guerras tecnológicas nos vienen regalando, sin precisar que producen tantas o más muertes civiles que las de antes), pero son el precio de todo progreso. Así que los millones de muertos extra que el virus se lleva por delante no deben conmover, ni mucho menos, los bien asentados cimientos del sistema que, puesto a prueba una vez más, sale ganador y con renovadas fuerzas.

Este triunfo liberal debe quedar consolidado con el auge del capitalismo en general y de ciertas actividades en particular como, sin ir más lejos, la industria farmacéutica, que se ha puesto las botas imponiendo su voluntad y su ritmo a los gobiernos de todo el mundo, aunque haya sido para producir unas vacunas imperfectas y en gran medida dolosas. Lo importante es que se ha conseguido convertir la pandemia en una gripe, es decir, en una enfermedad periódica y manejable que nos convierte a todos en enfermos crónicos. Solo así este sector, con tanto de diabólico, puede recuperar los esfuerzos financieros empleados en la obtención de vacunas: unos esfuerzos en gran medida cubiertos por los gobiernos, pero esta es otra nota, ciertamente brillante, del (falso) mercado libre, competitivo y anti Estado. Así que esta industria necesita enfermedades incurables, no vacunas eficaces.

Aparte del subidón que la industria farmacéutica ha experimentado, es todo el sector de la sanidad privada el que vive un impulso excepcional, con la múltiple oferta de servicios e infraestructuras que no sólo vienen a ocupar el hueco perverso que dejan los recortes a la sanidad pública, sino que ponen en producción los estímulos al “individuo recrecido”, ese pasmado que cree que lo del “hágaselo usted mismo”, es un avance indiscutible de la sociedad digital.

Además, la sociedad liberal triunfante consigue afilar su impulso autoritario que, aunque quisiera negarlo, con ocultación y cinismo, subyace en su historia y su sistemática. Así, al rechazo intransigente a cualquier corrección a la libertad comercial, esta ideología en el poder lo acompaña con durísimas restricciones para las personas (movimientos, intimidad), que no pueden justificarse sólo por la virulencia de la pandemia sino, en grado nada menor, por evitar que los negocios colapsen. De todas las crisis el capitalismo ha salido reforzado, y siempre ha tenido que recurrir a alguna clase de violencia, rasgo que permanece en su ADN y sin el cual no se habría impuesto al mundo desde el siglo XVI: violencia militar, comercial, política, cultural, religiosa…

Finalmente –y por concentrar en diez novedades el aluvión de desdichas que la pandemia y la pospandemia nos legan– hay que aludir al fiasco científico de la saga de las vacunas ya que, año y medio después de iniciarse el proceso de vacunación llevado a cabo por los poderes públicos, se reconoce que las vacunas conocidas –todas ellas surgidas en la premura y la improvisación, con el respaldo de las agencias de salud oficiales– ni inmunizan ni impiden el contagio a y desde los vacunados, es decir, que hay que considerarlas experimentales: toda una exhibición de la ciencia sin conciencia, típico producto de una maquinaria inhumana, por infame, injusta y falsaria.

(Total -me decía yo, haciendo balance de mis pensares con la ayuda del balanceo fiel de mi mecedora en modo campaña-, que el negocio está en la “cura” del desastre, y más si se hace de modo imperfecto y canalla; nunca en prevenirlo).

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