Uno de los principales problemas que afectan actualmente a la Región de Murcia es la elevada tasa de abandono escolar. Desde mi punto de vista, esta situación responde, fundamentalmente, a dos factores. En primer lugar, a una fuerte path dependence ligada a la historia cultural y educativa del territorio: la región ha mantenido tasas de analfabetismo elevadas hasta fechas relativamente recientes, lo que ha dificultado la consolidación de una cultura educativa sólida y estructural.
En segundo lugar, tras la crisis derivada de la reconversión industrial de 1992 —que culminó simbólicamente con el incendio de la Asamblea Regional—, el Partido Popular apostó por el sector agrario como eje de su crecimiento político —bajo el lema del 'Agua para todos'— y económico, renunciando a una reindustrialización que aún hoy parece temerse. El modelo resultante ha favorecido un sector primario intensivo que, si bien genera empleo, depende en gran medida de una población flotante con bajos niveles de formación. Frente a ello, no ha existido ningún esfuerzo institucional serio por ofrecer alternativas educativas o de cualificación profesional.
En este contexto, la inversión de la Consejería de Educación ha sido insuficiente, especialmente en aquellas zonas sometidas a un fuerte crecimiento poblacional. Esta expansión demográfica, no prevista ni planificada, ha tensionado aún más unos servicios públicos —educativos y sanitarios— que no han sido acompañados por una dotación adecuada de recursos. Casos como los de Lorca, el Mar Menor o pedanías como Corvera ilustran con claridad esta descompensación entre el crecimiento urbano y el abandono institucional, reflejada en la proliferación de barracones escolares y en la ausencia de políticas de infraestructuras adaptadas al contexto climático actual.
El resultado es una degradación progresiva de los servicios públicos, aprovechada por los partidos de derechas y extrema derecha, que articulan un discurso de odio como respuesta a los síntomas del colapso, sin abordar nunca sus causas estructurales. Así, asistimos a una paradoja inquietante: una ciudadanía que, por un lado, respalda un modelo económico basado en la explotación intensiva del campo —modelo que expulsa a sus hijos formados por falta de oportunidades— y que, por otro, vota movida por el miedo al extranjero, cuando ese mismo modelo económico se sostiene sobre la mano de obra migrante.
La experiencia estadounidense bajo la presidencia de Donald Trump lo mostró con claridad: estas contradicciones se traducen en razzias simbólicas o reales contra los inmigrantes, mientras los sectores productivos que se benefician de su trabajo presionan para evitar que dichas campañas lleguen a ejecutarse plenamente. El migrante —temido, necesario y precarizado— queda atrapado en un sistema que lo excluye y lo necesita a la vez.
Esta es, sin duda, la sociedad que el Partido Popular y Vox aspiran a consolidar: una sociedad en la que el miedo opera como palanca electoral, con la convicción de que moviliza con eficacia al voto conservador. Frente a ello, una izquierda sin un discurso de región ni proyecto transformador —más allá de repetir “estamos de acuerdo con el trasvase”— se limita a protestar como un 'Pepito gruñón', sin capacidad ni de movilizar ni de convencer.
En este escenario, resulta revelador que el gran anuncio educativo de Fernando López Miras consista en imitar a Isabel Díaz Ayuso, trasladando los dos primeros cursos de la ESO a los colegios. Mientras tanto, el verdadero cambio estructural —la ampliación progresiva de la educación pública desde los tres hasta los cero años—, una medida que requiere ese mismo espacio y que todos los estudios señalan como decisiva para reducir desigualdades de origen y favorecer la conciliación, permanece completamente abandonado por el Gobierno regional.
Esa ampliación educativa solo ha avanzado en los colegios públicos cuando ha sido financiada por el Gobierno central. Por el contrario, las administraciones autonómicas de Ayuso y López Miras han delegado competencias impropias en los ayuntamientos y aumentado las subvenciones a centros privados, sin que nadie exija explicaciones sobre sus criterios de admisión o sin que exista un mapa claro que garantice una oferta educativa universal, equitativa y bien distribuida.
Pero quizá lo más grave sea el silencio institucional. Frente al triunfalismo de portada, resulta urgente recordar la necesidad de reforzar la red pública de educación infantil. El Ministerio de Infancia y Juventud —tan proclive a ampliar derechos— debería interpelar al Ministerio de Educación para impulsar una base legal y presupuestaria que garantice el futuro de la educación infantil. Esa sí sería una política transformadora: capaz de reducir desigualdades desde la raíz y de extender derechos reales.
Además, esta transformación no requiere implantar desde el primer momento la cobertura completa desde los cero años. Bastaría con empezar por los dos, reformar la legislación si es necesario e incorporar progresivamente esa etapa al marco de la educación obligatoria. Ahí tienen una enmienda concreta y urgente a la Ley Orgánica. Porque ganar el futuro no es solo un eslogan: es diseñar políticas públicas sostenidas, progresivas y con vocación de permanencia que sean útiles para la gente y que rompan con agendas de derechas que pretenden que nos olvidemos de lo importante, el futuro.