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En tierra de nadie, la odisea de los menores no acompañados en Grecia

Lola López Mondéjar

El 28 de julio de 1951, los Estados del mundo ratificaron la convención relativa al estatuto de los refugiados, llamada Convención de Ginebra, con la que se creó un nuevo derecho humano universal: el derecho de asilo. Quienquiera que esté perseguido en su país de origen por razones políticas, religiosas o raciales tiene el derecho inalienable de atravesar las fronteras y de presentar una demanda de protección y de asilo en un Estado extranjero. Pero, en estos momentos la Unión Europea está liquidando ese derecho. Se erigen muros, se impide que hombres, mujeres y niños que huyen de la tortura, la mutilación y la muerte puedan presentar una demanda de asilo.

Jean Ziegler, miembro del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos de la ONU

Según nos informa Boris Cherkirkov, representante de comunicación de Acnur en Atenas, en estos momentos hay tres mil trescientos menores no acompañados en Grecia. Dos mil de ellos están en lista de espera para obtener un refugio, pero el Gobierno griego, a quien ahora corresponde la gestión íntegra de los refugiados en el país, solo dispone de mil doscientas plazas en el continente. Algunos de estos menores permanecen, sin embargo, en las islas sin protección alguna, asegura. En Moira (Lesbos), el campo más problemático y superpoblado, donde la violencia es habitual, y cinco mil refugiados se hacinan donde solo hay capacidad para dos mil, siguen sobreviviendo trescientos menores no acompañados.

El vacío asistencial que afecta a estos jóvenes ha movilizado a Gaz Kishere, fundador junto a Victoria, su pareja, de una iniciativa todavía en pañales, CrossBorder, que pretende cubrir el hueco que la asistencia gubernamental deja en este pantanoso terreno. Kishere nos explica que las violaciones a menores, tanto en los campos como durante el trayecto desde sus países hasta Europa, han existido siempre, pero el tabú impedía hablar de un tema que ahora ha saltado a la prensa. Las violaciones de hombres, mujeres y menores son ya una noticia frecuente. En el caso de los menores no acompañados, a esas posibles violaciones se añade el llamado survival sex, sexo de supervivencia, síntoma de la extrema vulnerabilidad de estos refugiados adolescentes que deambulan sin registrarse por el puerto de Patras y por los parques y plazas de Atenas, especialmente las de Omonia y Victoria. Allí son presa fácil de pederastas sin escrúpulos que, primero, consiguen su confianza ofreciéndoles lo que necesitan: comida, ropa, una ducha caliente, un techo, compañía; para abusar finalmente de los jóvenes. Según Kishere, mil ochocientos menores han quedado atrapados en Grecia en una especie de limbo legal, pues temen buscar protección gubernamental registrándose como solicitantes de asilo, y que su deseo de viajar al norte de Europa se vea eventualmente truncado si esta solicitud es denegada por las autoridades griegas y pasan a disposición del fiscal, acabando retenidos en las cárceles o en los centros de detención.

Estos jóvenes se quedan pronto sin recursos económicos. La eventual aportación que reciben de sus familias no dura demasiado, por lo que algunos se entregan a la pequeña delincuencia, a la venta de drogas al menudeo o, directamente, a su consumo (sobre todo shisa, una potente droga sintética cuyo precio roza los dos euros, apodada “la cocaína de los pobres”), y se ven forzados a prestar servicios sexuales para sobrevivir.

Los servicios sociales griegos están poniendo en marcha los primeros recursos contra el tráfico humano, un requerimiento exigido por la UE, pero con las primeras medidas solo habrá un sistema que reconozca la existencia de ese tráfico, sin poder prestar aún el apoyo eficaz que precisan estos jóvenes.

Menores que viven en la calle

El problema es muy complejo, reconoce Clara Irvine, inglesa como su socio Jonny Willis, representante de Velos Youth, una conocida asociación, registrada como ONG en Grecia, que ambos fundaron. Según Velos, el 70% de los menores y jóvenes no acompañados entre los dieciséis y los veintiún años, se encuentra viviendo en la calle sin protección. Una proporción alarmante en la que coinciden todas nuestras fuentes. Velos es una de las pocas asociaciones que se ocupa de ayudar a estos menores. Con la asociación colabora un equipo de diez jóvenes, cinco de ellos de la comunidad de refugiados, que reciben dinero para sus gastos, alojamiento y capacitación, a cambio de labores de traducción y de apoyo social.
 Cuentan también con tres trabajadores juveniles, dos de los cuales son psicólogos, que apoyan a los jóvenes y derivan los casos que así lo requieren hacia otras agencias donde puedan recibir un tratamiento psicoterapéutico continuado. En el piso que la ONG abrió hace unos meses en Atenas se ofrecen de lunes a viernes talleres de identidad y sesiones privadas de tratamiento, según las necesidades de los adolescentes. Algunos de ellos tienen problemas de alcohol y drogas, o sufren de síndrome de estrés postraumático; la mayoría requiere apoyo psicosocial y busca educación y un alojamiento seguro. Un grupo de cincuenta se ha vinculado a estos recursos de forma regular, mientras que otros ciento cincuenta al mes reciben ayuda esporádica en la ong, que efectúa también labores de guía para que conozcan y se dirijan a otros recursos. El almuerzo se prepara conjuntamente y se ofrece a las dos y media; de doce a seis de la tarde se realizan talleres de educación sexual, información sobre cómo conseguir asilo, sobre los squats (edificios generalmente públicos ocupados por voluntarios, donde pueden dormir y comer sin ser registrados), o sobre cómo hacerse con una red de amigos, entre otros asuntos necesarios para su supervivencia.

Como muchas de las organizaciones no gubernamentales que trabajan con refugiados en Grecia, la financiación de Velos Yough procede de entidades privadas, así como de particulares y de ONG de otros países, manteniendo estrictamente su independencia de los organismos oficiales.

La procedencia de estos jóvenes es muy variada. Según Clara, los afganos envían primero a Europa a sus adolescentes, los sirios vienen en familia, y es de Pakistán (sobre todo de la conflictiva región de Baluchistán) de donde proceden los más jóvenes: niños de entre doce o trece años, edad en la que allí ya comienzan a trabajar. Los menores suelen viajar hasta Grecia en grupos de iguales, a veces acompañados por un familiar adulto pero, muy frecuentemente, acaban separándose unos de otros durante el viaje y quedan en condiciones de extremada vulnerabilidad.

- Muchos vienen sin ninguna información sobre lo que significa ser refugiado. Son jóvenes y, simplemente, embarcarse hacia Europa les parece una buena idea – afirma Clara. Lo que nos lleva a pensar en el paralelismo con los jóvenes españoles que, tras al crisis, buscan trabajo en Europa.

La media de estancia en Grecia suele ser de un año.

No hay mujeres entre los menores no acompañados; las autoridades consideran a los jóvenes varones menos vulnerables que a las chicas, abocándoles a la calle, donde han de buscarse la vida. Por motivos culturales, además, las chicas rara vez viajan solas.

Acnur financia a una ong griega, Arsis, que acude a los centros de detención para ayudar a los menores retenidos en las cárceles, ofreciéndoles apoyo legal y orientación. Praksis, y Metadrasi, nos informa Boris Cheskirkov, son otras dos ONG que trabajan con ellos. Desde primeros de agosto el proceso de financiación se modificó y el dinero de la UE no se le proporciona directamente a las ONG, sino al estado griego, que distribuye después la ayuda entre ellas.

La situación extremadamente vulnerable de estos menores se incrementa cuando se le añaden circunstancias como la pertenencia al colectivo LGTB, lo que les pone en un peligro aún mayor, tanto en la calle como en los mismos centros de detención. Opinión que también comparte C.S, una voluntaria española que pertenece a ese colectivo y que colaboró esporádicamente con Single Men, asociación que se ocupa de atender a estos chicos.

Recursos insignificantes

A pesar de las distintas iniciativas, los recursos son casi insignificantes dada la magnitud de un problema que crece a razón de cien nuevos menores no acompañados al mes. Por eso Laila Ben Chaouat El Fassi, activista hispano-marroquí, ha fundado junto a una médico española y otras activistas, todas mujeres jóvenes, Holes in the borders, con sede en Madrid y Atenas, donde han abierto un piso en el que ocho jóvenes en riesgo de exclusión pueden residir y organizar su vida en Grecia o, con suerte, su marcha hacia el país deseado si consiguen el permiso de reubicación o de reunificación.

Cuando paseamos por la plaza de Omonia al atardecer de los días previos a Nochevieja, varios furgones de la policía vigilan el entorno. Las calles de Atenas están repletas de turistas y de nacionales que realizan sus compras para celebrar el fin de año. En el centro del enorme espacio irregular que es Omonia, algunos jóvenes inmigrantes permanecen reunidos en pequeños grupos.

Con el apoyo de las ONG habíamos previsto entrevistar a uno de ellos, pero decidimos no hacerlo. Nos parece una injerencia innecesaria, quizás humillante, una revictimización que ahondaría en su sufrimiento. Como bien señala Slavoj Zizek, la violencia subjetiva, aquella que es más visible, en este caso la de los pederasta contra estos adolescentes, esconde otra violencia mayor que la genera. Una forma sistémica de violencia que es producida por las consecuencias, a menudo catastróficas, del funcionamiento de nuestros sistemas económicos y políticos. Se trata de la violencia sistémica del capitalismo financiero, de los estados que excluyen y marginan, que expulsan y desatienden a los más necesitados de ayuda. El horror de la violencia que el filósofo llama subjetiva, la que sufren, insisto, estos adolescentes, “funciona como un señuelo que nos impide pensar”.

La noticia es oficial y no es necesario ponerle rostro: en diciembre de 2017 había tres mil trescientos menores no acompañados en Atenas, la mayoría deambula por las calles y las plazas buscando cómo sobrevivir. Cada día que pase se sumarán cien más. Todos empatizamos necesariamente con las víctimas, pero lo verdaderamente obsceno de esta realidad es la impunidad del sistema que las produce.

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