Entrevista

Jordi Petit: “Las familias homoparentales son la vanguardia del movimiento LGTBI”

“Fue un periodo muy duro, unos meses de mi vida en una muy difícil tesitura”. Jordi Petit (Barcelona, 1954) rememora la primera vez que pisó Cartagena en su vida, el 1 de noviembre de 1975, con apenas 21 años, cargando sin remedio a sus espaldas la obligación de comenzar el servicio militar, ya con la experiencia trágica y extraña de haber pisado la cárcel, en Barcelona, a causa de su militancia clandestina en las Juventudes Comunistas de Catalunya y en el Partido Socialista Unificado de Catalunya (PSUC). Ahora, en junio de 2021, en una Cartagena más soleada y calurosa que la de aquel noviembre, más libre y más plural, con las banderas LGTBI y trans mecidas por el viento a los costados del Ayuntamiento, rememora el inicio de otra lucha clandestina, de la presión del secreto difícilmente confesable, del peligro inminente del descubrimiento, que podía sorprenderlo a uno cuando menos lo esperara y volver a llevarlo sin remedio a la cárcel.

Ingresó en 1977 en el movimiento gay, y aguantó durante meses bajo la sombra peligrosa e incierta de la clandestinidad. Vivió con el miedo constante a las denuncias de los conocidos, a las redadas de la policía durante las reuniones encubiertas en algunos bares. En 1980 se legalizó en Cataluña el Front d’Alliberament Gai de Catalunya (FAGC), del que fue coordinador hasta 1986. Implicado sin descanso en la lucha por la consecución de los derechos civiles y por la visibilización progresiva del colectivo, ocupó más adelante cargos internacionales, como el de secretario de la International Lesbian and Gay Association (ILGA), y escribió varios libros, todos ellos dedicados eficazmente al relato de las vidas y el ambiente que él vivió durante sus años más duros de activismo.

El 21 de abril de 2008 recibió con honor la Creu de Sant Jordi, la máxima distinción catalana, por su dedicación durante más de treinta años a la lucha por los derechos civiles. Ahora, casi 46 años después de que un joven Jordi Petit pisara por primera vez el suelo de Cartagena, pavoroso e inseguro, para afrontar sin escapatoria el servicio militar, el activista histórico en el que se ha convertido, Presidente de Honor de la Coordinadora Gai-Lesbiana de Catalunya, regresa a la ciudad portuaria para recoger otro premio a su extensa y alabada trayectoria: será nombrado Socio de Honor del colectivo GALACTYCO, y recogerá la distinción en la tarde de este martes 22 en la X Gala del Orgullo cartagenero.

¿Qué significa para usted la ciudad de Cartagena? ¿Qué etapa de su vida vivió usted en esta ciudad?

Para mí, Cartagena supuso el inicio de un muy duro período, como para tantos otros reclutas que llegaron en noviembre de 1975 al período de instrucción en Marina, ya con antecedentes políticos. Había participado en la lucha clandestina contra el franquismo a través de la militancia en las Juventudes Comunistas de Catalunya y en el PSUC. Ya había sido detenido una vez y pasé por la cárcel Modelo de Barcelona. Durante la instrucción en Cartagena, me apartaron de las prácticas de tiro y en el sorteo de destinos mi número no salió. Ya estaba destinado a una brigada “especial” de castigo en la Prisión Naval de Caranza en el Ferrol del Caudillo. Ahí las cosas empeoraron. Tras dos meses de cárcel por sospecha de subversión, regresé a Barcelona el 14 de junio de 1977. Fueron 20 meses de mi vida en una difícil tesitura, donde sufrí violación. Esas experiencias, sobre todo mi militancia en el ilegal PSUC, me curtieron. Me integré en el movimiento gay, digamos que bastante preparado. En la Transición, comparada con la dictadura, me pareció que todo era coser y cantar.

¿Cómo era la lucha clandestina por los derechos civiles LGTBI en aquella época?

La lucha de los frentes de liberación gay de aquellos años giró en torno a dos puntos esenciales. Primero, insistir en que la homosexualidad no era una enfermedad y, segundo, exigir la derogación de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. Fue un período relativamente corto en que salimos a la calle en varias grandes ciudades. El 26 de diciembre de 1978, el Consejo de Ministros de Adolfo Suárez nos excluyó de dicha ley. Los presos, en su inmensa mayoría hombres, salieron de las cárceles hacia febrero de 1979, y en 1980 obtuvimos la legalización de las asociaciones de gays y de lesbianas.

El efecto de aquellas victorias iniciales fue que los frentes de liberación gay se vaciaron para llenarse las pistas de bailes de las discotecas. Conseguimos que muchos gays y lesbianas empezasen a autoaceptarse, y en eso los medios de comunicación jugaron un excelente papel. Por otra parte, varios diputados de izquierda, a título personal, convencieron a Adolfo Suárez en que aquella democracia incipiente no podía perseguir a los y a las homosexuales. Digo algunos diputados porque hubo que hacer mucha pedagogía en la izquierda parlamentaria para que entendiesen qué significaba la represión de la homosexualidad, pero la UCD de Suárez fue a la que arrancamos las primeras metas.

¿Cómo era la presión del activismo clandestino?

Durante los primeros años de la transición, se sumaron, a las manifestaciones, declaraciones de intelectuales y entidades ciudadanas, masivos festivales como los de 1978, 1979 y 1980 en Barcelona, cuyos permisos eran tramitados por partidos de la izquierda parlamentaria y extra-parlamentaria. Pronto accedimos a TVE, y eso amplió la labor de los frentes que iban entrando en crisis. Aquella generación LGTBI ya tuvo bastante con poder divertirse y relacionarse sin miedo en tan solo cinco años de lucha: 1975-1980. La resistencia durante la dictadura la ejercieron las travestis, cuyo discurso transexual tardó en cuajar hasta los noventa. Pero tan solo su mera existencia rompía las normas. Fueron las más apaleadas y las más osadas en las primeras manifestaciones.

Décadas después de que usted comenzara en el activismo LGTBI, ha recibido numerosos premios, y todavía, a día de hoy, se sigue reconociendo su labor. ¿Qué significa para usted el reconocimiento de este premio de GALACTYCO?

El galardón que ha decidido otorgarme GALACTYCO supone el reconocimiento a tanto voluntariado que desde entonces hasta hoy ha estado y sigue batallando por una serie de conquistas sociales y legales. Seguimos en un presente que no ha terminado de cara al futuro. Nadie es imprescindible, y junto a quienes hemos estado en los medios, hubo y hay un sinfín de personas que integran y mueven a numerosas entidades LGTBI.

Nadie nos regaló nada, y de aquellos inicios es indispensable destacar al pionero Armand de Fluvià y a Empar Pineda, con quien compartimos muchos debates en radios y televisiones. Solamente tuvimos unos pocos años sin miedo. La irrupción del VIH, ya en 1985, frustró y volvió a sumir en el pánico a una generación LGTB que recién empezaba a divertirse, tal como indica el psicólogo Gabriel J. Martín. Eso provocó la renovación del movimiento y la creación de servicios diversos. Fueron unos años terribles, que implicaron un paso atrás que luego nos permitió volver a empezar con más fuerza. Las defunciones por causa de VIH pusieron al descubierto la indefensión de las parejas del mismo sexo. El voluntariado de aquellos años, desde 1985 hasta el 2000, contra aquella pandemia, que empezó a amainar con las nuevas medicaciones aparecidas en 1996, fue muy entregado y solidario.

Sin embargo, a día de hoy, queda todavía el estigma que pesa sobre las personas seropositivas, aunque el VIH sea ya indetectable e intrasmisible. Pero para erradicarlo y medicarse es preciso hacerse el test, un problema que todavía está pendiente en gran parte de jóvenes. En Catalunya se registran diez infecciones diarias por VIH. No es un problema resuelto.

¿En qué fase se encuentra la reivindicación por los derechos y la igualdad LGTBI actualmente?

Estamos en una fase de consolidar el camino andado. Los ultras son una clara amenaza y hay bastante juventud LGTBI que desconoce los esfuerzos y las batallas ganadas, como si todo lo que ahora es posible siempre hubiese existido. Esa es la misión de la Memoria Histórica LGTBI, dar a conocer cómo fue la represión bajo la dictadura y cómo nos abrimos paso. Me sorprende a veces cómo casi nadie conoce los Informes Kinsey de 1947 y 1953, que abrieron los ojos a la ciencia a inicios de los setenta, para dejar de considerar enfermedad la homosexualidad. No podemos olvidar el ‘homoholocausto’ nazi, ni la deportación de homosexuales a Siberia bajo el estalinismo a partir de 1934, entre otras persecuciones. Actualmente estamos en un proceso de afirmar los derechos de las personas transexuales, y si alguien me pregunta por retos inmediatos, diría que la información de la diversidad sexo-afectiva y de la identidad de género es básica en las escuelas hasta alcanzar los ámbitos universitarios de investigación y recopilación histórica. Hemos de ser visibles hasta llegar a ser indiferentes.

¿Las cosas son más fáciles que años atrás?

Claro que las cosas son más fáciles que tiempo atrás, pero eso no significa dormirse en los laureles o pensar que nada es irreversible. En mi opinión, las familias homoparentales son la vanguardia del movimiento LGTBI, son las más visibles las 24 horas del día y en todas partes, el barrio, las AMPAS, etcétera. Opino que hubo unos años en que la intensidad del debate que nos llevó a conquistar el matrimonio igualitario, con líderes tan reconocidos como Pedro Zerolo, y luego, tras esa victoria, perdieron eco las discusiones, y entre las criaturas de entonces, que por su edad no conocieron aquellos tiempos tan pedagógicos, hoy aparecen jóvenes que perpetran agresiones. Por eso es tan importante la información en los institutos, empezando por la co-educación laica y la prevención de todo tipo de “bullings”. Hoy la normalidad es ya la diversidad.

Usted ha tenido cargos de relevancia internacional en defensa de los derechos, como el de secretario general de la ILGA. ¿Qué diferencias hay entre la tolerancia en España y en otros países del mundo?

La gran activista mexicana Gloria Careaga, ex-secretaria general de la International Lesbian & Gay Association (ILGA) denuncia un proceso mediante el cual, tras leyes conseguidas en unos u otros países, en algunos casos los gobiernos se desentienden de implementar esos avances y el movimiento debe insistir en su aplicación. Es bochornosa la conducta de los gobiernos de algunos países como Polonia, Hungría, Bulgaria y Rumanía, donde sus gobernantes incumplen los derechos de las personas LGTBI que la Carta de Derechos Humamos de la propia Unión Europea estableció hace ya muchos años.

Si hablamos de África y de los países del integrismo islámico, el panorama es terrible, y en América Latina y Caribe hay de todo, pero el ejemplo de Bolsonaro y la labor de las religiones cristianas, evangelistas y católicos es nefasta. Sus prédicas LGTBI-fóbicas acaban legitimando los crímenes odio que implican tortura previa como penitencia. Solamente entre Brasil y México se contabiliza un asesinato de este tipo a diario, aunque muchos otros pasan desapercibidos en regiones remotas de ambos países. En Asia, las cosas mejoran progresivamente, menos en los países con gobiernos islamistas, y en Oceanía, Australia y Nueva Zelanda lideran una situación muy aceptable. Según los informes anuales de Amnistía Internacional e ILGA nos situamos aproximadamente en unos 132 países donde las personas LGTBI son legales, y en 67 donde son ilegales, 11 de ellos con pena de muerte.

¿Hasta qué punto considera imprescindible la labor del activismo? ¿Cree que en un futuro se podrá lograr una tolerancia absoluta?

Sería deseable un futuro plenamente laico donde la normalidad fuese la diversidad. Para ello, las instituciones deben de implementar la igualdad, y las personas LGTBI han de ser más y más visibles, hasta llegar a ser indiferentes, como por ejemplo fue en su momento el voto de la mujer. Se trata de un reto conjunto con el resto de entidades progresistas, desde sindicatos a feministas.

No es fácil acabar con la LGTBI-fobia social en un país al que no llegó la Ilustración, ni la Enciclopedia, y donde las fuerzas democráticas, en particular las derechas, son incapaces de parar a los ultras, como por el contrario sí sucede en tantos países de la UE. Los pactos 'bi' o 'tri-fachitos' en varias ciudades y algunas comunidades autónomas, amenazan los derechos alcanzados por los movimientos populares, y en ello, los primeros en riesgo son los éxitos alcanzados por las asociaciones LGTBI. Los más recientes, los más frágiles. Quedan muchas décadas por delante hasta alcanzar el proyecto de una sociedad laica e inclusiva, donde sea una realidad plena y diversa un derecho tan humano como amar.