Junto con la disputa territorial, que abordamos en nuestra anterior entrega, la otra gran cuestión que es necesario resolver para lograr una paz estable y duradera en Ucrania, es el futuro del país -o de lo que quede de él si al final Rusia retiene parte de su territorio- en términos de seguridad y defensa. Es decir, cómo se va a garantizar que un posible alto el fuego, o un más difícil acuerdo de paz, van a ser respetados y Ucrania no va a sufrir una nueva agresión por parte de Rusia en el futuro. Este es un asunto enormemente complicado, porque aquí las posturas están aún más distantes, si cabe, que sobre la adscripción de las zonas ocupadas por el ejército ruso. Rusia exige que Ucrania renuncie para siempre a su integración en la OTAN, que no acoja bases o instalaciones militares de otros países, y limite sus fuerzas armadas a un mínimo para su defensa, lo que sería tanto como dejarla inerme y a merced de su agresivo vecino, mientras que para Moscú esto significaría simplemente la desaparición de cualquier riesgo o amenaza en su frontera occidental más extensa. Por el contrario, los países europeos miembros de la UE y de la OTAN quieren que Ucrania se arme y militarice al máximo para convertirla, en palabras de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en un “erizo de acero indigerible para posibles invasores”, es decir, para Rusia.
En 2007, el presidente ruso, Vladímir Putin, advirtió en la Conferencia de Seguridad de Múnich, que Rusia no iba a seguir tolerando la continuación de la expansión de la OTAN hacia sus fronteras, que se venía produciendo desde el final de la guerra fría y la disolución de la Unión Soviética. La respuesta de la Alianza llegó al año siguiente, en la cumbre de Bucarest, en la que se acordó que Ucrania y Georgia “se convertirán en miembros de la OTAN ”, y se iniciaba el diálogo a estos efectos, aunque algunos países europeos advirtieron antes, y en la propia reunión, que esto podía ser un casus belli para Rusia. Cuando en 2014, Ucrania dio un giro político brusco para alinearse con occidente, a raíz de la revolución y golpe de estado de Euromaidan -que expulsó del poder al presidente prorruso Viktor Yanukovich, y se saldó con la anexión rusa de Crimea y la guerra por la independencia de las provincias de Donetsk y Luhansk-, los dirigentes rusos consideraron que un régimen hostil en su mayor vecino, que muy probablemente se adheriría a la OTAN en poco tiempo, constituía una grave amenaza para su seguridad. O tal vez lo que más les preocupaba era que iban a perder para siempre el control y la adhesión de Ucrania, que tenía lazos históricos y familiares con Rusia desde hacía siglos, y también importantes recursos minerales e industriales.
En diciembre de 2021, Rusia propuso a Estados Unidos y a la OTAN sendos tratados bilaterales de seguridad -llegó a entregarles borradores- en los que se incluía, entre otros puntos, la renuncia a acoger en la Alianza a países que formaron parte de la Unión Soviética, con mención expresa a Ucrania, además de otras medidas restrictivas que afectaban a los antiguos miembros del Pacto de Varsovia. Ambos rechazaron la propuesta, aunque no se negaron a dialogar en los foros ya existentes como la OSCE o el Consejo OTAN-Rusia, y en lo que respecta a Ucrania ratificaron que cada país era libre de elegir sus preferencias en política exterior y a qué alianzas quería pertenecer. Lo que siguió, a partir de febrero del año siguiente es bien conocido y dura hasta hoy.
Después de tres años y medio de guerra, aunque el ejército ruso no ha sido capaz de doblegar a Ucrania, ni siquiera de ocupar por completo las cuatro provincias que la Duma y el Consejo de la Federación declararon rusas en 2022, Putin sigue manteniendo las mismas exigencias de neutralidad y desmilitarización de su vecina, y se niega, no ya a un acuerdo de paz, sino ni siquiera a aceptar un alto el fuego hasta que tenga garantías de que son aceptadas. Los aliados europeos, asumen que Ucrania no entrará en la OTAN por ahora, al menos mientras Trump sea presidente, solo porque él -que es quien manda en la Alianza- no lo quiere. Pero están dispuestos a seguir armando a Ucrania, e incluso se ha formado una alianza ad hoc, la coalición de voluntarios, que está preparada para mandar tropas a Ucrania a fin de garantizar que un alto el fuego o un acuerdo de paz es respetado por Rusia, y el país no volverá a sufrir otra invasión.
La cuestión es hasta qué punto es probable que esa nueva invasión se produjera, si es que la paz se logra, y es respetada, también por Ucrania. En principio, de acuerdo con los antecedentes, hay que pensar que el actual régimen ruso podría convivir en paz con lo que quede de Ucrania, y no necesitaría volver a invadirla ni ocuparla… siempre que en Ucrania hubiera un régimen amigo, próximo a Moscú, que no suponga ningún riesgo para Rusia, ni para los rusos o rusófonos que aún vivan en su territorio. Desde luego, Putin ha dejado bien claro que le gustaría volver a una unión entre Rusia, Bielorrusia y Ucrania, las tres grandes naciones eslavas herederas de la Rus de Kiev que dominó el este de Europa en el siglo XI, pero seguramente se daría por satisfecho con revertir en Ucrania la revolución de Euromaidan y volver a ver como máximo dirigente del país a alguien similar a Yanukovich, es decir más próximo a Moscú que a Bruselas, o -dicho más claro- directamente subordinado a los deseos de Rusia.
Putin nunca ha ocultado su deseo de un cambio de gobierno en Ucrania hacia otro más amistoso. De hecho, ese era probablemente el primer objetivo de la invasión, ya que no se hizo con efectivos suficientes como para ocupar todo el país. En la respuesta rusa a la propuesta de armisticio de EEUU, durante las conversaciones que mantuvieron ambos en marzo en Arabia Saudí, Rusia incluyó como requisito que hubiera elecciones presidenciales en Ucrania, inmediatamente después de un alto el fuego -cuyo inicio condicionaban a cesiones previas inasumibles para Kiev-, para poder negociar y, en su caso, llegar a un acuerdo de paz con alguien más condescendiente que Zelenski. El mandato del presidente ucraniano terminó en mayo de 2024, pero continua en el cargo porque legalmente no puede haber elecciones mientras esté en vigor la ley marcial, es decir, mientras haya guerra. En todo caso. Putin no puede tener ninguna garantía de que no sea reelegido, si las elecciones se celebran en libertad y no bajo la presión de Rusia.
Por supuesto, todo este planteamiento es inaceptable, para Ucrania, para Europa, y para el mundo, desde cualquier punto de vista democrático. Intentar imponer en Kiev un régimen afín que devuelva a Ucrania a la órbita de influencia Rusa va más allá de cualquier preocupación de seguridad, para convertirse en un diktat que no se puede tolerar. Bien es verdad que los países occidentales, y en particular los anglosajones, no se pueden rasgar demasiado las vestiduras, porque Yanukovich fue elegido en 2010 democráticamente, y ellos ayudaron a derrocarlo, apoyando -cuando no instigando- el Euromaidan. Pero, desde entonces, las sucesivas elecciones han legitimado el nuevo régimen, y de cara al futuro no hay alternativa a que los ucranianos decidan libremente.
Que Ucrania no entre en la OTAN, y que no se instalen en su territorio bases o lanzadores de misiles, es seguramente una decisión correcta, porque no es descabellado que Rusia considere ese escenario como una amenaza grave a su seguridad y actúe en consecuencia. Tampoco sería aceptable que Rusia lo hiciera en México o Canadá. Pero eso no debe impedir que el país sea libre, seguro y democrático, como lo fue Finlandia hasta 2023, a pesar de ser neutral, y como lo es Austria en la actualidad, incluyendo la posibilidad de unirse a la UE cuando cumpla las condiciones. Garantizar esa libertad, libre de coacciones o presiones, también de las que pudieran venir eventualmente de otros países, así como la seguridad futura de Ucrania, es sin duda una causa justa que puede y debe apoyar la UE, y otros países democráticos, de modo que los ucranianos no se sientan desamparados, y a merced de su poderoso vecino, cuando la guerra termine.
La cuestión -difícil y polémica- es cómo se pueden lograr esas garantías. Parece que la coalición de voluntarios a la que antes nos referimos, dirigida por el premier británico Keir Starmer y el presidente francés Emmanuel Macron, no considera la vía política y se decanta por una solución militar, ya que se ha mostrado dispuesta a desplegar en el país una “fuerza de seguridad” una vez hayan cesado las hostilidades. Macron, que es particularmente belicoso -tal vez porque Putin le engañó también a él-, ha declarado que 26 países estarían dispuestos a participar en la operación, que sería terrestre naval y aérea, aunque no todos estarían presentes físicamente en Ucrania.
Esta intervención, si finalmente se produce, se va a enfrentar a desafíos muy importantes, empezando por la estructura de mando, pues no se sabe qué cuartel general podría dirigirla, y si funcionaría con elementos de tantos países trabajando juntos de forma ocasional, ni tampoco de qué autoridad u organismo político dependería y recibiría directrices, porque también habría que crearlo ad hoc, ya que la OTAN no participaría y habría países de fuera de la UE como el propio Reino Unido. Aún se ignora dónde y cómo desplegarían las fuerzas terrestres, porque no es lo mismo que haya un acuerdo de paz y la situación sea estable, a que sea un alto el fuego y ambos contendientes mantengan sus posiciones en la línea de contacto, aunque haya una zona de separación. Además, es muy difícil que se pudiera reunir el número de efectivos suficientes, que deberían ser al menos 100.000 para ejercer una mínima disuasión, y tampoco los europeos están muy seguros de sus posibilidades, así que están pidiendo -suplicando- a Trump que les dé alguna cobertura en esta iniciativa, aunque solo sea aérea, para que Washington se vea también involucrado en cualquier respuesta rusa.
El principal problema es que Rusia no acepta este despliegue, que considera hostil, y ya ha indicado que cualquier combatiente en territorio ucraniano podría ser blanco de sus ataques. Es de suponer que esto se refiere al momento actual, no a cuando hayan terminado las hostilidades, y cabe la posibilidad de que, en el curso de las negociaciones de paz, Rusia acabe por aceptarlo. Pero, aun así, cualquier incidente que hubiera después podría involucrar a las tropas europeas desplegadas y entonces veríamos que respuesta darían estas y qué consecuencias podría tener. Es importante saber cuáles serán las reglas de enfrentamiento de la fuerza, es decir qué es lo que pueden hacer si se viola el alto el fuego o el acuerdo de paz, teniendo en cuenta que la violación podría venir también de la parte ucraniana, si parte de su territorio queda en manos rusas.
Si la fuerza europea se despliega lejos de la zona de contacto y su mandato solo contempla la autodefensa, su presencia no tendrá ningún efecto y para eso es mejor no ir. Si su misión incluye detener y neutralizar a aquellos que infrinjan los acuerdos, se puede dar un enfrentamiento directo entre unidades europeas y rusas que podría derivar en una escalada, y acabar en una guerra europea total, de consecuencias imprevisibles. Si esto sucediera, Europa tendría sin duda el apoyo de EEUU, y como estamos hablando de potencias nucleares -también Francia y Reino Unido lo son- no se puede descartar que se convirtiera en una guerra termonuclear que arrasaría Europa y quizá el mundo.
Esto no es una película distópica, es algo verosímil si se despliegan en Ucrania fuerzas europeas que Rusia considere hostiles, con orden de combatir. Para llegar a ese resultado, no hace falta enviar unidades militares. Basta con hacer saber a Rusia que, si vuelve a invadir Ucrania, la OTAN en bloque entraría en guerra. Eso la disuadiría más que un despliegue limitado, como seguramente la hubiera disuadido del primer ataque si la OTAN hubiera asumido entonces ese compromiso con Ucrania, en vez de alimentar la guerra para que sea la tumba de Putin a costa de la vida de miles de ucranianos.
Tanto la decisión de “erizar” Ucrania como la de desplegar fuerzas europeas van en la dirección de la confrontación, es decir, en asumir la vía militar para las futuras relaciones con Rusia, incluso después de la paz. Tal vez por el temor de que Rusia continúe con sus agresiones en otros países si percibe pasividad, como Hitler continuó con Polonia después de que Inglaterra y Francia intentaran apaciguarlo en Múnich, una eventualidad altamente improbable, de la que trataremos en la próxima -y última- entrega. Esta línea de acción conduce a mantener en Europa la tensión durante años, tal vez décadas, siempre con el peligro de que en cualquier momento se desate una guerra catastrófica, y en todo caso provocando más inversión en armas y equipos militares, en detrimento del gasto social que comporta el estado de bienestar en el que vivimos.
Pero hay otro camino, que es buscar la paz mediante el entendimiento y el diálogo, a través de la construcción de un marco de seguridad paneuropeo en el que Rusia se sienta respetada y pueda defender sus intereses sin necesidad de agredir a nadie. En el que se establezcan medidas de confianza y cooperación para garantizar la seguridad indivisible de todo el continente, incluido, por supuesto, el total respeto a la soberanía e integridad territorial de todos los países. Esto es posible, lo ha sido desde que terminó la guerra fría, y si no se ha hecho ni se hace, si se opta por la vía de la confrontación, es bien por miedo o por intereses inconfesables. Pero los europeos no queremos este belicismo, esta militarización, este coqueteo con la guerra, queremos vivir y criar a nuestros hijos en paz, sin matar ni morir por razones que solo atañen a los que rigen nuestros destinos.