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Por amor

Rosa María Artal

La patética historia española de la infanta imputada ha alcanzado esta semana cotas inimaginables. Citada a declarar por el juez –obligado a luchar contra todos los elementos: prensa, fiscalías y audiencia–, hemos de leer que lo hace “voluntariamente” o que “ha querido” no recurrir la imputación.

Nada sorprendente, es el habitual tratamiento como a pueriles súbditos que nos dedican. Pero donde la infinita capacidad de estupefacción ha llegado al límite ha sido al escuchar los argumentos exculpatorios de uno de los principales letrados de Cristina de Borbón: Jesús María Silva, socio del afamado bufete Roca i Junyent, encargado de su defensa.

En el siglo XXI, en Europa, este señor ha declarado: “Cuando una persona está enamorada de otra, confía, ha confiado y seguirá confiando contra viento y marea en esa persona: Amor, matrimonio y desconfianza son absolutamente incompatibles”. Y en eso basa, al parecer, el intento de hacer colar que la inocencia “pasa obviamente por su fe en el matrimonio y el amor por su marido”, según declara. ¿Obviamente?

Si todo con lo que cuenta este despacho legal –presumiblemente de primer nivel– es apelar a la “simpatía” que ofrece la mujer delincuente enamorada de su marido, es que las cosas están realmente feas en pruebas de inocencia para Cristina de Borbón. “Confianza y matrimonio son absolutamente inescindibles, y el que no lo vea así es que no sabe lo que es el matrimonio”, dice Silva. Tampoco parece que sepan ni en las más altas instancias, qué es la justicia.

Lo peor es que sigan confiando en la laxitud moral y el machismo recalcitrante de esa España que creció años y años oyendo a la mujer sumisa, callada, comprensiva que, por mucho que viera, lo más que le preguntaba era que si (él) la quería. La que pedía se le saltaran los pulsos si (ella) le faltaba alguna vez al tipo que la humillaba a diario.

La primera mujer de la familia real española que estudió una carrera. Ocupando un puesto de importancia, internacional ahora, en una de las primeras entidades bancarias del país. Y no sabe ni de leyes ni de impuestos, sino sólo –y nada menos– de amores en plan mujer-mujer. Ha mutado –hasta volverse del revés– de aquella antigua infanta deportista e independiente como antaño la presentaban. Por amor… ha sufrido la desintegración del cerebro.

Como la otra tontita enamorada, Ana Mato, la mujer que ha dejado sin sanidad pública a miles de seres humanos y ha obligado a restringir o suprimir tratamientos con sus repagos. La responsable de víctimas ciertas con su políticas, tampoco se enteraba de nada. Cegada por la ensoñación amorosa o quizás tan sólo por acatar la supremacía natural de su señor esposo. Es preocupante que se atrevan a tratarnos como idiotas, como niños al menos; que lo consintamos.

A ver si nos entendemos, por amor se priva uno hasta de comer –si faltan recursos– para que se alimenten los seres queridos. Por amor se rompen barreras y se cruzan continentes, aunque pagándose el billete. Lo que no se hace es blanquear capitales, ni delinquir con los impuestos –si es el caso–. Ni, en definitiva, cargar cuentas astronómicas de sushi al erario público. Y, desde luego, no se obliga a trabajar en negro, sin contrato –y cuanto implica–, a los empleados del servicio doméstico. Ni mucho menos se enriquece uno a costa de discapacitados para ensanchar con colmo una vida de lujos que nunca conoció la menor estrechez. El amor tiene mucho más de entrega que de rapiña. Especialmente de lo ajeno.

Dice el abogado Silva: “Lo que no se puede pretender es que el legislador diga: ”Mujeres, cuando vuestros maridos os den algo a firmar, primero llamad a un notario y tres abogados“. ¿Qué ocurre? ¿El amor impide leer contratos por una misma y entender su significado? ¿Revisar la desproporción entre ingresos y gastos tal vez?

La familia real española ha entrado en descomposición, como resaltan los medios internacionales –aquí seguimos con el “ha querido” declarar “voluntariamente”–. El rey balbuceante al que “le falta luz en el atril”, pero a quien el ministro de Defensa ve “vivo de mente”, después, en el vino de honor, ya recuperado… de la baja luz de las bombillas. La reina y el heredero con gesto impasible. O la princesa con su desorbitada e incomprensible pasión por la cirugía estética, que la ha desfigurado, plastificado y frivolizado. Las siguientes generaciones también van apuntando maneras.

Y, como remate, de la cutrez patria, siguiendo ciega de amor a su Clyde Barrow. Cerebro y guía, él –como no podía ser de otra forma aquí–, anduvieron, según la acusación, por las sendas del blanqueo de dinero negro y el delito fiscal, el baile, el sushi, los contratos simultáneos de arrendadora y arrendataria, la explotación laboral de emigrantes o la utilización para el engaño de niños dependientes. “El aquel del cariño” que “desvanece la verdad”.

En todo caso, si por amor se roba, evade, trampea o desfalca, si por amor se llegara a matar –las obnubilaciones de este cariz son muy malas–, por amor se va uno tan campante a resarcir lo enajenado y a la cárcel si es ésa la condena. ¿Cabe alguna duda?

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