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La calle que nunca duerme

Avenida Corrientes, del Abasto hacia el sur.

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No viví, estoy más o menos segura, el esplendor de la calle Corrientes, pero sí he vivido épocas más esplendorosas que éstas. Sigue siendo mi avenida favorita, mi lugar favorito, me refiero al centro, a lo que pasa en Corrientes, del Abasto hacia el sur, aunque las librerías ya no estén abiertas de noche, aunque ya a nadie le importe demasiado lo que pase en esos teatros, ni en esos boliches. La noche ya no está ahí, la calle ya no está ahí. Y sin embargo sigo pensando que hay una parte de esa mística que no se puede trasladar, ni a Palermo ni a Chacarita, a ninguna parte. Quiero decir: una parte de esa mística se pierde cuando abandonamos el centro, no podemos llevarla a otro lado, se queda ahí.

Pienso que en el centro se camina, que hasta las personas que siempre manejan en el centro se resignan a la imposibilidad de circular con autos y entonces todos habitamos la ciudad como una ciudad medieval, solo que en lugar de ir de la iglesia a la plaza central caminamos del teatro al bar, hay algo de eso, de esa peatonalidad de ciudad compartida, pero no es solo eso. Creo que fundamentalmente se trata del trabajo. Vengo pensando mucho en esto y creo que es algo que excede a la Argentina y a nuestro contexto económico. El trabajo como fuente de alegría y de sentido ha perdido tanta importancia que parece hasta un chiste decirlo, peor que un chiste, parece un acto de cinismo. No digo que el trabajo haya sido solo eso, ni siquiera principalmente eso, antes de nuestra época. Pero pienso en mí, en mi infancia y mi adolescencia, y creo que parte de lo que me gustaba de circular por el centro es que allí de noche se salía y de día se trabajaba. De mi infancia en el Once y mi adolescencia en el centro recuerdo las ganas de trabajar, las ganas de ser una persona necesaria en esos lugares. Me daba una bronca tremenda circular por ahí sin que nadie me necesitara.

Tuve suerte, dejé de tener trabajos que odiaba y ahora tengo un trabajo que amo tanto que se parece más a tener un amor que un trabajo: cuando logro conectar con él, la plenitud de los días es total

Me daban envidia mis amigas de la primaria, hijas de comerciantes, que tantas veces tenían que ir a ayudar al negocio: a mí en mi casa nadie me precisaba para nada. Por supuesto que hay algo (casi todo) de fantasía infantil, pero la sensación de tener un propósito, por nimio que fuera, que excediera a tu placer inmediato y también a tu familia era para mí la definición de la adultez; no solo ser independiente, sino también ser necesaria. Una cosa parecía la contracara indisociable de la otra. Creo que hay algo profundamente humano en esa necesidad de que nos necesiten, una forma sublimada de la demanda de amor que quienes piensan que la gente prefiere “vivir de planes” (imaginando, claro, que la contraoferta es un trabajo saludablemente soportable y no esos trabajos que son formas legales de la esclavitud) ignoran por completo, quizás porque también se han desconectado de ese componente inevitablemente social y colectivo de todos los trabajos, hasta el más solitario.

Después crecí y tuve trabajos que odié, pero incluso entonces nunca dejé de sentir cierta satisfacción derivada de la sensación de que si yo faltaba, algo pasaba. De hecho, los trabajos en los que peor la pasé no fueron aquellos donde dormía menos y trabajaba más, ni siquiera los trabajos en los que más me demandaban o en los que peor me trataban. Lo peor era cumplir horario, hacer tiempo en una oficina sin tener nada que hacer, pedir permiso para ir al médico o para ir al banco a hacer un trámite sabiendo que ese rato no afectaría lo más mínimo mis tareas. La parte sanadora del trabajo es la verdad. Siento que la concepción marxista del trabajo, la que se imagina cómo sería trabajar sin alienación, lo sabe: producir puede llenar la existencia de vitalidad si una se siente inmersa en el por qué y el para qué. La parte que salva, entonces, es la verdad: la parte que angustia es la parte del poder, la parte en la que te recuerdan que es más importante a quién respondés que lo que sea que estés haciendo.

Tuve suerte, dejé de tener trabajos que odiaba y ahora tengo un trabajo que amo tanto que se parece más a tener un amor que un trabajo: cuando logro conectar con él, la plenitud de los días es total. Cuando no, el desencuentro es dolorosísimo, como no encastrar con un cuerpo que se desea pero que en el fondo no se sabe bien cómo desear, que hay que aprender a desear con más delicadeza y menos ansiedad. Entiendo que la relación de quienes hacemos trabajos como el mío y sentimos que ponemos lo más verdadero que tenemos ahí es un poco extrema, pero siento que hay algo del mito de la vocación que no quiero que se quede en el siglo XX, o en la calle Corrientes. Pienso que la gracia del centro era justamente que todos estábamos ahí, haciendo cosas distintas, creando, corriendo, sufriendo, pariéndola todos juntos.

Hoy es Instagram el lugar donde pasa todo eso, la parte más alienada de mi trabajo y del de todos los artistas que conozco. Se cruzan en Chacarita, en esos lugares donde está la gente que ya no sabe si finge trabajar o si finge no trabajar, lejos de las oficinas cada vez más vacías del microcentro, de sus calles cada vez menos llenas de gente orgullosa de hacer lo que hace, de estar ahí todos los días. Supongo que si necesito tanto seguir yendo al centro es por eso, porque me niego a aceptar la distancia cada vez más grande entre la gente que tiene derecho a amar lo que hace y la que apenas está sobreviviendo, me niego a aceptar que darle a tu vida un propósito ya no sea para la mayoría ni siquiera un lujo, ni siquiera un sueño, que sea una utopía vieja como la democracia o los autos voladores.

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