Compartir piso: el nuevo lujo

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¿Qué es lo peor que te ha pasado compartiendo piso? La pregunta, planteada por un amigo, dejó un reguero de anécdotas lamentables. Yo conté cómo durante unos meses compartí piso con dos amigas y una tercera inquilina, una conocida de una amiga belga que se venía de erasmus a Madrid y buscaba habitación. La chica se encerraba durante horas en el baño escuchando a Lenny Kravitz en bucle –llegamos a sospechar que formaba parte de algún tipo de ritual pagano-, y ponía las lavadoras con una sola prenda, el sueño húmedo del consejo de administración de Endesa. Pero tampoco pasaba gran cosa porque teníamos 23 años y tener compañeros de piso, aún con costumbres extravagantes y deficitarias, era parte natural de esa fase vital. Las manías propias todavía se estaban gestando y las ajenas apenas molestaban; se insertaban más en la categoría de anécdota que en la de trauma. Los pisos compartidos estaban llenos de pelos en el lavabo, de polvo en los muebles y de risas en el sofá. 

Pero llegó la crisis y toda nuestra concepción de las fases vitales, el calendario mental de expectativas, se desvaneció, despareció. Boom. Nada cadabra. Quince años después bastantes millennials tienen menos polvo en los muebles, menos pelos en los lavabos, un trabajo más estable, pero continúan compartiendo piso. Algunos por elección personal, sí, pero los que más por necesidad económica porque si el sueldo está estancado o sube ligeramente, pocas veces alcanza el aumento de los precios de alquiler. Es una persecución viciada en la que los salarios van a pie, descalzos, magullados, y los precios de los alquileres con zapatillas lustrosas y un motor de alta cilindrada.  

La cuestión ya no es que el alquiler de vivienda esté disparado, sino que también se ha disparado el alquiler de habitaciones. Leía la semana pasada en El País que la demanda de habitaciones ha crecido un 40% en los últimos meses, según la plataforma de alquileres online Spotahome. Demanda que va acompañada de un descenso en la oferta. El problema es sencillo. Hay demasiados inquilinos que buscan muy pocos pisos disponibles. Así que los precios se han colocado en niveles récord. Otro más. “El coste por un dormitorio ha aumentado un 20,8% en el último año y un 66,2% desde 2015, según el último estudio de Fotocasa”, contaba la noticia. En ciudades como Madrid o Barcelona se llega a pedir cerca de 600 euros al mes por una habitación. 600 euros, la mitad de un salario medio aproximado, por conseguir privacidad tras una puerta al final del pasillo. 

Todos tenemos diferentes niveles de tolerancia y expectativas. Por supuesto, compartir piso aporta muchas cosas positivas, especialmente la compañía. Pero, sobre todo, aportaba una posibilidad de ahorro que ya se ha disipado. Adicionalmente, no existe una regulación específica de alquiler de habitaciones, así que, en caso de surgir un problema, tendría que ser un juez quien valorase las circunstancias bajo el Código Civil. El inquilino de un alquiler por habitación, básicamente, está desprotegido. 

Las expectativas vitales, apiladas una encima de la otra, hace tiempo que se vinieron abajo como los bloques de colores de los juegos de niños. Es la historia en bucle, como el disco de Lenny Kravitz sonando en el baño de un piso de Arganzuela, de la generación que no deja de perder terreno aunque no lo suficiente como para merecer demasiada simpatía, imaginación o seriedad política. ¿Hasta cuándo?