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Delinquir en las narices de los jueces

Alfredo Prada toma posesión de su cargo en uno de los gobiernos de Esperanza Aguirre.

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Las artes y la delincuencia siempre han florecido juntas"

J. G. Ballard

Déjense de Lupin, de Rocambole o de cualquier otro ladrón de guante blanco dispuesto a todo tipo de riesgos para llevarse lo que desea en la misma jeta de sus propietarios o de la propia policía. Todos sus relatos se quedan pequeños al lado del que tiene como protagonista a Alfredo Prada –ex vicepresidente segundo y consejero de Justicia de la Comunidad de Madrid–, la mano izquierda de Esperanza Aguirre cuando Francisco Granados era la mano derecha, y es que las ranas le llegaban a la condesa a manos llenas.

Les cuento sobre una sentencia que termina de poner la guinda a un tejemaneje estrambótico y extraño desde sus orígenes y en el que Prada y la CAM no dudaron en utilizar a los jueces, a sus jefes, para darles brillo y ringorrango a sus manejos. Ahora que le meten siete años de prisión por un delito continuado de prevaricación en concurso medial con un delito continuado de malversación agravada, me vienen a la cabeza un montón de imágenes y de historias de aquellos años de los que fui testigo. Aquello no voy a decir que olía mal, no teníamos datos, pero fue desde el principio un despropósito que no se le escapaba a casi nadie, a pesar de que tantos tuvieron que bailar al son que marcaba doña Esperanza, que buena era.

Todo arranca a finales de 2004 cuando a las sedes judiciales llega la noticia de que la Comunidad pone en marcha un proyecto para llevárselas de Madrid Capital –ahí es nada– a un solo lugar situado en Valdebebas, al norte de la ciudad y, como todos decían, en el orto del mundo. De nada sirvieron las decenas de reuniones que mantuvieron con operadores jurídicos en las que se les explicó que no era buena idea llevar todas las sedes y todas las jurisdicciones y todos los tribunales al mismo lugar; que iban a montar un bochinche, que había que estudiar el cambio de los flujos de tráfico si se producía un aluvión de gente cada mañana hacia allí, en fin, que no tenía sentido tener juntos juzgados penales y de lo contencioso-administrativo, que no había necesidad puesto que no son los mismos usuarios ni abogados los que los frecuenta. Recuerdo que les propusieron que, en caso de sacar los muchos edificios judiciales del centro de Madrid, era mejor agruparlos en varios campus en diversos puntos: el campus penal, el campus civil y así. No hubo nada que hacer, no hicieron caso a nadie. El macro proyecto era el objetivo clave. Ni que decir tiene que nadie estaba contento con el proyecto porque nadie –ni funcionarios ni jueces ni fiscales ni abogados– tenían el más mínimo interés en mudarse a un lugar próximo a Barajas después de tener toda su vida tan bien organizada como estaba. Era, como poco, un cuento de la lechera de Aguirre que pretendía financiar tal locura con la venta de todas las sedes judiciales de Madrid; algunas tan golosas para construir como el gran edificio de juzgados de Plaza de Castilla. “A los ciudadanos no les costará un duro”, repetía la lideresa.

Llegó entonces el asunto de los roscos. En 2005 se llevó a cabo un concurso de ideas en el que participaron más de 400 arquitectos con ideas probablemente creativas pero nada adecuadas en su mayoría para edificios judiciales. El presidente del Tribunal Superior de Madrid, para el que yo trabajaba, vino totalmente desolado de las sesiones en las que le hicieron ejercer de jurado. “Los roscos, hemos tenido que aprobar el de los roscos”, me dijo cariacontecido. Como recoge la sentencia, el proyecto de los roscos era el de los arquitectos Frechilla y López-Peláez, que recogía hasta 14 edificios circulares de diferentes tamaños y hechuras para alojar los edificios judiciales. “¡A quién se le ocurre! Edificios circulares para juzgados, sin posibilidad de ampliarlos cuando se queden pequeños, que se quedarán, como si no hubieran aprendido con el Constitucional!”, se quejaba el presidente. Cuando le pregunté que cómo no habían forzado que fuera otro, me dijo compungido que entre los finalistas los había aún más locos, como uno que bajo el lema de “hacer de la Justicia algo más humano” presentaba una especie de pueblo con casas y casitas de diferente tamaño para acoger los juzgados y los órganos judiciales diez aquí, ocho allá: “Les he dicho que si elegían ese modelo no podía asegurarles que ni yo ni mi conductor fuéramos capaces de llegar ningún día al tribunal”. Era un gallego con retranca mi presidente, pero tuvo que sufrir a base de bien la megalomanía publicitaria del consejero Prada que ahora le ha costado siete años de prisión.

Fue momento para el mega contrato con Foster and Parners para el diseño de los edificios de nuestra propia sede, el Tribunal Superior, y la de la Audiencia Provincial de Madrid. Allá que se fue Prada a Londres y firmó un contrato, como todos como dice la sentencia, sin hacer el más mínimo uso de las leyes de contratación pública. “¿Has visto?” –decía mi presi–, “han diseñado edificios con las salas de vistas en el tejado, para que las riadas de gente tengan que recorrer todo el edificio y para que estén bien al sol en verano y bien al frío en invierno...”. Los roscos de Foster de prácticos tampoco tenían nada.

Esperanza Aguirre y Prada se llevaron a los jueces a poner la primera piedra en enero de 2007. Un millón y medio parece que costó el acto al que acudieron el propio presidente del CGPJ, Hernando; el fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, y hasta Fraga Iribarne. He de decir que no sé si por suerte o por criterio, mi presidente se escondió entre los otros y no sale en primera fila como los citados poniendo la manita encima de la de Esperanza y de la piedra. A partir de ahí llegó el delirio. Allí no había más que actos, actitos y actazos. Libros editados sobre Foster y el campus, publicidad en medios, autobuses por las calles para difundir el proyecto, creación de una “marca Campus de la Justicia”, seguridad para unas obras que no arrancaban, revistas digitales, videos, exposiciones de arte sobre la Justicia –aún tengo el catálogo– y todo un arsenal publicitario al que se llevaban a los jueces como zarandillos para que presidieran, inauguraran y acompañaran. Y eso que a nadie le gustaba la idea de irse a donde Cristo perdió la sandalia, pero, ¡qué quieren!, desde que los medios materiales de los juzgados los ponen las comunidades autónomas hay que hacerles la ola si quieres tener mesas y ordenadores decentes en las sedes... y ni por esas. “La construcción del campus pasó a ser algo secundario y emplearon recursos económicos muy cuantiosos en actividades de promoción y publicidad al tiempo que se apartaron del fin de la sociedad, que no era la promoción del proyectos de arquitectura sino la ejecución de los mismos”, reza la sentencia de la Audiencia Nacional. 

Entre 2005 y 2008, en la jeta de los jueces, adjudicaron contratos por valor de 332 millones, sin respetar ni lo más mínimo la legislación de contratación pública y la mayoría para hacer de publicistas. Eso es lo que ahora condena la AN, pero eso nada aclara de por qué o para qué lo hicieron. No era objeto de procedimiento, pero la mente no se puede quedar constreñida por la contención de la causa. ¿A qué tanto contrato innecesario? ¿Por qué no se utilizaba la mecánica legal marcada para contratar? No vamos a pensar que Prada regalaba dinero a manos llenas a proveedores, agencias, medios y otros solo por afán de dar a conocer el proyecto que le apasionaba y que para ello tenía que hacerlo de forma fraudulenta. Será porque el comisario Andrés Gómez Gordo andaba por medio; será porque el caso Fundescam había sido ya archivado en un juzgado por prescripción; será porque las mecánicas riman, pero lo cierto es que me parece que esta sentencia no ha levantado todas las aguas de un nuevo episodio de la charca que fue un cenagal. A plena luz del día, a la jeta de los jueces, sin rubor alguno. Prada, ese señor condecorado con la Raimunda.

Y ojo que amenaza Ayuso con volver a darle a lo del Campus, esa campa desolada con el rosco solitario de la morgue. 

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