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Lo que no dice la ley de abdicación

El rey Juan Carlos y el príncipe Felipe, durante el acto central de la celebración del Día de las Fuerzas Armadas, en Madrid. / Efe

José Luis Serrano

“S. M. el Rey Juan Carlos I de Borbón abdica la Corona de España. La abdicación será efectiva en el momento de entrada en vigor de la presente ley orgánica”. Treinta palabras que pueden reducirse sin violencia a tres: el rey abdica. Esto es lo que ley dice.

“El rey abdica” es una proposición que describe un hecho, no es una norma. La insalvable diferencia entre normas y hechos está en lo siguiente: los hechos se describen con proposiciones cuya estructura es S es P (sujeto es predicado, Sócrates es mortal, Juan Carlos abdica la corona); las normas también describen hechos, pero sólo para enlazarlos a consecuencias (Si se da un hecho, entonces debe de darse una consecuencia. Por ejemplo: “Si el rey abdica entonces debe de abrirse el proceso sucesorio en los siguientes términos...”).

Los hechos en cuanto acaecidos son inmutables, mientras que a la misma naturaleza de la norma pertenece la posibilidad de su contravención. Si una norma no se puede violar no es norma. Tan estúpida sería la norma que prescribiese algo imposible, como la que prescribiese algo que necesariamente va a suceder. El enunciado “mañana no amanecerá” es tan estúpido como el que dijera “mañana amanecerá”. La norma, en todo caso, diría: “Si mañana amanece [hecho] entonces deben apagarse las luces [consecuencia]”. O: “Si el rey abdicara [hecho], entonces se abre el proceso sucesorio [consecuencia jurídica]”.

La ley orgánica que el miércoles aprobará el Parlamento podía haber dicho (y no dice) otra cosa: que las Cortes Generales aceptan la abdicación del rey. Añadiendo tres o cuatro palabras (las Cortes Generales aceptan...) la ley orgánica sería norma y no hecho, sería coherente con la Constitución. ¿Por qué no lo dice? Descartada la ignorancia de los redactores, me parece que la respuesta sólo puede ser la siguiente: porque esas pocas palabras indicarían la posibilidad de que las Cortes Generales no aceptasen la abdicación de un rey. Y, al hacerlo, colocarían al Parlamento por encima del rey, situarían la soberanía (superiorem non recognoscens) donde la Constitución de 1978 quiere que esté: en el pueblo representado en el Parlamento. Así que lo que tan escueta redacción pretende es dejar claro que el rey abdica cuando quiere y ante quien quiere, y que el Parlamento no es nadie para aceptar o rehusar una abdicación. Por eso, el rey abdicó ante Mariano Rajoy. Es verdad que no está hecha la ley orgánica prevista en el artículo 57 de la Constitución, pero el Tribunal Constitucional está cansado de decir que cuando la Constitución dice “la ley regulará...” y la ley no ha regulado, se aplica directamente la Constitución. Y esta Constitución de 1978 exigía al monarca abdicar ante el pueblo, ante el pueblo en Parlamento, ante el pueblo soberano, pero no ante el presidente del Gobierno.

Contaba López Rodó en sus memorias que los juristas que prepararon la entronización de Juan Carlos, después de la muerte de Franco, le atribuían tres legitimidades: la del Movimiento Nacional, cuyas Leyes Fundamentales lo convertían en rey; la legitimidad dinástica o histórica, la que su padre, el conde de Barcelona, le transmite en 1977, en un acto semipúblico que se celebró en la Zarzuela; y la legitimidad constitucional: el rey es rey porque así lo dice la Constitución de 1978. El problema es que esta tercera legitimidad no acepta las otras dos: una constitución democrática no puede admitir ningún poder que no provenga de la Constitución: “La soberanía, dice el artículo 1.2, ”reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado“. Todos los poderes del Estado, incluido el del rey. ¿No sabían esto los juristas que prepararon la sucesión de Franco? Claro que lo sabían. Pero también sabían que las constituciones cambian y que todo lo que cambia la Constitución es Constitución. Tenían que dejar puertas abiertas, fuentes de legitimidad alternativas por si, algún día, el pueblo decidiera reformar la Constitución de 1978 e instaurar la república, sin golpes de Estado, sin violencia, por el tortuoso mecanismo del artículo 168.

El rey manda y esto es un hecho. El rey abdica y esto es un hecho que está por encima de la Constitución. Esto es lo que de verdad dice la ley. De manera que los diputados que el miércoles voten a favor deben saber que le dan un golpe al republicanismo, pero también al constitucionalismo. Y ello porque el Parlamento no describe hechos, sino que promulga leyes que expresan la soberanía popular. Cuando un hecho se pone por encima de la Constitución, se convierte en constituyente: el decreto de Burgos, sin ir más lejos.

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