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Divertimento freudiano

Mono pintando una bandera

Jose A. Pérez Ledo

Si aceptamos que somos primates y damos por buenos los experimentos con monos como fuente de autoconocimiento, resulta que todo lo que hacemos en la vida tiene solo dos propósitos: la supervivencia y la cópula. Desde madrugar a pintar la Gioconda, desde comprar el pan a desentrañar la estructura del ADN, cada una de las acciones de nuestra vida responden, en última instancia, a uno de esos dos objetivos: tirar para adelante o dormir acompañado.

A veces me da por aplicar este paradigma a la política solo por ver adónde me lleva. Me abstraigo de todo (ideologías, partidos, contextos) y trato de reducir a los políticos a la mera pulsión, a las motivaciones ocultas, al trauma infante, al Eros y al Tánatos.

El otro día, agotado por la omnipresencia mediática del conflicto con Cataluña, por los cientos de contertulios dándole vueltas a lo mismo sin llegar nunca a nada, decidí entregarme a esta perversión hasta hoy inconfesa. ¿Y si estaba ahí la respuesta?, me pregunté. ¿Y si todo se trata de supervivencia y de cópula?

Pensé en Junqueras y no me costó imaginarlo escapando torpemente de los matones del colegio a los diez años, a los once, a los doce y a los trece. Me lo imaginé así, corriendo por su vida patio a través, mirando a su alrededor en busca de algún aliado y preguntándose por qué demonios nadie le echaba una mano. Lo visualicé, en plena huida desesperada, jurándose que no se detendría hasta estar rodeado de gente, hasta ser uno con la masa, hasta formar parte de algo.

El ímpetu de Puigdemont (otros lo llamarían demencia) lo atribuyo a un desengaño amoroso porque solo el amor (o la cópula) es capaz de provocar obsesiones semejantes. Lo imagino, en su juventud, enamorado de una mujer que, cosas de la vida, acabó dándole pasaporte por un español cualquiera. Me lo figuro roto por el dolor, encerrado en su cuarto, y reciclando allí el desconsuelo en patriotismo: “España se llevó mi corazón; yo me llevaré Cataluña entera”.

Veo también a un niño grandullón, un tanto zote y con frenillo. Ya desde pequeño todos le llamaban Mariano, un nombre que inevitablemente le colocaba en una tesitura agreste, en las antípodas del cosmopolitismo de la capital por la que el crío suspiraba. Me lo imagino luchando contra el exceso de salivación, repitiendo ante el espejo, con un lápiz entre los dientes, “Todas las herramientas del Estao de derecho”, como una Eliza Doolittle de provincias, muy española y mucho española.

Todo esto, por supuesto, no es más que una paparrucha, un divertimento freudiano para tratar de escapar de la complejidad humana en general y de la fatigosa política nacional en concreto. No son más que fantasías. Pero qué sería la vida sin ellas. Seríamos nada más que monos erguidos con desavenencias territoriales.

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