La guerra de los pueblos elegidos (por dos dioses distintos)
Los pueblos de Acullí y de Acullá tuvieron la mala suerte de ser elegidos por Dios. Mala suerte, porque Dios raramente lo elige a uno para tareas inocuas. Si tienes la desgracia de ser señalado por el todopoderoso índice divino, ya puedes despedirte de las comodidades. Que se lo digan, si no, a Juana de Arco.
Por si fuera poco, el pueblo de Acullí se consideraba más elegido que nadie. Hasta tenían documentos probatorios (si bien algunos peritos dudaban de su autenticidad). Unos documentos que, además, señalaban el lugar preciso donde los de Acullí debían establecer su parqué inmobiliario.
Pero algún desliz debió de cometer el Creador en su sagrada providencia, porque fue a elegir un emplazamiento ya ocupado por otro pueblo. Los de Acullá llevaban siglos haciendo su vida en ese sitio, paseando su ganado, educando a sus niños y rezando, cuando los de Acullí aparecieron con las maletas abriéndose paso a codazos.
El pueblo de Acullá aclaró a los recién llegados que aquella tierra era suya y que también ellos habían sido elegido por Dios, solo que por un Dios distinto. El conflicto era inevitable.
Los griegos de la antigüedad dirimían sus disputas divinas enfrentando a las deidades entre sí, a base de rayos o puñetazos, y les fue bastante bien. Lamentablemente, esta sana costumbre se fue al traste al mismo tiempo que su civilización. Desde entonces, existe un vacío legal en lo que a competencias celestiales se refiere, dejando a los mortales carentes de un marco jurídico garantista en caso de disparidad de criterios divinos.
No habiendo forma de dirimir cuál de los dos dioses estaba en lo cierto y no siendo posible enfrentarlos a guantazos, los habitantes de Acullí y los de Acullá decidieron resolver sus diferencias a la vieja manera humana: con sangre y furia.
No era un combate igualado, ni económica ni éticamente. Los de Acullí se acaban de mudar y ni siquiera hablaban el idioma local. Disponían, eso sí, de numerosos recursos materiales, algunos de los cuales explotaban, donados por las grandes naciones del mundo.
Los de Acullá, por su parte, tenían unas muy limitadas posibilidades de inversión bélica, y solo contaban con el respaldo de sus vecinos y de una potencia que, para su desgracia, no tardaría en desmoronarse. Todo presagiaba que la refriega sería breve, pero los dioses, por algún motivo, no lo quisieron así.
Acullí y Acullá se las arreglaron para crear una rutina bélica, un toma y daca de golpetazos terribles y estremecedores, donde, como pasa siempre en estas circunstancias, el más pobre se llevaba los peores palos.
Entre explosión y explosión, Acullí supo aprovechar sus amistades para prosperar económicamente. Descubrieron que el dinero no solo compra balas; también compra realidades. Palabras y silencios. Y, cuando Acullí hacía algo indefendible, cuando fingía que la guerra no tiene leyes o, si las tiene, no iban con ellos, el mundo libre, sobornado, se limitaba a farfullar entre dientes.
Y así, con la complicidad de unos y la afonía de otros, el conflicto se fue eternizando. La guerra empezó a ser más vieja que los más viejos y cada vez era más difícil recordar cómo empezó todo. Algunos decían que fue por las tierras, una disputa de lindes de las de toda la vida. Otros aseguraban que fue por algo relacionado con un dios o con varios. Solo que eso no parecía posible. Después de todo, ¿por qué querrían los dioses que sus hijos se matasen durante tantísimo tiempo? ¿Qué clase de Dios permitiría, imperturbable, el asesinato de miles de inocentes?
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