La condena al fiscal general culmina una de las causas más polémicas de la historia del Tribunal Supremo

La condena del fiscal general del Estado por la difusión de datos del fraude fiscal de la pareja de Isabel Díaz Ayuso se ha transformado, incluso antes de ser redactada, en una de las sentencias más relevantes de la historia del Tribunal Supremo. Pero también en una de las que más polémica han generado dentro de la Sala de lo Penal: los dos votos particulares de las magistradas que apuestan por la absolución se suman a la inédita falta de unanimidad en la decisión de mandar a juicio a Álvaro García Ortiz. Una fractura que el Supremo siempre busca evitar en sus grandes decisiones y que pone a la Sala de lo Penal en el espejo de la denostada fragmentación del Tribunal Constitucional en asuntos relevantes. 

Los factores inusuales arrancaron hace un año y un mes, cuando la sala admitió la exposición razonada llegada del Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM) y aceptó investigar a García Ortiz. El documento llegado desde el otro lado de la calle General Castaños de Madrid que separa ambos tribunales apuntaba en una dirección: la Fiscalía había revelado datos confidenciales de la confesión de Alberto González Amador, pareja de Ayuso, y había que investigar quién era el máximo responsable del comunicado. Por aquel entonces, el fiscal general ya había dicho públicamente que él era la persona que buscaban. 

La admisión a trámite de exposiciones razonadas contra aforados no es algo extraño en el Tribunal Supremo, aunque la mayor parte se rechazan. Tampoco lo es que, tal y como establecen las normas de reparto, esos mismos cinco magistrados sean los que meses después juzguen el caso. Lo que es menos habitual es que en esa admisión se cambie el foco de la investigación: la nota de la Fiscalía, dijo entonces el Supremo, no tenía “información indebidamente revelada”, pero había que investigar cómo esa confesión había llegado a la prensa la noche anterior. 

Esa misma semana los mismos jueces rechazaron imputar a la ministra María Jesús Montero por hacer declaraciones de la causa de la pareja de Ayuso porque, para entonces, esos datos ya circulaban por las redacciones y eran conocidos por los medios y la opinión pública. “No sabemos de lo que nos estamos defendiendo, si de la nota o del correo”, fue el alegato final de José Ignacio Ocio, abogado del Estado que ha defendido a García Ortiz en todo el proceso y que refleja cómo la instrucción de Ángel Hurtado, ahora avalada por la condena del fiscal general, también tuvo episodios poco habituales en la trayectoria de la Sala de lo Penal. 

No es poco frecuente que el tribunal conocido como la Sala de Apelaciones –tres magistrados designados para supervisar una investigación– corrija a uno de sus compañeros mientras lleva la causa, aunque lo normal en el Supremo es que avalen la mayor parte de sus decisiones y lo hagan de forma unánime. En la causa contra el fiscal general, esa sala se rompió en el momento clave del caso: cuando Hurtado dio por terminada la investigación y decidió enviarla a juicio

Un voto particular inédito

El pase a procedimiento abreviado es el momento más relevante de una causa penal: cuando el instructor termina de investigar y decide si el caso se archiva o se juzga. Y muy pocas veces la Sala de Apelaciones del Supremo ha corregido a un instructor en ese punto crítico de unas diligencias. Lo hizo, por ejemplo, cuando este año revocó el archivo de la causa por denuncia falsa contra el senador Pedro Sanginés (Coalición Canaria). Pero en el Tribunal Supremo no recuerdan que una decisión de este calado, confirmando o revocando un procesamiento, haya sido tomada sin la unanimidad de los tres jueces. 

Es lo que sucedió a finales del pasado julio cuando la Sala de Apelaciones se dividió para confirmar, con matices relevantes, el procesamiento de García Ortiz. Los tres magistrados fueron unánimes al dejar fuera del juicio por falta de pruebas a la fiscal de Madrid, Pilar Rodríguez, y al borrar las afirmaciones sin pruebas con las que Hurtado acusaba al fiscal general de actuar siguiendo “indicaciones” de la Moncloa. Pero la sala de tres se partió para lo más relevante: si el caso entero debía juzgarse o archivarse. 

Andrés Palomo, considerado de perfil conservador y uno de los magistrados que juzgó y sentenció el procés, era el ponente original de la decisión. Y planteó una bomba a sus compañeros Julián Sánchez Melgar y Eduardo de Porres: archivar la causa contra el fiscal general y que ni siquiera llegara a juicio. Su argumento era que cuando el correo llegó a manos de García Ortiz ya “había sido filtrado”. Y Hurtado le había enviado al banquillo a pesar de la “escasez, debilidad e insuficiencia de indicios de la filtración”. También argumentó que la nota de la Fiscalía sobre el caso no era un delito, sino un “desmentido”. 

La inusual división interna de la Sala de Apelaciones, compuesta por tres magistrados de la Sala de lo Penal, ha dado paso a otra división más habitual e igualmente relevante: la del tribunal de siete magistrados que ha juzgado y sentenciado el caso. Aquí también había una ponencia minoritaria que apostaba por exonerar al fiscal general y también ha habido una mayoría conservadora que ha impuesto, en este caso, una condena. Y aquí, como ya es cada vez más habitual en los casos más relevantes del Supremo, tampoco ha habido unanimidad. 

Del procés al fiscal general, pasando por los ERE

La sentencia del procés fue la meta judicial de un proceso histórico a muchos niveles. Por las condenas, por el juicio y por los efectos que, a día de hoy, siguen retumbando en la política y los tribunales. Pero a nivel de consumo interno judicial un aspecto prevalece por encima del resto: que las condenas por sedición, malversación y desobediencia fueron dictadas por unanimidad de magistrados progresistas y conservadores en la Sala de lo Penal. 

Esa unanimidad fue la que encumbró a Manuel Marchena ante la opinión pública. Después de que su nombre fuera manoseado por los partidos políticos como posible presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), su gestión del juicio y de la sentencia –cuyo fallo fue filtrado antes de que se notificara la sentencia– le convirtieron en la cara más admirada de la judicatura. Esa unanimidad, con el paso de los años, ha sido esgrimida por jueces y políticos como la gran diferencia entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Unanimidad para asuntos de máxima relevancia en el primero frente al denostado “7-4” en las votaciones del segundo. 

Lo cierto es que el “5-2” del caso del fiscal general –la mayoría de cinco conservadores que apuesta por la condena frente a las dos progresistas que pedían la absolución– se ha extendido en algunas de las decisiones más relevantes del Supremo en los últimos años y con una foto muy parecida en todas: progresistas que se quedan en minoría defendiendo absoluciones o reducciones de condena. Susana Polo y Ana Ferrer, las dos magistradas que preparan sus votos particulares en contra de la condena del fiscal general, son las protagonistas habituales de esa minoría judicial del Supremo.

Los antecedentes son variados y permiten dar por olvidada la unanimidad del procés con la que el Supremo se oponía al Constitucional. Ferrer y Polo son las mismas magistradas que se quedaron solas en su petición de eliminar la condena de cárcel de José Antonio Griñán por los ERE de Andalucía. Polo, junto con Javier Hernández, también se quedó en minoría cuando aseguró que Alberto Rodríguez, exdiputado de Podemos, estaba siendo condenado sin pruebas por patear a un policía. 

Ferrer fue la primera mujer en entrar en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y hace unos meses se postuló como candidata a suceder a Manuel Marchena y ser también la primera mujer en presidir ese departamento clave. Ella misma se retiró de la contienda cuando el sector conservador del CGPJ aplicó su tradicional bloqueo para imponer, de facto, la presidencia de Andrés Martínez Arrieta, ponente de la sentencia que condena al fiscal general y que tomó posesión del cargo escoltado por el saliente Marchena. 

Fue la única magistrada que llevó la contraria a sus compañeros cuando decidieron no amnistiar el delito de malversación que se atribuye a Carles Puigdemont y que, en la práctica, le mantiene en búsqueda y captura y en peligro de ser arrestado si vuelve a España. Aquella fue la primera fractura interna de la Sala de lo Penal en lo tocante al procés. Se trata de una magistrada cuya trayectoria no levantaba sino elogios en el Tribunal Supremo y el CGPJ hasta que llegó el momento de ser elegida para un puesto de responsabilidad, momento en que fue señalada como próxima al Ejecutivo para justificar el enésimo bloqueo conservador al ascenso de una jueza progresista. 

La Fiscalía y la Abogacía, contra el Supremo

Polo y Ferrer supieron que se habían quedado solas defendiendo la absolución del fiscal general incluso antes de que acabara el juicio. Las deliberaciones previas y posteriores al “visto para sentencia” del 13 de noviembre dejaron claro que la mayoría conservadora del tribunal apostaba por una condena cuyos detalles todavía son desconocidos. La velocidad en difundir el fallo dibuja esa clara división entre bloques, pero sin que sea un movimiento inédito. Por ejemplo, el fallo que condenó a 'la manada' de Pamplona por violación se difundió horas después de que terminara la vista. 

El fallo difundido por el Supremo para evitar las filtraciones que en 2019 mancharon la sentencia del procés también sella otro factor tan legal como anómalo en este caso: la distancia insalvable entre las decisiones de los jueces y el criterio de la Fiscalía y la Abogacía del Estado. 

Después de oponerse sin éxito a todas las decisiones del juez Hurtado, el Ministerio Público y la defensa del fiscal general se han encontrado con un fallo que, si bien no acoge todas las pretensiones de González Amador –llegó a pedir una indemnización de 300.000 euros y cuatro años de cárcel–, sí tira por tierra sus peticiones de nulidad y absolución. Ninguna norma, escrita o sin escribir, vincula las decisiones judiciales al criterio de la Fiscalía, pero las estadísticas demuestran que suelen ir alineadas. En 2024, por ejemplo, la sala segunda del Supremo estimó el 86% de los recursos que presentó la Fiscalía. 

La causa contra el fiscal general abandonará en las próximas semanas el Tribunal Supremo para poner rumbo al Tribunal Constitucional. García Ortiz, para entonces previsiblemente fuera del cargo, tendrá que esperar a que se notifique la sentencia completa para interponer un incidente de nulidad –con pocas perspectivas de éxito– antes de ir en amparo al Constitucional. Un tribunal donde los votos particulares de Ferrer y Polo –sucedió en los ERE y en el caso de Alberto Rodríguez– han tenido más recorrido que las sentencias condenatorias de sus compañeros.