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9 de noviembre de 1989

Jacobo Rivero

9 de noviembre de 1989

El 20 de mayo de 2014, cinco días antes de las elecciones al Parlamento Europeo, el periodista Gerardo Tecé entrevistaba a Pablo Iglesias en la revista La Marea. Preguntaba Tecé a Iglesias: «¿Nos hablas de ti, Pablo? ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?». El cabeza de lista de Podemos a las elecciones europeas, que ya contaba con un importante tirón mediático, respondía:

Nada que no se sepa. Un tipo de familia de izquierdas que milita des- de los catorce años. Empecé en la Juventud Comunista de Madrid (JCM) y participé del movimiento estudiantil en el instituto y después a través de la Unión de Estudiantes Progresistas-Estudiantes de Izquierdas (UEP-EI) en la Facultad de Derecho de la Complutense. Me fui a Italia de Erasmus, allí milité en Rifondazione Comunista (RC), pero me enamoré de los centros sociales italianos. Volví a Madrid y participé en la creación del Movimiento de Resistencia Global, que se reunía y trabajaba en el centro social El Laboratorio. Estuve en las movilizaciones [antiglobalización] de Praga, de Génova y en muchas más. Acabé Derecho, estuve en México y empecé a estudiar Políticas. En la Facultad de Políticas contribuí a la formación de Contrapoder, entre otros, junto a Íñigo Errejón, nuestro jefe de estrategia política y responsable de campaña —buena parte de los fundadores y de los compañeros que llegaron después a Contrapoder forman parte hoy del equipo de campaña de Podemos—. Empecé el doctorado y las becas de investigación me permitieron formarme en Reino Unido, Italia y Estados Unidos. Empecé a colaborar con el Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS) en proyectos con América Latina y aquella experiencia latinoamericana nos marcó; allí nos enseñaron que se puede ganar. Me doctoré, saqué una plaza de interino a tiempo parcial y con otros profesores de mi facultad apasionados de la comunicación política, como Juan Carlos Monedero, Carolina Bescansa o Ariel Jerez, participé en la construcción de proyectos como La Promotora o «La tuerka». Y así hasta aquí.

Un currículum político que refleja el background del líder de Po- demos y su trayectoria hasta el momento actual. Cuenta alguien que compartió activismo en la JCM que «a Pablo, desde el principio, se le veía con voluntad de liderazgo, de estar cerca de los que tenían cargos importantes y discutir con ellos, también de construir discursos muy pasionales y sesudos». La descripción remite al concepto de militante clásico, en la línea de la famosa consigna del Che Guevara de que «el deber de todo revolucionario es hacer la revolución». Precisamente, en el centro social El Laboratorio, el 18 de octubre de 1997, el fallecido periodista Javier Ortiz5 dio una charla sobre la frase del Che Guevara. Un análisis crítico sobre el concepto de revolución guevarista, y también de los lugares comunes desde los que se concebía el cambio revolucionario por parte de algunos sectores de la izquierda. Decía Ortiz:

Ernesto Guevara, como casi todos los marxistas de la época, partía (partíamos) de una idea previa de cómo tenían que ser las revoluciones [Y luego, de lo que se trataba era de que la realidad se ajustara a esa concepción previa. No es simplemente que él tuviera unos ideales a los que deseara que la realidad se acercara cuanto más y cuanto antes mejor. Es que] o la realidad se sometía a su modo universal de concebir la revolución o no valía la pena. Pero los procesos históricos no funcionan así. Las revoluciones no se hacen por encargo. Son el resultado de complejísimos procesos, en los que intervienen demasiados factores, que no sólo son incontrolables por su variedad, sino también porque muchos de ellos, sencillamente, no dependen de la voluntad humana. Pondré un ejemplo tomado de la historia reciente: hoy todos los analistas están de acuerdo en que un factor determinante de la victoria del sandinismo en Nicaragua fue el terremoto que asoló el país en 1972. [Aquella catástrofe natural, impredecible, que dejó a más de trescientas mil personas sin hogar, contribuyó a poner clamorosamente al desnudo la espantosa corrupción del somocismo, lo que llevó a las clases medias a mirar con cierta simpatía las propuestas de los sandinistas]. Y, puesto que de terremotos y revoluciones hablamos, algo similar podría decirse del proceso que condujo a la caída del sah de Persia y al nacimiento de la República Islámica de Irán, aunque a esa transformación el Che nunca la habría llamado revolución: en su concepción de las cosas, sólo merecían el nombre de revolución los cambios sociales cuyos protagonistas estuvieran animados por una pretensión socialista. Pero las pretensiones de los cabecillas políticos no necesariamente están en consonancia con lo que sucede en la realidad.

Es probable que Iglesias llegara, tras el terremoto político del 15 de mayo de 2011, a conclusiones parecidas a las que exponía Javier Ortiz en 1997. En la década de los noventa, cuando Ortiz presentó su ponencia, parte de la izquierda se encontraba inmersa en una sensación de naufragio que tenía como acontecimiento fundamental de su catar- sis la caída del Muro de Berlín. El también fallecido Ramón Fernández Durán, referente del ecologismo en España, más humano y apega- do a la gente, contaba una anécdota vivida por él mismo en los días posteriores a la caída del Muro, cuando casualmente se encontraba en la ciudad alemana visitando a unos amigos que vivían de manera comunitaria en el barrio de Kreuzberg, en el lado oeste de la ciudad. Mientras el Muro de Berlín caía bajo los martillazos de la gente, cansada de vivir en la asfixia del socialismo forzoso, Fernández Durán se paseaba por la ciudad en bicicleta como espectador privilegiado de un momento histórico. Ciudadanos del este de la ciudad entraban en los concesionarios de coches y las tiendas de Occidente para ver que aquellos escaparates inaccesibles eran reales, querían mirar y palpar, sin derecho a compra, los lujos que ofrecía el otro lado del Telón de Acero. Mientras la ciudad vivía en un estado de gran excitación, unos pocos izquierdistas occidentales del espacio «antiautoritario» se manifestaban para tratar de denunciar las vergüenzas de la sociedad de consumo al grito de «¡consume, consume!». Una lectura crítica de la situación que no entendían los ciudadanos que provenían del lado oriental de la ciudad. Para Fernández Durán aquello era un síntoma evidente de la desconexión de buena parte de los movimientos sociales de izquierdas con la realidad y su incapacidad de empatizar con los ritmos de la ciudadanía. El Muro caía por muchos lados y uno de ellos era la construcción teórica de la propia izquierda antisoviética. Hay una frase que se usa habitualmente para definir aquel momento de vaivenes y orfandad que vivió la izquierda de la izquierda: «Cuando teníamos las res- puestas, nos cambiaron las preguntas».

La descomunal resaca de la caída del Muro se llevó por delante poco tiempo después la Revolución sandinista. El 25 de febrero de 1990, Daniel Ortega, entonces, y ahora, líder oficial del sandinismo, perdía las elecciones frente a Violeta Chamorro, candidata de una coalición de partidos opositores. Un mazazo para el espíritu internacionalista de una izquierda que se había volcado en apoyar una revolución que, como la cubana, ocurría en la trastienda de Estados Unidos y que generaba reacciones de profusa admiración por su origen guerrillero y has- ta cierto punto libertario. En el número inmediatamente posterior a la debacle sandinista, el periódico izquierdista Combate publicaba un dolorido editorial, erróneo con el paso del tiempo, con el título «Nicaragua seguirá sandinista», donde se apuntaba, entre otros asuntos más vinculados a la pérdida de un referente querido, a la reflexión y la autocrítica: «Es legítimo y necesario preguntarse sobre cuáles han podido ser las causas más profundas de esta derrota. Más que aventurar respuestas precipitadas, trataremos de plantear problemas, que sentimos como propios, y sobre los que debemos reconocer que hemos empezado a reflexionar sólo después de las elecciones. El tema que nos parece central es el papel de las organizaciones de masas en la sociedad revolucionaria».8 La reflexión autocrítica duró décadas y estuvo escasa de explicaciones convincentes.

El fin de la historia

Desde entonces hasta ahora ocurrieron muchas circunstancias en el se- no de la izquierda mundial. Si la caída del Muro de Berlín fue el final de la división del mundo acordada en la Conferencia de Yalta (1945), tras el final de la Segunda Guerra Mundial, la derrota del sandinismo en las elecciones de Nicaragua en 1990 fue el golpe definitivo, en lo relativo a la gobernabilidad, para una parte de la izquierda que, aunque crítica con el bloque soviético, había alumbrado esperanzas en los procesos latinoamericanos que habían surgido tras la Revolución cubana y que, al contrario que aquélla, no tenían una deuda ideológica tan nítida con el llamado «socialismo real» ni la política de bloques. Por si fuera poco, la llamada «piñata sandinista», nombre con el que se cono- ció la política de expropiaciones en beneficio propio de algunos dirigentes del sandinismo antes de abandonar el poder, dejó en muy mala situación la reputación ética de muchos de sus cuadros.9 La derrota moral del sandinismo fue, para muchos de sus participantes y admira- dores, más grave que la derrota electoral. El escritor nicaragüense Sergio Ramírez —que participó en el movimiento de resistencia a la dictadura de Anastasio Somoza, fue miembro de la Junta de Gobierno tras el triunfo de la Revolución en 1979 y ejerció de vicepresidente de Nicaragua como segundo de Daniel Ortega entre 1984 y 1990— explicaba así el contexto de la decepción: «En todas partes de América Latina existen los corruptos, pero sólo en Nicaragua había habido una revolución».10 Por su parte, Ernesto Cardenal, poeta, sacerdote, teólogo, escritor, traductor, escultor y además ministro de Cultura entre 1979 y 1987 del Gobierno sandinista, señaló en una lectura11 sobre el fracaso del Frente Sandinista de Liberación Nacional con perspectiva histórica y desde su atalaya de indiscutible honorabilidad ética: «Somos soldados derrotados de una causa invencible, que es la causa de la humanidad».

A partir de esos batacazos, la hegemonía en las democracias occidentales parecía asunto de dos actores principales: los partidos libera- les conservadores y los partidos socialdemócratas, cada uno de ellos —en función del país o el territorio— con sus propias características. El expresidente del Gobierno Felipe González escribió en 1999 un artículo titulado «Una década después», en el que narraba sus conversaciones al día siguiente de la caída del Muro con Helmut Kohl y François Mitterrand.13 Es interesante el planteamiento que hacía González diez años después del 9 de noviembre de 1989, cuando en Berlín se abrió de forma inesperada una puerta que la Perestroika de Gorbachov y el empuje de millones de ciudadanos de Europa del Este ayudaron a abrir: «Han pasado diez años. Ha comenzado una nueva era, de la que fue símbolo político la caída del Muro. [...] Pero no hemos salido del desconcierto. La incertidumbre continúa y los triunfos pueden ser efímeros. La tercera vía corre el peligro de convertirse en el camarote de los hermanos Marx, al que suben en montón figuras des- creídas o tan de derechas que dicen que no son ni de izquierdas ni de derechas. Vean al señor Aznar, que proclamaba la muerte del socialismo democrático y ahora se reclama de la tercera vía, pasando sin transición de la pasión thatcherista a la blairista. Esperando cambiar de nombre, de camisa o de lo que haga falta, mañana. Blair y Giddens deben pensar que el verdadero fin de la historia es la tercera vía, por la que circulan todos, sean cuales sean sus valores o sus objetivos».

El expresidente socialista hacía referencia al «fin de la historia» como guiño al libro de Francis Fukuyama, escrito en 1992, El fin de la historia y el último hombre (The End of History and the Last Man),14 donde el politólogo estadounidense de origen japonés y profesor de la Universidad de Stanford apuntaba al final de las ideologías tras el cierre definitivo de la guerra fría. Según Fukuyama, lo que había triunfa- do tras el desplome del socialismo real era la democracia liberal. El polémico libro es todavía hoy una referencia cada vez que se habla de Berlín en 1989 y del posterior desmoronamiento de todos los países que operaban a rebufo de la Unión Soviética. Al hilo del vigésimo quinto aniversario de la caída del Muro, Fukuyama volvió a ser actualidad mediática. En una entrevista para el diario argentino La Nación explicaba la teoría de su libro: «No creo que haya una forma más elevada de civilización que la democracia liberal en combinación con algún tipo de economía de mercado. Así que lo único que expuse en aquel libro es que la modernización y el progreso en marcha que vivimos pa- recen llevar hacia la democracia liberal, no hacia el socialismo».En esa línea de cambio de ciclo determinante, el historiador Juan Pablo Fusi señalaba en una entrevista de Tulio H. Demicheli publicada en el diario Abc en relación con el fin de la historia: «Era una simplificación y una provocación intelectual. En Francis Fukuyama había cierta ilusión de que había triunfado la democracia. Pero sí ha sido el fin de una época, así como la derrota histórica de la izquierda revolucionaria. La derrota de toda una visión del mundo fincada en una revolución “obrera” que se beneficiaba del ethos de la Revolución francesa y que había reverdecido, por ejemplo, con la Revolución cubana a finales de los años cincuenta. La ocurrida en Europa del Este y en Rusia a lo largo de 1989 fue, casi, una Revolución de 1789, pero... ¡contra los revolucionarios!».

No fue Fukuyama el primero en teorizar sobre el fin de la historia y de las ideologías. El profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid Ángel Rivero, que fue profesor de Pablo Iglesias en la asignatura Teorías del Nacionalismo, señalaba en un artículo titulado «El final de las ideologías y la vuelta de los extremismos a Europa» un acontecimiento celebrado mucho antes de 1989: el Congreso sobre el Futuro de la Libertad que se realizó en Milán en 1955. «En aquel año, y bajo el patrocinio discreto de la CIA, se reunieron en la ciudad italiana alrededor de ciento cincuenta políticos y académicos con el objeto de responder al desafío soviético al mundo libre con una res- puesta intelectual articulada que reforzara las democracias occidentales. Existía entre los promotores de esta reunión el convencimiento de que la guerra fría la estaba ganando el comunismo en el terreno de las ideas, porque su ideología encontraba respetabilidad dentro del mudo intelectual y porque los crímenes ejecutados por los comunistas parecían no refutar un conjunto de creencias políticas que mantenían una validez permanente, religiosa, por encima de toda circunstancia.» Una forma de sugerir, por parte de Rivero, que la socialdemocracia fue hasta cierto punto un invento de la CIA. Algo que habría que poner en cuestión si, al menos, atendemos a alguno de los grandes referentes del espacio socialdemócrata, como es Suecia, cuyo modelo de sociedad es- taba en primera línea de batalla de las ideas, por su proximidad geográfica con la Unión Soviética. El profesor Rivero pone en relación aquel encuentro con el momento actual que vivimos en Europa, y rechaza, como han hecho algunos académicos y analistas, que se esté produciendo en Europa una vuelta a las identidades políticas fuertes y, en cierto sentido, una reversión de las ideas lanzadas en su día por Fukuyama:

Si uno atiende de manera más pormenorizada al discurso ideológico con el que han alcanzado relevancia política en el presente los movimientos populistas europeos, descubrirá que el nuevo extremismo europeo poco tiene que ver con el antiguo. Para empezar, muchos de es- tos partidos proclaman no ser ni de derechas ni de izquierdas; otros muchos se manifiestan defensores del Estado de bienestar, que ven en peligro; casi todos son nacionalistas y, en general, ninguno manifiesta una oposición abierta al sistema democrático. [...] Los nuevos radica- les «rechazan pronunciar la más mínima solución para el futuro» por- que se considera mucho más sabio «no decir nada en concreto». La razón se utiliza para criticar a los demás y, «al mismo tiempo, se utilizan para beneficio propio las emociones negativas del odio y del resentimiento [...] que unen más fácilmente a un gran número de personas que cualquier programa político». El nuevo extremismo europeo pare- ce, de momento, vivir en el tiempo del final de las ideologías.

Hacía también Felipe González en su artículo referencia a la tercera vía y a Anthony Giddens. Alrededor de la victoria de Tony Blair en las elecciones de Gran Bretaña de 1997, y antes, al acceder al liderazgo del Partido Laborista británico en 1994, había surgido una suerte de nueva corriente interna, lo que se llamó el «Nuevo Laborismo», desarrollada teóricamente por el sociólogo Anthony Giddens en su libro La tercera vía: la renovación de la socialdemocracia.18 Era la respuesta a la hegemonía conservadora de Margaret Thatcher, que había gobernado con mano de hierro entre 1979 y 1990, para luego ceder el poder al también conservador John Major. En una entrevista en el diario El País del 12 de mayo de 2007, Giddens explicaba en qué consistía, básicamente, su propuesta política: «El Nuevo Laborismo se basaba en unos cuantos principios básicos, todos ellos firmemente defendidos y promovidos por Blair. Son los principios que, por así decir, definen la tercera vía: primero, poner la economía ante todo. Una economía robusta es la condición indispensable para tener una política social eficaz, y no al revés. Segundo, ocupar el centro político. Hacerse con el centro no es lo mismo que recaer en el conservadurismo: se trata de mover el centro hacia la izquierda. Tercero, en el progreso hacia la justicia social, concentrarse en los pobres más que en los ricos. Cuarto, invertir en los servicios públicos, sobre todo en educación y sanidad, pero sólo con la condición de que se hagan reformas, y reformas bastante radicales. Es muy importante la eficacia, pero también lo es tener más variedad de elección. Quinto, no dejar ningún problema en manos de la derecha. Ofrecer, en cambio, soluciones de centroizquierda. Ser duros con el crimen y duros con las causas del crimen no son meras palabras bonitas, sino una fórmula política apropiada, si se desarrolla como es debido. Sexto, llevar a cabo una política exterior activista. Blair decidió desde el principio que hay que pensar en el uso de la fuerza cuando fracasan las estrategias de negociación».19 Cada uno de los seis puntos daría para un debate sobre si la Administración de Blair operó en esa línea, si fue acertada o sobre qué supuso para el país. Pero lo que pocos dudan es que sobre el punto sexto y la «política exterior activista» se cometió un enorme error, que fue la invasión de Irak, con consecuencias calamitosas en relación con la manipulación informativa, la muerte de civiles, la atomización de la zona y el ninguneo y la violencia policial contra las masivas protestas ciudadanas que se realizaron en medio mundo para evitar la guerra y buscar otras soluciones que no fueran bélicas.

No cabe duda de que en Podemos, un partido impulsado en buena medida por profesores de Ciencias Políticas, hay un seguimiento de todas estas cuestiones y debates. Sus posturas están muy alejadas de Fukuyama, los participantes del Congreso de la Libertad, Felipe González o Tony Blair. La distancia entre las reflexiones de estos autores y Podemos es sideral, pero entre los principales impulsores de Podemos se pueden reconocer los elementos clave del debate que planteó el nuevo contexto internacional y político abierto tras el final de la guerra fría: la imposibilidad de cambios revolucionarios «a la antigua», la quiebra de los referentes tradicionales, el carácter de las mayorías sociales y los procesos posibles de transformación tanto de ese carácter como de las sociedades en las que se desarrolla... Slavoj Zizek, filósofo marxista, crítico cultural, profesor de Ciencias Políticas y Sociología en distintas universidades, además de autor de referencia para muchos miembros del partido que lidera Pablo Iglesias, hacía unas reflexiones alrededor del papel de la izquierda, con su particular estilo provocativo, en el tiempo actual: «Creo que el mayor triunfo de la ideología dominante ha si- do mantener a su lado a esa mayoría moral y presentar a la izquierda como unos enloquecidos que solamente piensan en tener sexo con animales y toda esa basura. Creo, realmente, que la izquierda toda- vía no ha llegado al fondo de su crisis». En una entrevista a Zizek en el diario El País, antes de las elecciones europeas del 25 de mayo y la explosión de Podemos, el pensador eslovaco señalaba:

La figura de un líder, un maestro, no es necesariamente mala. Un auténtico maestro no es el que da órdenes, sino el que es capaz de enseñarte lo que puedes hacer, el que te habilita con tus propias capacidades. Lo dije de forma intencionadamente provocadora, porque estamos sumidos en una grave crisis y ¿qué es lo que está haciendo la izquierda? Nada. Carece de alternativa. Incluso esos movimientos espontáneos como el que surgió en España de los indignados, ¿qué han conseguido? Yo molesto a la izquierda porque digo que es muy fácil ser patéticamente solidarios con concentraciones gigantescas, como las de la plaza de Tahrir. Pero el problema empieza justamente un mes después, o dos a lo sumo, cuando los periodistas se van y las cosas vuelven a la normalidad. ¿Qué cambios percibe entonces la gente? Es muy fácil reunir grandes masas, convocar grandes manifestaciones, pero lo importante son los cambios que se producen. En Grecia al menos han dado un paso más allá con el partido Syriza, que tiene un programa acorde con lo que la gente quiere.

Quizá Pablo Iglesias y su formación encontraron la respuesta más ágil a las preguntas de Zizek, que planeaban desde hace tiempo sobre los movimientos y las gentes que se resistían a aceptar el fin de la historia. El filósofo Santiago Alba Rico, en un artículo titulado «Podemos, sí, pero ¿queremos?», escribía sobre la función del «maestro» en Podemos:

Aquí hay también una discusión no coyuntural sobre la superación antropológica del liderazgo (¿podemos pensar en una ética sin ejemplos ni héroes?) y otra relativa a las circunstancias concretas restrictivas en que nos movemos. La sociedad realmente existente (y realmente insurgente) está forjada en el consumismo, el hedonismo de masas y la democracia abstracta, tres vértebras íntimamente asociadas a un espacio público secuestrado por el mercado y sus medios de comunicación. No estoy seguro de que «el ejemplo público» sea antropológicamente superable, pero lo que es incuestionable es el papel central, de legitimación y de manipulación, que juega en las sociedades capitalistas de mercado. [Y añadía sobre las críticas:] Mucho me temo que el rechazo abstracto del liderazgo es típico de gente como yo: intelectuales individualistas que muchas veces pretenden convertirse en líderes del no-liderazgo; es decir, en líderes ineficaces.

Pasadas las elecciones europeas, Zizek, junto con otros intelectuales, como Eduardo Galeano, Gilbert Achcar, Jorge Alemán, Étienne Balibar, Judith Butler, Noam Chomsky, Mike Davis, Michael Hardt, Naomi Klein, Antonio Negri y Jacques Rancière, firmó un manifiesto «internacional» de apoyo a Podemos. En el texto los firmantes señalaban: «El programa político de Podemos, elaborado de manera participativa por miles de ciudadanos, ha sido capaz de materializar el anhelo compartido por millones de personas de todo el mundo en un proyecto político concreto: una ruptura con la lógica neoliberal del austericidio y la dictadura de la deuda; un reparto equitativo del trabajo y la riqueza; una democratización de todas las instancias de la vi- da pública; la defensa de los derechos sociales y los servicios públicos, y el fin de la corrupción y de la impunidad con las que el sueño euro- peo de igualdad, libertad y fraternidad ha degenerado en la pesadilla de una sociedad injusta, desigual, oligárquica y cínica». Lo cierto es que, a la hora de firmar el manifiesto, el programa de Podemos era una incógnita y los puntos sobre los que se mantenía estaban cogidos con los alfileres de la indignación y la voluntad de un cambio de paradigma en la política institucional española, así como en las formas tradicionales de hacer política desde la izquierda. Finiquitado el ciclo de los partidos históricos de vanguardia, también de los modelos y aspiraciones clásicos de transformación social, predomina la idea de que ya no hay nada que cambiar, sólo gestionar la única alternativa, lo que tocaba era un cambio de discurso y de sus formas de trasladarlo a la sociedad. Asunto este último, el de la difusión, en el que las nuevas tecnologías han tenido un protagonismo que admite pocas dudas. El cambio en la comunicación, su inmediatez y su acceso, ha sido estratosférico.

El poderoso PCI

En la genial película de Pietro Germi Divorcio a la italiana (Divorzio allʼitaliana, 1961) hay una escena que describe de forma brillante la pedagogía del Partido Comunista Italiano (PCI) a mediados del siglo xx, cuando era un referente indiscutible de la izquierda occidental. En un pueblo de Sicilia, Fefé (Marcello Mastroianni), casado desde hace doce años con Rosalía (Daniela Rocca), se enamora de su sobrina Angela (Stefania Sandrelli). La película es un enredo desternillante en relación con las ideas de Mastroianni para deshacerse de su mujer y de la moralidad alrededor de los «delitos de honor» en el sur de Italia. En el recorrido de cámara sobre la idiosincrasia del pueblo siciliano donde se sitúa la acción, hay un momento en que aparece la sede local del PCI. Allí se celebra un mitin sobre el divorcio. Subido a una tarima, se ve a un camarada de estética arreglada y bien plantado. Con retórica trascendente, adoctrina, ante un auditorio repleto de hombres de aspecto campesino, con un discurso a favor de los derechos de la mujer. Una vez terminada su alocución, los presentes lo abuchean y profieren insultos gruesos contra las mujeres. La concepción moral de esos campesinos comunistas no era muy diferente a la de los fieles católicos de la Democracia Cristiana, como tampoco la moral de los miembros del partido era muy distinta a otras socialmente hegemónicas, en este caso, en relación con el machismo. Hasta cierto punto podría ser una caricatura de la incapacidad de conectar con realidades sociales más allá de los discursos. Entonces era la época —la década de los sesenta en Italia— de Palmiro Togliatti como secretario general del PCI, que vivía la paradoja de un partido revolucionario sin revolución y que actuaba desde el reformismo. Entonces la comunicación política era vertical, del Comité Central para abajo. Ahora las redes sociales fomentan la interacción, la discusión permanente y la diversidad. El partido comunista más fuerte de Europa occidental, que fundaran en 1921 en Livorno Antonio Gramsci y Amadeo Bordiga, finalizó su trayectoria en 1991, dos años después de la caída del Muro, en su XX Congreso, para derivar mayoritariamente en una fuerza «socialdemócrata» que representa el Partido Democrático del actual primer ministro italiano, Matteo Renzi. El histórico PCI pasó a la historia, el mitin de consignas unidireccionales, probablemente también.

El heredero minoritario del legado del PCI fue el partido Rifondazione Comunista, el mismo en el que desembarcó Pablo Iglesias cuan- do llegó a Italia. En las elecciones italianas de 2008, Rifondazione, que se presentó en una coalición llamada Sinistra-Arcobaleno (Izquierda-Arco Iris), se quedó sin representación; era la primera vez desde 1948 que una fuerza expresamente comunista no tenía representación en el Parlamento de la República de Italia, al tiempo que Berlusconi lograba una nueva victoria. El histórico diario de izquierdas italiano Il Manifesto hacía el siguiente balance: «La izquierda no desaparece junto con su representación institucional: pensar que el juego estaba en el palacio ha sido un error». Daniele Farina, que fue diputado de Rifondazione Comunista y miembro del centro social Leoncavallo de Milán (uno de los que «enamoraron» a Pablo Iglesias en su estancia italiana), señaaba: «Hay un problema de eficacia de la política. Las calles siempre han sido un lugar de reivindicación social. Desde allí podemos empezar otra vez».24 La lectura de Farina era una llamada de retorno a los orígenes. El de la calle era el nuevo ritmo que se imponía en buena parte de la izquierda europea de la primera década del siglo XXI. Una nueva institucionalidad, de abajo arriba, estaba floreciendo.

Tiempos nuevos...

En ese contexto de disolución del referente fundamental de las van- guardias de izquierda europeas del siglo xx —principalmente, los partidos comunistas— surgieron nuevas propuestas de articulación del discurso político acordes con el cambio de siglo. Juan Carlos Monedero, dirigente de Podemos, señalaba en un artículo:

Las bases del socialismo del siglo XXI hay que buscarlas (aun sin ánimo exhaustivo) en los siguientes sucesos y en las reflexiones que abrieron: el derrocamiento de la Primavera de Praga en 1968 por las fuer- zas del Pacto de Varsovia; la creación del sindicato polaco disidente Solidaridad en los astilleros de Gdansk, en 1980; las victorias de la derecha en Europa y Estados Unidos (Juan Pablo II, 1978; Thatcher, 1979; Reagan, 1980; Kohl, 1981); la caída del Muro de Berlín de 1989; el nombramiento de Carlos Salinas en México en 1988; de Carlos Saúl Menem en Argentina y de Carlos Andrés Pérez en Venezuela, ambos en 1989; la pérdida del poder de los sandinistas en 1990; la enunciación del Consenso de Washington en 1990; la disolución de la Unión Soviética en 1991; el levantamiento zapatista de 1994; la fundación en 1980 de los Verdes en Alemania (con las banderas del socialismo, el ecologismo, la democracia de base, la no vio- lencia y el antiautoritarismo); el desarrollo de la teología de la liberación, etc. [Y añadía, a modo de sentencia de los nuevos tiempos que esperaban:] Hoy, y a diferencia de lo que ocurre con otras ideologías que tienen una referencia mínima compartida, la divergencia dentro del campo socialista es enorme. Es factible que el socialismo implique para unos la existencia de una vanguardia que marque el rumbo social; para otros, la reivindicación de la clase obrera como sujeto de la transformación; más allá, la redistribución de la renta y la supresión de la herencia; para otros, la abolición de la explotación a través de la propiedad pública de los medios de producción; para aquéllos, reformismo; para éstos, revolución; para unos, austeridad medioambiental; para otros, inclusión multicultural; en otra dirección, partido único, y retórica obrera y campesina en un contexto económico capitalista; al igual que habrá quien apostará por una mezcla de todos estos elementos, y así hasta el infinito de la indefinición. Por nuestra parte, entendemos que una sociedad socialista es un sistema de organización social, política, normativa, económica y cultural que busca la libertad y la justicia, armonizando para ello los recursos materiales, institucionales e intelectuales de la sociedad, con el objeto de conseguir la igualdad de capacidades personales, la libertad de individuos y colectivos, la solidaridad entre los miembros de la comunidad, la defensa de las diferencias, el respeto medioambiental, la paz entre las naciones e iguales condiciones para todos los pueblos del mundo.

En su texto, Monedero describía el socialismo del pasado siglo xx con cuatro características: eficiencia, heroísmo, atrocidad e ingenuidad. Juan Carlos Monedero comenzó su trayectoria política en la década de los ochenta en el movimiento estudiantil madrileño. Más tarde, ya como politólogo, trabajó de asesor de Gaspar Llamazares en IU en- tre 2000 y 2005 y, casi a continuación, para el Gobierno de Hugo Chávez en Venezuela entre 2005 y 2010. Actualmente, presenta el debate político «La tuerka», que emite Público TV.

Íñigo Errejón participó como activista en el movimiento estudiantil y en el movimiento antiglobalización a principios del siglo XXI; posteriormente, tras licenciarse en 2006 en Ciencias Políticas, realizó trabajos como miembro de la Fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS) en el asesoramiento a distintos Gobiernos de América Latina. Luis Alegre es activista político desde 1992, fue militante de Izquierda Anticapitalista, colaborador habitual del filósofo Carlos Fernández Liria en la Universidad Complutense de Madrid (UCM), del que fue alumno y con el que ha escrito varios libros, y también fue miembro del consejo ejecutivo de CEPS y del consejo asesor de la revista Viento Sur.

Carolina Bescansa es, de los cinco dirigentes fundamentales de Podemos, la que tiene un perfil más vinculado, en cuanto a sus reflexiones y análisis políticos, al espacio académico. Bescansa es profesora de Metodología Política en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Los cinco impulsores fundamentales de Podemos, los cuatro señalados más Pablo Iglesias, pertenecen al Consejo de Coordinación de Podemos junto con Gemma Ubasart, Auxiliadora Honorato, Rafael Mayoral, Ángela Ballester, Sergio Pascual y la eurodiputada Tania González. Las trayectorias de todos ellos están ligadas a los movimientos sociales y grupos de izquierda. Sin embargo, la propuesta de Podemos desembarcó en el tablero electoral con un paradigma poco habitual, al señalar que ellos no eran una fuerza «ni de izquierdas ni de derechas», sino que apelaban al «sentido común» de las «mayorías sociales».

La dicotomía izquierda-derecha fue una de las cuestiones que se pusieron encima de la mesa con la teoría del «fin de la historia». Como hemos visto, a finales del siglo xx apareció un runrún habitual y académico alrededor del final de las ideologías. Por un lado, de la mano de la llamada tercera vía, pero también con el surgimiento, esporádico, de algunas expresiones políticas novedosas que trataban de salirse de esa dualidad. En España, no fue Podemos la primera fuerza que hizo un llamamiento en ese sentido. El partido con el que Adolfo Suárez inició una segunda etapa política, el Centro Democrático y Social (CDS), fundado en 1982, intentó situarse en un espacio neutro, situado —en sus propias palabras— en el «centro» y la «moderación». Su mayor éxito serían las elecciones generales de 1986, cuando logró 1.800.000 votos y diecinueve escaños. Luego vendría una progresiva desaparición del partido, la mayoría de cuyos miembros terminarían integrándose en el PP de José María Aznar. Hubo otros partidos «sin ideología». En el panorama político español hubo una curiosa coincidencia terminológica. El 9 de febrero del año 2000, Jesús Gil presentaba sus candidaturas en dieciocho provincias para las elecciones generales. Con su particular estilo chulesco, el que fuera presidente del Atlético de Madrid y fundador del Grupo Independiente Liberal (GIL) pedía ante numerosos medios de comunicación «el voto de los cabreados», para añadir que sería el vietcong de «esta democracia bipartidista que es la mayor de las dictaduras» y sentenciar que su partido no era «ni de derechas ni de izquierdas». En las elecciones de marzo de aquel año, el GIL logró 72.160 votos y se quedó sin escaño. Sin embargo, en otros comicios logró gobernar en ciudades como Ceuta, Barbate, San Roque, Chipiona, La Línea de la Concepción, Tarifa, Estepona, Ronda, Casares y Manilva, además de en su feudo estrella de Marbella. El GIL fue una experiencia pintoresca, alumbrada a la sombra de la corrupción en muchos municipios y con toques de chirigota, sin gracia, en sus gestos. Dejó de existir en 2007, dejando cuantiosas deudas a la Seguridad Social y Hacienda allí donde habían gobernado. Su pasado fue un esperpento de políticas y corruptelas, muchas de la cuales se dilucidan todavía en los tribunales. Comparar al CDS o al GIL con Podemos sería una necedad, los miembros más significados de Podemos han repetido con profusión que ellos se consideran de izquierdas. La ubicación del espacio político fuera de las categorías tradicionalmente asociadas a la política no era nueva en España, pero algo que parece evidente es que su irrupción no se explica por su falta o no de definición, sino por apelar a la gente a superar el esquema mental de ubicación de las definiciones ideológicas como justificación de las políticas de gobierno. Para Podemos, la firma en agosto de 2011 de la reforma del artículo 135 de la Constitución era el ejemplo de que la dicotomía izquierda-derecha no tenía que ver con los problemas de la gen- te, sino con la gestión conjunta por los grandes partidos de políticas contra los intereses de la gente.

En una entrevista en «La Sexta noche» el 29 de noviembre de 2014, Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, respondía a Íñigo López sobre qué le parecía Podemos: «Veo bastante oportunismo ideológico, porque se levantan siendo de Izquierda Anticapitalista, comen siendo no sabemos de qué y cenan diciendo que son socialdemócratas». El PSOE iniciaba una línea argumental en la que ponía en cuestión las procedencias militantes e ideológicas de buena parte de los dirigentes de Podemos. Una batería de mensajes de los que tenían conocimiento en la formación de Pablo Iglesias antes de que se hicieran públicos. Preparadas y debatidas las respuestas, Rafa Mayoral, secretario de Relaciones con la Sociedad Civil, anunciaba en rueda de prensa el 1 de diciembre de 2014 una movilización para el 31 de enero de 2015 y añadía con tono tranquilo como respuesta a las acusaciones de Sánchez y los socialistas: «Creemos que hay importantes sectores de la población que apuestan por este proyecto y queremos que haya un espacio donde puedan demostrarlo». Una forma de decir que si la estrategia socialista pasaba por desacreditar a los miembros más prominentes de Podemos por su pasado político, lo que haría la formación sería ampliar el abanico de protagonismos, en sintonía con el mantra que repiten de que «Podemos es la gente». Un sujeto colectivo, «la gen- te», con el que al PSOE no le conviene meterse porque muchos votan- tes y simpatizantes de Podemos lo fueron antes de los socialistas. La manifestación era parte de la estrategia de empoderar a su militancia y hacer su primer gran acto de masas como partido. En esa línea, Rafa Mayoral añadía que sus propuestas no tienen que ver con la «extrema izquierda», sino con «la mayoría social del país».28 Podemos ha edifica- do su identidad en buena medida a partir de la descomposición de sus adversarios y su categorización como cuerpo común, el «PPSOE» y «la casta».

El 23 de abril de 2014, antes de las elecciones al Parlamento Euro- peo, la candidata socialista Elena Valenciano participaba en una tertulia en el programa «Las mañanas de Cuatro». Ante un vídeo electoral de Podemos, con música de fondo de la popular serie «Cuéntame» y voz en off de Pablo Iglesias, éste lanzaba paralelismos entre PSOE y PP, criticaba un sistema político vinculado a la Constitución de 1978, de- cía que ambos partidos habían disfrutado de «coches oficiales y buenas poltronas», y añadía antes de finalizar que Elena Valenciano «había abandonado dos carreras universitarias que empezó y nunca terminó porque según ella “se aburría estudiando”». La candidata del PSOE en las elecciones europeas, ante la pregunta del periodista Jesús Cintora sobre su opinión acerca del cortometraje electoral, señalaba en el plató con media sonrisa: «Es un vídeo demagógico y lleno de falsedades. Él hace su política, intentar demostrar que el PP y el PSOE son lo mismo para intentar ganar espacio político. [Y añadía visiblemente molesta:] Me parece terrible, terrible, que desde la izquierda, para ganar un mínimo de espacio político, que será mínimo, se compare al PSOE con el PP, heredero de la derecha franquista de este país. Una cosa increíble, creo que pierde la razón al decir eso».

Un mes después, Podemos no logró un «espacio mínimo». Consiguió más de un millón doscientos mil votos, en unas elecciones en las que se dio el peor resultado de los socialistas desde 1978. El no valorar con anticipación lo que podría venir no fue sólo un error de los analistas del PSOE, fue una miopía generalizada entre buena parte de la clase política y numerosos medios de comunicación. Nadie les vio venir, pocos les dieron importancia y muchos los despreciaron. Ocurrió también en un debate de la cadena de televisión 13TV antes de las elecciones europeas, cuando la periodista Isabel Durán y los tertulia- nos de la cadena conservadora se reían de Pablo Iglesias y Podemos diciendo que no iban a recibir más de «doscientos mil votos» y que serían una fuerza «insignificante». La evolución del argumentario y los calificativos fueron cambiando, desde el tratamiento como fenómeno friki al de preocupación, alarma y acusaciones. Hasta ese momento, Podemos no era más que una china en el zapato; pasado el 25-M, y con las encuestas soplando a favor, se convirtió en el gran enemigo de los principales partidos políticos de España y de la mayoría de las líneas editoriales. Con los cambios de liderazgo postelectorales en el PSOE, en el que Alfredo Pérez Rubalcaba dejó su puesto —tras pasar por unas primarias entre los militantes socialistas— a Pedro Sánchez, se decidió cambiar la línea argumental de los socialistas. Ya no era sólo cargar contra las políticas del PP, ahora el PSOE debía mirar con mucha atención el retrovisor de la izquierda para no verse adelantado. Según una información publicada por José Luis Sastre en la cadena Ser,30 el partido tendría como estrategia electoral para las elecciones municipales y autonómicas de 2015 conseguir «otra oportunidad» por parte de los electores que habían ido perdiendo, buena parte de ellos hacia Podemos. Añadía el periodista sobre el documento al que habían tenido acceso:

En cuanto a Podemos, propone llamarlos extremistas en vez de populistas y sostiene que «cuanto mejor sea la evolución de la economía española, peor le irá a Podemos». Lo que defiende [el argumentario del PSOE] es que los socialistas revelen el discurso «hipócrita» y «engañoso» que ofrece sin que eso ofenda a sus simpatizantes. Augura que el apoyo que ahora tiene el partido de Pablo Iglesias irá «erosionándose según se conozca su funcionamiento real». «Es previsible que la realidad del juego político termine por poner a Podemos en el lugar que con seguridad le corresponde: un partido más, situado en el lugar —ampliado, quizá— que tradicionalmente ocupaba IU.»

Está por ver si esto será así, y si cambia la tendencia de las encuestas, pero si una de las patas de la acusación contra Podemos era que son «extremistas» porque se levantaban siendo de Izquierda Anticapitalista, en el momento del argumentario ya no lo eran, ni para desayunar ni para comer ni para cenar. Al menos, sus dirigentes. Una cuestión que precisamente había sido el eje del enfrentamiento, más soterrado que público, de uno de los hitos evolutivos de la formación de Pablo Iglesias: el encuentro-congreso de Vistalegre, un acto donde precisamente el equipo de Iglesias había decidido desprenderse de sus medallas militantes, sus consignas más identitarias y sus amistades peligrosas. Culminaba así la lógica de confiar su estrategia en la victoria electoral prescindiendo de las identidades más factibles, susceptibles de ser estereotipadas, principalmente la de ser activistas de «extrema izquierda». Vistalegre fue la escenificación de un cambio que para algunos no era más que cosmético; para otros, síntoma del abandono de sus señas de identidad y, aún para otros, una cuestión de adaptación al nuevo tiempo político.

Suresnes y el eurocomunismo

Vistalegre fue la escenificación de un cambio que para algunos no era más que cosmético; para otros, síntoma del abandono de sus señas de identidad y, para algunos, una cuestión de adaptación al nuevo tiempo político. En ciertos mentideros, el cambio de rumbo ideológico se comparó con el famoso congreso de Suresnes del Partido Socialista Obrero Español. Lo señalaba el periodista Ignacio Camacho en una columna de opinión publicada el 20 de octubre de 2014 en el diario Abc titulada «De Suresnes a Vistalegre»: «Esa reunión de Vistalegre puede ser el Suresnes de una nueva izquierda. Bajo su discurso anticasta, Podemos no pretende acabar con el bipartidismo, sino sustituir una de sus dos patas. Su primer objetivo es acabar con la socialdemocracia y la tiene a tiro porque ha logrado encajonarla. Sus estrategas, que son politólogos universitarios, han recogido las cenizas contestatarias del 15-M para abonar con ellas un movimiento de ruptura; se han dado cuenta de que la crisis empuja a la radicalidad a las clases medias empobrecidas y han sabido entrever el final del moderantismo. Su propuesta se dirige a capitalizar la ira y el sentimiento social de desamparo».32 Desde el punto de vista contrario, Raúl Sánchez Cedillo en el diario.es advertía que Podemos, tras presentar su perfil más moderado y «socialdemócrata», a quien se parecía en realidad era a la Unión de Centro Democrático, el partido de centro-derecha que lideró el cambio de régimen tras la muerte del dictador Francisco Franco: «Pablo Iglesias y Podemos se tornan, por la fuerza combinada de los hechos y de su buen hacer, en principal garantía de una transición sin más 15-M y respetuosa de los pactos fundamentales entre los sujetos del cambio de la constitución material y formal española. Así pues, ateniéndonos siempre a estructura y función, los términos de la situación política y social corresponden mucho más a los que se encontraron Suárez y su UCD que a los que llevaron a la victoria arrolladora de González en 1982».33 Para Cedillo, Podemos sería el tranquimazin del régimen para una salida ordenada de la actual situación, como lo fue UCD en la Transición.

El 10 de noviembre de 1979, en el programa de televisión «La clave» que presentaba con estilo calmado, pipa y savoir faire José Luis Balbín, y que comenzaba con una sintonía que invitaba al suspense y la expectación, se realizó un debate sobre marxismo. En la tertulia política que emitía TVE estaban presentes Bernard-Henri Lévy, filósofo y escritor francés; Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista de España; Enrique Tierno Galván, alcalde socialista de Madrid; Alfonso Osorio, político español liberal-conservador de la UCD; Raimon Obiols, miembro del PSC-PSOE; y Roger Garaudy, filósofo y político francés. El programa, en una atmósfera cargada de humo, se hizo célebre por el enfrentamiento dialéctico entre Bernard-Henri Lévy y Santiago Carrillo. Poco antes del programa, el PSOE había abandonado el marxismo, en un congreso extraordinario celebrado en septiembre no sin ciertas tensiones internas. En mayo de ese año el XXVIII Congreso había rechazado la propuesta de González de suprimir el marxismo y Felipe dimitió. Fue entonces cuando dijo su famosa frase: «Hay que ser socialistas antes que marxistas». Una gestora dirigió el partido hasta que en el congreso extraordinario de septiembre de 1979 González recuperó el liderazgo y eliminó el marxismo del Partido Socialista. Existe la idea de que fue en Suresnes pero no fue así, el programa de Suresnes seguía siendo marxista y partidario de la «autodeterminación de los pueblos». Suresnes se considera decisivo porque el grupo sevillano de Felipe González desplazó a Llopis, el dirigente histórico, y su pequeño núcleo de afines. Era la renovación de un partido que en ese momento apenas tenía fuerza y presencia en el interior del país. Obiols, que después de 1979 tuvo importantes cargos de responsabilidad en el socialismo catalán y también en el PSOE, comentaba en aquel entonces sobre el abandono del marxismo: «Yo creo que la solución que se ha adoptado en nuestro último congreso es una solución positiva en la medida en que el partido asume el marxismo como instrumento teórico, como método para analizar y transformar la sociedad, pero a la vez define su posición con relación al marxismo en términos laicos, abiertos, de confrontación dentro del partido con otras posiciones ideológicas y culturales. Y precisamente mi punto de vista es que este tipo de posición es más marxista, tal vez, o más pro- fundamente marxista, de lo que sería una simple apelación simbólica en el sentido de decir “nuestro partido es un partido marxista, punto y se acata”. Si no recuerdo mal, la formulación que se adoptó fue que nuestro partido asume el marxismo como instrumento, como método. Recoge también todas las grandes aportaciones que han hecho del socialismo la gran alternativa de emancipación de nuestro tiempo y respeta las posiciones personales, las creencias, la filosofía personal de todos sus militantes».

En el programa, que visto con perspectiva es un debate exquisito donde la tensión y las diferencias no derivan en gritos, insultos o manipulaciones, Santiago Carrillo define y defiende el eurocomunismo, nombre con el que se conoció la interpretación disidente del socialismo soviético y que firmaron los principales partidos comunistas de Europa occidental a mediados de la década de los setenta, por el que de alguna manera renunciaban a la toma del poder a través de una revolución socialista en los países capitalistas y confiaban su presente y su futuro al sistema parlamentario democrático y las elecciones libres. Decía el histórico dirigente del comunismo español como explicación de la lógica eurocomunista: «Mi posición con relación al marxismo es que, en los países de Europa occidental, [existen] las condiciones para ir pasando al socialismo [de modo que] el tránsito al socialismo integre a los más amplios sectores de la población en una forma en que sea posible la democracia desarrollada». Sin embargo, el eurocomunismo, como teoría de consenso de los dirigentes comunistas occidentales, no tuvo excesivo recorrido y cayó en desgracia incluso antes de que lo hiciera el Muro de Berlín. En el caso español, el PCE, fuerza fundamental en las luchas antifranquistas, tuvo un recorrido electoral raquítico en democracia. En 1977, el PCE obtuvo 1.709.890 votos (9,33 por ciento) y diecinueve diputados; en 1979, 1.938.487 votos (10,77 por ciento) y veintitrés diputados; y en 1982, en las elecciones en las que el PSOE de Felipe González logró una destacada mayoría absoluta, el PCE obtuvo 846.515 votos (4,02 por ciento) y cuatro diputados. A partir de ahí, y tras una grave crisis interna, el PCE evolucionó hacia un nuevo formato y Santiago Carrillo abandonó el puesto de secretario general. En 1986 se creaba IU, constituida alrededor de uno de los sectores del movimiento que pedía el no a la incorporación de España a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en el referéndum que se celebró el 12 de marzo de ese año. Un referéndum que fue un nuevo jarro de agua fría en las expectativas de los grupos y partidos situados a la izquierda del PSOE. Con un censo electoral entonces de 29.024.494 electores, los votos a favor fueron 9.054.509 (52,5 por ciento) y los votos en contra de la Alianza Atlántica, 6.872.421 (39,85 por ciento). IU renovó liderazgos y se convirtió en una coordinadora de partidos, aunque el PCE mantuvo su dominio y protagonismo. En los siguientes procesos electorales, los resultados de IU fueron: en 1986, con Gerardo Iglesias como cabeza de cartel, 935.504 votos (4,63 por ciento) y siete diputados; en 1989, con Julio Anguita en la primera de sus tres candidaturas a presidente del Gobierno, 1.858.588 votos (9,07 por ciento) y diecisiete diputados; en 1993, 2.253.722 votos (9,55 por ciento) y dieciocho diputados; en 1996, en los mejores resultados de la historia de la coalición, 2.639.774 votos (10,54 por ciento) y veintiún diputados; en el año 2000, con Francisco Frutos, 1.263.043 votos (5,45 por ciento) y ocho diputados; en 2004, IU junto con Iniciativa per Catalunya-Los Verdes (ICV), y liderados por el asturiano Gaspar Llamazares, lograba 1.284.081 votos (4,96 por ciento) y cinco diputados; en 2008, su peor resultado electoral en unas generales, IU-ICV, también con Gaspar Llamazares, sufrió un batacazo al conseguir tan sólo 969.946 votos (3,77 por ciento) y dos diputados. En 2011, Izquierda Plural lograría recuperarse de la tendencia a la baja: con Cayo Lara como cabeza de cartel, el partido más significadamente de izquierdas a nivel nacional del arco parlamentario español lograba 1.686.040 votos (6,92 por ciento) y once diputados. En Europa, los márgenes de representatividad en los países del sur del continente eran parecidos.

El 22 de noviembre de 2014, Pablo Iglesias participó en un encuentro celebrado en Lisboa por el Bloco de Esquerda, una coalición de partidos ligados a los movimientos sociales y la izquierda radical portuguesa, distinto al tradicional Partido Comunista Portugués. Allí, ante cerca de mil personas, señaló: «La izquierda tradicional es conservadora. Ése es su problema. Con lo de siempre no se puede ganar a los que nos llevan ganando treinta años. Hay que cambiar». Ante un público entregado a la deriva de Podemos en España, propuso algunos «ingredientes» necesarios para salirse de lo previsible cuando se intenta «ganar» en el tablero electoral, desde el pragmatismo y la audacia: «Acabar con el pesimismo, con los cenizos; recuperar la ilusión. El segundo ingrediente, ser laicos. La izquierda no puede ser una religión, un himno, una bandera, un libro de Marx donde están escritas todas las respuestas, donde acudir cuando hay una duda o un problema», y añadió: «La casta política es fea, con sus trajes, sus corbatas, sus coches grises; su discurso sectario, su arrogancia; gente que no escucha, que no sabe hablar. Sonriamos, no regañemos a la gente por estar delante del televisor en lugar de leer a Marcuse». Precisamente, en esta última frase, Iglesias, dominador de la ciencia política y de sus teorías y prácticas, jugaba con uno de los referentes del marxismo más heterodoxo del siglo XX, Herbert Marcuse, que había señalado en una ocasión: «La dominación tiene su propia estética y la dominación democrática tiene su estética democrática». Pero para Podemos el problema no es sólo el papel de la izquierda, sino también el de la representatividad tal y como se ha entendido en las democracias occidentales en las últimas décadas. Así lo explicaba Carolina Bescansa en una entrevista con los periodistas, y también miembros de Podemos, Ana Domínguez y Luis Giménez: «Es muy probable que muchos de los fracasos de la izquierda europea durante los últimos treinta o cuarenta años tengan que ver con las estructuras organizativas; aunque es difícil hablar de las estructuras organizativas de la izquierda, porque han existido muchos modelos distintos y, por tanto, no es tan fácil resumirlos en un único modelo [...]. Es más, me atrevo a decir que Podemos no es compatible con las estructuras políticas características de la democracia representativa. Porque precisamente una de las claves de la crisis que estamos viviendo tiene que ver con el corazón mismo de la democracia representativa, con la idea de la delegación, con la idea de la participación y con el concepto mismo de ciudadanía».

El movimiento antiglobalización

En la trayectoria de Pablo Iglesias hubo una primera ruptura estética. Cambió el gris partido por nuevos coloridos que comenzaron a emerger al final de la última década del siglo xx y principios del siglo XXI. Lo comentaba él mismo en la entrevista de La Marea: el paso de la militancia comunista clásica a la inmersión en el activismo «alternativo» del movimiento antiglobalización. Un espacio activista que se constituyó alrededor de las protestas contra las reuniones de organizaciones supranacionales, pero también alrededor de encuentros mundiales para el debate y la articulación de discursos, el más famoso de ellos, el Foro Mundial de Porto Alegre. En una entrevista para la revista La Insignia, en febrero de 2003, el filósofo Francisco Fernández Buey explicaba el cambio de ciclo que suponía el movimiento antiglobalización:

Lo de Porto Alegre me parece el fenómeno sociopolítico más importante de los últimos años. Ahí han nacido tres cosas que sin duda están llamadas a tener gran repercusión en el próximo futuro. La primera es un movimiento sociopolítico de carácter global, un movimiento de movimientos en el que por primera vez desde que vivimos en un mundo bipolar se encuentran gentes de los cinco continentes con espíritu crítico y conciencia de cuáles son los principales problemas de la humanidad. La segunda es que, también por primera vez en muchos años, se percibe que otro mundo es posible, o sea, que hay alternativas positivas y viables a la globalización neoliberal. Y la tercera es la recuperación de un concepto sano de democracia, de un concepto no meramente especulativo, sino inspirado en experiencias concretas en las que está participando ya mucha gente, en la misma ciudad de Porto Alegre.

Los foros sociales eran el síntoma de debates y encuentros mundiales que se llevaban a cabo en una lógica muy distinta a la que suponían los congresos celebrados, no hacía tanto, por los partidos agrupa- dos en la Tercera Internacional. También en la incorporación de igual a igual entre movimientos sociales y procesos de gobernabilidad emergentes en América Latina se fue construyendo una suerte de nuevo paradigma de toma del poder desde la izquierda.

Quizá el remate final para cerrar el círculo de las incertidumbres estratégicas abiertas tras el desplome de las «dictaduras del proletaria- do» fue la crisis económica internacional. Ramón Fernández Durán, en su libro La quiebra del capitalismo global, 2000-2030,39 resumía el ciclo entre la caída del Muro de Berlín y el momento actual:

Durante el período excepcional entre el derrumbe del imperio oriental del socialismo real (1989-1991) y la crisis de Wall Street (2007-2008), pareció que el imperio occidental se consolidaba y ampliaba definitivamente su alcance a escala mundial, inaugurándose una especie de vacaciones de la historia, un presente continuo. Un sistema industrial más ágil, high tech, flexible, consumista, democrático y glamuroso era capaz de imponerse y engullir a otro más torpe, burocratizado, con escasez de bienes y servicios, fuertemente represivo y, sobre todo, gris. El «fin de la historia», lo denominó Fukuyama. Pero todo fue un espejismo temporal. [...] La crisis financiera mundial con epicentro en Wall Street vino a mostrarnos que todo era más bien un simulacro pasajero, la crisis está siendo para el capitalismo global lo que la caída del Muro de Berlín fue para el socialismo real.

Con el vacío abierto tras el 9 de noviembre de 1989, los movimientos que desde la izquierda se vehiculaban alrededor de la causa de la humanidad miraban, tras años de dispersión y derrotas, a la gobernabilidad como siguiente paso. Bien en forma de nuevos partidos, como en América Latina, bien en forma de movimientos de protesta y debate internacionales. En la antigua República Democrática Alemana circulaba un chiste bastante popular. Dos perros conversaban, cada uno a un lado del Muro. El perro del lado occidental (capitalista) señalaba con envidia al comunista: «Tienes caseta garantizada, comida, veterinario y tus crías están cuidadas». Al otro lado, el perro de la Alemania Oriental contestó: «Ya, pero tú puedes ladrar». Tras la unificación, los criterios del chiste no quedaron tan claros, algunos de los valores y conceptos sobre los que se edificó el llamado mundo libre fueron perdiendo presión, como si de una bebida con gas se tratase. Los derechos y libertades de las personas se resintieron en esa deriva. Estandartes como la libertad de movimiento quedaron en entredicho con las barreras cada vez más altas y desiguales entre el Norte y el Sur o, por llamarlo de otra manera, el centro rico y la periferia pobre. El movimiento antiglobalización trató de abrir una grieta en el llamado pensamiento único a través de foros y encuentros, al tiempo que se iniciaba un ciclo de protestas a partir de la revuelta de Seattle en 1999 contra la reunión de la Organización Mundial del Comercio (OMC). La lógica de «pensar global, actuar local» fue la que impulsó a miles de activistas al encuentro y la reestructuración de los lugares desde los que articular políticas de cambio. Atrás quedó el foquismo guerrillero del Che Guevara, Mayo del 68 o la hegemonía de los partidos comunistas de vanguardia. Los movimientos sociales iniciaban una nueva etapa de protagonismo. Pablo Iglesias, igual que otros miembros de Podemos, participó del nuevo tiempo político que comenzaba con el siglo XXI: el de las protestas a pie de calle, las cumbres y las contracumbres. También el de la influencia zapatista y los cambios de gobierno en América Latina. El Muro de Berlín era historia.

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