“El TC no se va a atrever”: la mañana en que el Congreso se preparó para ser intervenido

Todo estuvo preparado durante horas para ver chocar a dos poderes del Estado. Aunque había sesión desde las 9 de la mañana, el jueves la actividad en la Carrera de San Jerónimo quedó completamente sepultada por otro pleno que se celebraba a escasos seis kilómetros de allí. En la sede del Tribunal Constitucional once magistrados encerrados en una sala mantenían en vilo a 350 diputados que entraban y salían agitados del hemiciclo para atender llamadas y, de paso, a los medios de comunicación. 

La jornada resultó asfixiante. Las direcciones de los grupos parlamentarios improvisaban reuniones de trabajo, los letrados se encerraban a debatir el inédito escenario en ciernes y los periodistas parlamentarios intercambiaban mensajes con sus compañeros de tribunales en busca de novedades de última hora. 

La batalla institucional entre el Congreso y el tribunal de garantías se convirtió en una carrera contra el reloj. El momento clave eran las tres de la tarde, la hora prevista para el comienzo de la sesión que tenía que debatir y votar la reforma del Código Penal. Así que lo fundamental era saber si para ese momento al Constitucional le daba tiempo o no a tener lista una resolución que podía paralizar automáticamente la actividad legislativa. 

El PSOE y Unidas Podemos consiguieron retrasar esa deliberación gracias a los recursos presentados. Y el PP maniobró pidiéndole a grupos afines como Ciudadanos o Vox que alargaran sus turnos de palabra en puntos del orden del día como la ley del aborto o la Política Agraria Común, para así retrasar el Pleno y apurar las opciones de que el TC acabara tumbando la reforma del Gobierno. Una auténtica partida a cara de perro. 

Los socialistas tenían el convencimiento de que el sector conservador del caducado Tribunal Constitucional no iba de farol y se disponía a llegar hasta el final. Algo que se podía constatar en las caras de preocupación, en contraste con una oposición especialmente risueña. Sin embargo, a media mañana un diputado del PP bien informado de los entresijos del Constitucional se atrevió a hacer un pronóstico: “No se van a atrever. En este país todo el mundo dice, pero poca gente hace. Y menos si te la juegas”, vaticinó. La amenaza de una hipotética querella por prevaricación a los magistrados que se disponían a intervenir el Legislativo, también sobrevolaba la sesión. 

Mientras, mucha gente paraba por los pasillos a Odón Elorza y le recordaba aquella tarde en la que el diputado socialista rompió la disciplina de voto de su partido para oponerse a la elección de Enrique Arnaldo, el ponente que ahora está encargado de dar respuesta al recurso del PP y cuya trayectoria está plagada de vínculos con los populares. Elorza sonreía, tímido, a modo de respuesta.

Los minutos pasaban y de la sede del Constitucional sólo llegaba la noticia de que el pleno se retrasaba un par de horas. Pero en la Mesa del Congreso todo el mundo tenía asumido lo que se venía: que iban a tumbar las enmiendas recurridas, que iban a hacer caer el dictamen de la reforma del Código Penal y que se iba a tener que parar el Pleno. La gran pregunta era qué se hacía después. 

En Unidas Podemos defendían desoír lo que pudiera decir el tribunal de garantías y seguir adelante. “El legislativo debe hacer respetar su soberanía y su independencia”, decían. Pero en el PSOE se ponían las manos en la cabeza cuando se les trasladaba el planteamiento de sus socios. “¿Pero estamos locos? ¡Lo que nos faltaba!”. Algunos grupos pensaban que si el Constitucional llegaba hasta el final y tumbaba las enmiendas sobre su propia renovación habría que convocar una reunión extraordinaria de la Mesa para tomar una decisión. Otros contemplaban la posibilidad de debatir y votar el resto de la reforma del Código Penal excluyendo las enmiendas tumbadas. En realidad, todos admitían no tener ni idea. O casi todos, porque Inés Arrimadas aseguraba haber vivido lo mismo en el parlament de Catalunya en 2017 y comparó el papel de la presidenta Meritxell Batet con el de Carme Forcadell, una de las políticas independentistas que acabó condenada y encarcelada por el procés. 

Entre el jaleo general, la Presidencia de la Cámara jamás dudó: si el Tribunal Constitucional notificaba la suspensión de las enmiendas a debatir, el Congreso acataría sin oponer resistencia alguna. No hizo falta llegar a eso. Los magistrados progresistas pidieron más tiempo para estudiar una decisión inédita en cuatro décadas largas de democracia. Y el pleno del Constitucional se suspendió. El conjunto de la izquierda, que había mentado a Tejero, señalado los agujeros de bala en el techo del Congreso y denunciado un golpe de Estado con togas, respiró aliviada. Sumida en su decepción, la derecha intentó aplazar el Pleno del Congreso para ganar tiempo y protagonizó un berrinche que por momentos recordó al día en que la reforma laboral salió adelante in extremis por el error de un diputado del PP. 

Ese mismo diputado, por cierto, no pudo contener la tensión generada en un debate repleto de interrupciones, de gritos y de acusaciones cruzadas de golpismo, y salió del hemiciclo encarándose a voces con el vicepresidente primero del Congreso. “¡No, no! ¡Ya te lo diré por escrito, Alfonso!”, amenazó Alberto Casero señalando con el dedo a Alfonso Rodríguez Gómez de Celis, que preguntaba entre los diputados populares: “¿Qué le ha pasado?”. 

Lo que había pasado es que durante la intervención del diputado socialista, Felipe Sicilia, Casero se había excedido verbalmente con duros insultos al orador. Algo de lo que fue testigo una asesora técnica de la Mesa a la que el diputado del PP recriminó su presencia junto al hemiciclo, en una zona habilitada precisamente para técnicos y ujieres. La queja de Casero, como la reunión del Constitucional, quedó en nada, y la calma volvió a apoderarse de los pasillos del Congreso. Al menos, hasta el lunes.