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Antonio, de 88 años: “Me da pesambre que intenten venir a verme”

Antonio García, de 88 años, posa en la puerta de su casa del Barrio del Progreso de Murcia, donde vive solo y su preocupación máxima desde que se ordenó el confinamiento por la pandemia del COVID 19, es recibir visitas. "Me da pesambre que intenten venir a verme los nietos o las vecinas porque esto es muy gordo; y yo, al menos, soy viejo ya, pero los críos...".

EFE

Murcia —

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Antonio tiene 88 años, vive solo varios días a la semana y su preocupación máxima desde que se ordenó el confinamiento es recibir visitas. “Me da pesambre que intenten venir a verme los nietos o las vecinas porque esto es muy gordo; y yo, al menos, soy viejo ya, pero los críos...”.

No solo sus cuatro nietos, como presume orgulloso, le llaman “El abuelo” porque este jubilado de una conocida empresa local de materiales de construcción vive en un edificio de 30 viviendas del barrio murciano de El Progreso y su casa ha sido siempre un continuo trasiego de críos. “A la vuelta de la escuela todos pasaban por aquí”.

Antonio García Alburquerque es un hombre extremadamente simpático que atiende encantado la entrevista con EFE y, entre decenas de anécdotas, se regodea en sus continuos viajes a Benidorm los fines de semana con su mujer, “la más buena y sonriente del barrio”, y en su relación con los vecinos, sobre todo los niños y las amas de casa que lo visitaban a diario al subir o bajar de la compra antes del coronavirus.

“Tengo nueve gatos, cinco recién nacidos listos para regalar en un mes y ya se puede imaginar usted el jaleo que siempre ha habido en la casa con este rollo”, explica este anciano, al que la pandemia ha quitado sus partidas diarias al dominó, las conversaciones con los otros pensionistas del club de mayores y los abrazos de los suyos.

“Mi hijo me lleva frito con que no salga, con que no me acerque a él ni me mueva del sillón, pero es que yo soy peor porque lo que está pasando no lo había visto en mi vida, ni en la posguerra. Lo del bicho es un problema mundial, y me preocupa mucho. ¿Sabe lo que es asomarse y ver gente con la cara tapada?. Esto es terrible, terrible”, reflexiona en voz alta.

Con tono serio se vuelve rotundo cuando habla de su relación con los demás y del obligado confinamiento. “Yo soy viejo, si llego al 5 de septiembre haré 89 años, pero mis nietos y mis dos hijos son jóvenes, las vecinas también, y me da pánico que se me acerquen. Por mí, pero sobre todo por ellos, porque al hospital no hay que arrimarse”.

Si le preguntas por la soledad, este viudo desde hace diez años contesta que no se siente así porque tiene “la tele a todas horas, al hijo que anda loco entre Murcia y Alicante y a las vecinas que a veces preguntan desde la puerta”, y subraya que no teme por su seguridad tampoco porque tiene teleasistencia y, “si no existiera, habría que inventarla”.

Escasas horas antes de la entrevista le llamaron de la centralita. Al otro lado del teléfono estaría una de las 18 operadoras que trabajan en Tunstall, la empresa concesionaria de este servicio en 30 de los 45 municipios de Murcia, además de en el Instituto Murciano de Acción Social (IMAS).

Leonor Gil es una de ellas y subraya, en declaraciones a EFE, que los mayores devuelven en cada llamada “minutos de sabiduría”.

Según sus palabras, desde la crisis del coronavirus encuentran en los abuelos “aburrimiento y miedo” y por eso han reforzado los servicios “preventivos” para hacer llegar “calma y serenidad” ante el temor de los ancianos a la enfermedad propia o de los que quieren.

Esta teleoperadora ve fundamental que mantengan una actitud “positiva, aunque realista. Es como cuando te lanzas en tirolina pero llevas arnés”, y recomienda, ante todo, que ocupen su tiempo en aquellas actividades que les hagan mantener la mente activa porque -se queja- “la televisión, con 24 horas continuadas de catástrofe sanitaria, genera muchísima ansiedad” a los más vulnerables.

De sus nueve años de experiencia ayudando al teléfono a los ancianos Leonor Gil resalta su necesidad de contacto físico, algo que la COVID-19 ha evidenciado al negar los besos y abrazos e imponer el ya famoso metro y medio de distancia.

“De todas formas, tenemos que pensar que los roces que no estamos teniendo no caen en saco roto, sino que los estamos guardando en un archivo o un cajón de la cómoda, como les digo a los abuelos, para darlos todos juntos cuando ésto acabe”.

Antonio García Alburquerque, “el de los ojos azules” como era conocido en Benidorm -según presume en varios momentos de la conversación-, quiere hacer “cosas normales” cuando pase la pandemia: “ Volver a mis partidas mañaneras, cocinar siempre que mi hijo me deje y que me llamen otra vez el abuelo del edificio. ¿Le parece poco?”.

Celia Cantero

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