Desprotegidas: sólo prosperan el 60% de las órdenes de alejamiento por violencia machista

“Tuve que sentarme a su lado. Sólo nos separaba un biombo. Yo no paraba de temblar”. Ana recuerda con angustia el día en el que tuvo que enfrentarse en un juicio a su agresor, que es también su exmarido. No le permitieron declarar en una sala separada y tampoco a su hijo menor de edad, que, finalmente, por el pánico que le produce ver a su padre, no acudió a la vista.

Después de más de un año de espera y terror, Ana vio cómo su expareja era absuelta. Según la jueza, no había suficientes pruebas contra él. Desde ese mismo día se le retiró la orden de alejamiento que impedía que se acercara a ella, a sus hijos, a sus colegios y a su propio centro de trabajo.

El nombre de Ana es ficticio, pero su caso no lo es. Tampoco el del 40% de las mujeres que, según datos del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, solicitaron en los tres últimos meses de 2013 una orden de protección y les fue denegada. En este periodo se tomaron en total 8.549 medidas preventivas de este tipo, un 5,34% menos que en el mismo trimestre del año anterior.

11 hombres han matado a sus parejas o exparejas en lo que llevamos de año. Según datos del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, de las 11 mujeres asesinadas, sólo cinco habían denunciado y una renunció al proceso retirando la denuncia. Cuatro obtuvieron una orden de protección, que se activa automáticamente en las 72 horas posteriores a la denuncia, pero ninguna tenía esta medida preventiva ya en vigor porque, cuando el caso se cierra en su contra, se retira.

“Es complicado que las mujeres a través de su solo testimonio puedan probar la violencia”, explica Marta Monllor, coordinadora de proyectos de la Fundación Aspacia. Las formas de maltrato, coinciden todas las expertas, son cada vez más sofisticadas y soterradas, aunque no por ello menos agresivas. “Lo que sería muy evidente con un parte médico de por medio, se complica si la violencia consiste en limitar la libertad, controlar, humillar o anular la voluntad de la víctima”, sostiene Monllor.

Y después de denunciar, ¿qué?

Ana lleva dos años contando “sus miserias” en el colegio de sus hijos, en su centro de trabajo, en el médico, en los encuentros con los trabajadores sociales... Cuando por fin se decidió a acudir a la comisaría, cuenta, un agente se burló de ella. “Me derrumbé, aunque tres semanas después saqué fuerzas para ir directamente al juzgado”.

“A partir de ahí, las facilidades que te ponen son nulas. Todo tienes que hacerlo tú porque, dicen, es la mejor forma de ir asumiendo lo que te está pasando –relata Ana–. No hay coordinación entre los órganos implicados y muchos no tienen ninguna sensibilidad con nosotras. En mi caso, además, ha habido irregularidades en el proceso. La orden de protección tardó en llegar bastante más de las 72 horas que son habituales tras la denuncia”.

Desde la absolución de su agresor, Ana sale a la calle con miedo. Hace unos días, su expareja la siguió en las inmediaciones de su casa y se burló de ella. “Las llamadas y los mensajes –asegura– también son constantes. En las redes sociales se refiere a mí como la puta loca de su exmujer y justifica la violencia machista”.

“Y mientras, la vida sigue. Aunque yo ya hace tiempo que no vivo, sólo tiro del carro”, dice la mujer con la voz entrecortada. Se le empañan los ojos y murmura: “A veces me planteo si de verdad todo esto ha servido para algo”. Su mayor temor ahora es recibir la orden de que comienzan los permisos de visita que vuelven a poner en contacto a su exmarido con su hija en un punto de encuentro. “No sé cómo preparar a la niña y tampoco cómo prepararme a mí misma para esto. Sólo intento que tenga una vida lo más normal posible”.

Fuentes del Observatorio advierten de lo peligroso de mandar el mensaje de que “denunciar no sirve para nada”. Poner una denuncia, defienden, “puede salvar vidas”, aunque la sensibilización de los operadores judiciales sigue siendo la asignatura pendiente. “Hay que pensar que a la denuncia le acompaña el inicio de un proceso judicial largo, que nadie suele explicar a las víctimas”, señala Marta Monllor.

Ella trabaja día a día con mujeres que quieren dar el paso, que “quieren romper la baraja”. Pero no es fácil. “La vinculación emocional con el agresor es muy fuerte –explica– y muchas mujeres caen en contradicción en las declaraciones por miedo y culpa, lo que se les puede poner en contra en la resolución”.

“Sigue habiendo una bolsa de maltrato oculto”

A pesar de que cada vez existe un tejido más amplio de apoyo y asesoramiento para las víctimas de violencia machista, la realidad es que el número de denuncias sigue disminuyendo. En el tercer trimestre de 2013 se redujeron en un 2,3% en relación al mismo periodo del año anterior. “Continúa habiendo una bolsa de maltrato oculta”, afirman fuentes del Observatorio, que también llaman la atención sobre el aumento de casi un 1% de las renuncias a continuar con el proceso judicial. Según datos de la misma fuente, la relación pasa a ser de 12,1 renuncias por cada 100 denuncias presentadas, cuando en 2012 fue de 11,7.

La dependencia emocional es, según las expertas, el principal motivo que impulsa el abandono. “La víctima se retracta de su decisión porque le da pena, se siente culpable de romper la unidad familiar, de que sus hijos crezcan sin su padre...”, apuntan desde el Observatorio.

Ana vivió sometida a esos sentimientos hasta hace poco más de un año. Estuvo a punto de renunciar, pero su familia lo impidió. “Pensaba que le haría daño con todo este proceso. Hasta el último momento intentaba agradarle para que no se enfadara. No era yo, simplemente no era yo”, repite entre la angustia y la vergüenza.

“Pasan de media dos años hasta que una mujer empieza a plantearse que quizá puede estar conviviendo con alguien que no tiene un mal día, sino que es un maltratador”. Maribel Maseda, enfermera especializada en Psiquiatría, lo explica en La zona segura, su último libro.

En los primeros momentos, las víctimas negocian, ensayan comportamientos para agradar y mantener la estabilidad de la pareja. “En este estadio –precisa Maseda–, si alguien intenta convencerlas de que su situación no es normal, se alejarán de esa persona; ya sea un familiar, una amiga o una psicóloga”.

Otras mujeres se ponen en contacto con servicios de atención para la violencia de género buscando atención psicológica para sus parejas, pero no se reconocen como víctimas. Incluso, como le ocurrió a Ana, acuden a su médico de cabecera y les explican sus síntomas (nerviosismo, náuseas, angustia...), aunque no la causa. “Es todo un proceso que puede alargarse durante muchos años”, explica Maseda.

“La sociedad parece que sigue sin entender por qué las víctimas permanecen al lado de su agresor. Se ignora cómo este tipo de relaciones anulan por completo la voluntad de las mujeres y las someten a una relación de dependencia insana que impide que abandonen a su verdugo, como una madre que protege a su hijo y nunca renunciaría a él”. Y acaba con una reflexión: “Si en los propios grupos de amigos a veces no reconocemos a un amigo maltratador, ¿por qué exigimos a las mujeres maltratadas que sí lo hagan?”