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Suárez y el rey: la sociedad que no sobrevivió a la Transición

Adolfo Suárez tiene una cita fundamental en su agenda solo tres meses después de ser elegido presidente del Gobierno. La idea ha partido de Torcuato Fernández Miranda, el arquitecto del suicidio de las Cortes franquistas y del nombramiento del propio Suárez, y cuenta con el total apoyo del rey Juan Carlos. Debe convencer a ese paquidermo medio dormido pero peligroso que son las Fuerzas Armadas de las bondades de la Ley para la Reforma Política que tiene que aprobarse en referéndum en diciembre. Veintinueve coches negros con capitanes generales, tenientes generales y otros jefes militares llegan el 8 de septiembre a la sede de Presidencia del Gobierno, entonces situada en el Paseo de la Castellana. Les espera un político tan seguro de sí mismo que cree que puede convencer de todo a todo el mundo. 

Carismático, embaucador y hasta mentiroso si la ocasión lo exige, no hay interlocutor que se le resista. “Suárez les ofreció un show de simpatía, imaginación, talento y compañerismo”, escribe Gregorio Morán en su biografía del presidente. Se adelanta a sus inquietudes y se muestra inflexible en los principios. Les dice a los generales, todos franquistas de larga trayectoria, lo que quieren escuchar. El sistema político debe cambiar y se legalizará a todos los partidos políticos, pero no hay nada que temer. No hay peligro de que la izquierda gane las elecciones. Lo más importante para su audiencia: entre los concurrentes, no estará el PCE. No será legalizado. “Por razones que ustedes entenderán muy bien, eso no podemos hacerlo. Por nuestros muertos y por patriotismo”, les dice.

La referencia a “nuestros muertos” debe de tranquilizar a los militares. Es una forma de decirles que él es uno de los suyos. Que no ha olvidado la Guerra Civil y el franquismo.

En esos primeros meses, Adolfo Suárez ejecuta los pasos que han diseñado entre Juan Carlos I y Fernández Miranda. Muy pronto, eso cambiará. El rey aspira a que el presidente no se desvíe del camino marcado y, especialmente, a que no haga nada que enturbie las relaciones con los militares. 

Se había acostumbrado como príncipe durante décadas de franquismo a tener la boca callada y era consciente de que los dirigentes de la dictadura nunca se habían fiado de él. “Durante 20 años tuve que hacer el idiota, lo que no es fácil”, es la frase que se le atribuye en una conversación con Santiago Carrillo. Sea cierta o no, resume bastante bien su situación. Juan Carlos I no da su primer golpe de autoridad hasta que acepta la dimisión de Arias Navarro en julio de 1976, ante la sorpresa de ese mediocre servidor del régimen. La alternativa que ofrece es Suárez, un hombre de su generación, para que presida un Gobierno que asuma el desgaste de tomar las decisiones políticas. Está bastante convencido de cómo debe ser el final del proceso, pero no tanto de los pasos intermedios. Prima en él la cautela y el deseo de no cometer errores.

Una audacia a la altura de su ambición

Suárez es muy diferente. La audacia es el rasgo que le mueve, solo a la altura de su ambición. Otros dirán que es temeridad. No han pasado más que dos semanas tras la reunión con la cúpula militar y recibe al vicepresidente de su Gobierno, el general Fernando de Santiago, que está furioso por las negociaciones con los sindicatos con la vista puesta en su futura legalización. La reunión acaba en bronca y De Santiago dimite. Eso no estaba en los planes de Juan Carlos y Torcuato, obsesionados con no dar motivos de queja a los ultras en el generalato. Suárez no tolera lo que considera que es una insubordinación de De Santiago, cuya presencia en el Gobierno había sido una herencia del Gobierno de Arias. Es una señal de que empieza a volar solo y es el momento de su primer choque con el general Alfonso Armada, secretario personal del rey. No será el último.

La gran ironía de la Transición es que Suárez fue elegido por el rey Juan Carlos y Fernández Miranda tanto por su lealtad como por su condición de alumno aventajado al que se podría guiar en cada momento en un camino repleto de trampas. Con la victoria rotunda en el referéndum de diciembre de 1976, el elegido se convence de que el mérito es sobre todo suyo. El político servil en el franquismo, que nunca se quedaba corto al halagar a cualquier persona con poder y que estuvo a punto de ser borrado de la historia en varias ocasiones, es ahora una persona diferente. 

A partir de entonces el presidente Suárez ya no obedece órdenes. Él es quien toma las riendas cuando el país queda a unos pasos del precipicio, en la semana de violencia de enero de 1977 que culmina con el asesinato de los abogados de Atocha por la extrema derecha. Él es quien decide cuándo empezar a negociar con Santiago Carrillo y cuándo se legaliza a los comunistas. Antes, no estaba muy a favor, pero termina convenciéndose de que la democracia no será creíble si no están todos los partidos sin excepción en la primera campaña electoral. Una vez más, toma una decisión contra el criterio del rey, que prefiere ir más despacio.

Manuel Prado y Colón de Carvajal, amigo de Juan Carlos y su emisario personal, había celebrado en 1975 y 1976 varias reuniones con el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. Le informa en diciembre de 1976 de que el rey no tiene previsto permitir que los comunistas se unan abiertamente al proceso político tan pronto a causa de la posible reacción violenta del Ejército. Kissinger le responde que la legalización del Partido Comunista es un asunto interno español, aunque también le da su opinión personal: “Dejen que el sistema se estabilice por sí mismo. No creo que necesiten al partido comunista para eso. Si yo fuera el rey, no lo haría. Mostraría su fortaleza no haciéndolo. Tendréis un espectro de oposición política y una opinión pública completamente normal sin él. Puede que la izquierda grite, pero gritará de todas formas”.  

Libertad sin ira

La canción de Jarcha protagonizó el lanzamiento de Diario16 en octubre de 1976. Aunque estuvo prohibida, todos la cantaron y su difusión fue imparable. Esta portada de noviembre del 76 sella el compromiso del periódico con la democracia y refleja el sentimiento de todo un país.

Suárez hace efectiva su decisión de legalizar al PCE en abril de 1977. “Llama al Consejo Superior del Ejército y prepáralos para la legalización”, le ha dicho el rey cuando ve que no hay vuelta atrás. Suárez ignora el consejo. Por un lado, no quiere implicar a la monarquía en una decisión muy polémica. De todas formas, no dejará que sean Juan Carlos y el general Armada los que limiten su capacidad de decisión por el miedo a un golpe militar.

Al día siguiente de la legalización, Suárez se reúne en Zarzuela con el rey, Armada y el marqués de Mondéjar, el principal consejero de Juan Carlos desde 1964. Es el escenario de otro duro enfrentamiento entre el presidente y el general. “Airadamente, Armada pone de manifiesto que considera la decisión un serio error”, escribe Alfonso Pinilla, autor de ‘La legalización del PCE. La historia no contada’ (Alianza). “Suárez, sin ambages, le contesta que no está dispuesto a que se cuestione su autoridad y que la legalización del PCE es estrictamente necesaria para legitimar la reforma hacia la democracia”. El rey calla en la mayor parte de la reunión. Sabe que no puede desautorizar por completo a Suárez a pocos meses de las inminentes elecciones generales. Es tarde para cambiar de caballo. 

“La historia os pasará factura. Habéis retrocedido cuarenta años la historia de España”, dice Manuel Fraga al ministro Leopoldo Calvo Sotelo. En su editorial, el diario ABC se declara escandalizado porque los responsables de la Guerra Civil (se refiere a los comunistas) “se ven, del día a la mañana, en plano de igualdad con cuantos ofrecieron sus vidas a defender a España de aquello que el Partido Comunista anhelaba y a punto estuvo de conseguir: la instalación de nuestra Patria en la órbita en la que hoy giran Polonia y Hungría, Checoslovaquia y Bulgaria, los países de detrás del telón de acero, en fin”. Con tal nivel de paranoia, no es extraño que se extienda en la derecha la idea de que Suárez es un funesto caballo de Troya.

Adolfo Suárez ya está decidido a mantenerse en el poder con la creación de lo que se llamará “el partido del presidente”. Los exministros del franquismo se agrupan bajo Fraga en lo que será Alianza Popular. Puede que Juan Carlos y Torcuato pensaran al principio que él iba a ser una figura de transición que se quemaría en el puesto para que fuera otro el que liderara a las fuerzas liberales y conservadoras. Con el poder en la mano y el control de TVE y otros medios públicos, Suárez piensa que no puede perder. Todos los que aceptan su liderazgo se unen a UCD, cuya ideología se resume en esa vacua expresión que es el “centro democrático” que luego se utilizará tantas veces en la política española. Democristianos, liberales y hasta algunos que dicen ser socialdemócratas se unen a UCD en una ensalada ideológica condicionada por la personalidad de su presidente. A fin de cuentas, Suárez le había dicho antes a su vicepresidente Alfonso Osorio que “en el fondo soy un democristiano”. De la misma forma que antes había comentado a otra persona que “yo siempre he sido un socialdemócrata”. Suárez era todo lo que querías que fuera y si tenías alguna duda él te cautivaba con su sonrisa. 

Con la legitimidad que dan las urnas, ya no tiene que escuchar a Juan Carlos más allá de lo imprescindible. Le exige que prescinda de Armada, que se ve obligado a abandonar Zarzuela. Estamos aún dentro de lo que se conoce comúnmente como la Transición, pero solo hay una persona al frente de la empresa. Fernández Miranda es historia desde hace tiempo. El rey se queda con un papel secundario, excepto en las relaciones con el Ejército. Las notas personales del teniente general Emilio Alonso Manglano –reveladas en el libro ‘El jefe de los espías’, de Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote– confirman el distanciamiento. “A medida que ganaba elecciones (en 1977 y 1979), me hacía menos caso”, contó después el rey al director del Cesid. En el plano personal, el presidente no se corta. “Llegaba siempre tarde” a sus reuniones en Zarzuela, le dijo Juan Carlos.

“Evitar el caos”

Los años 1979 y 1980 son terribles por la crisis económica y el terrorismo. La victoria electoral de 1979 supone un alivio para Suárez que en seguida queda amortizado. Importantes sectores del poder político y económico (con la CEOE de Carlos Ferrer Salat a la cabeza), por no hablar del militar, creen que la solución ya no pasa por las urnas. Son los tiempos del “golpe de timón” o la “Operación De Gaulle”, y el momento en que las miradas se dirigen hacia la Zarzuela. El rey deja hacer a los que dicen hablar en su nombre.

En público, Juan Carlos se mantiene en una posición discreta. No siempre. En su discurso de la Pascua Militar de 1979 intenta marcar límites, por mucho que Suárez le escuche cada vez menos. Elogia las reformas puestas en marcha en las FFAA por el general Gutiérrez Mellado, pero no tarda en mostrar que está muy lejos del estilo arrojado que es habitual en Suárez: “Pero sin prisa, sin excesos ni precipitaciones, con el ánimo de eludir cuantos perjuicios sea posible. Y sin abordar más reformas que las oportunas”.

Los conspiradores pronto cuentan con los buenos oficios de Luis María Anson, que convierte el comedor de la agencia EFE en la antena que lanza el mensaje que cierta derecha quiere escuchar: hay que sustituir a Suárez por una personalidad no partidista que meta en vereda a los terroristas, a los nacionalistas y a la clase trabajadora. Cuentan con el apoyo de la élite económica y la patronal. El único que puede “evitar el caos” es el rey, dice el periodista monárquico más significado. Y desde el principio todos piensan que quien debe terminar de convencerle es el Ejército.

En el libro 23-F. La verdad (Plaza & Janés), de Francisco Medina, el teniente general José Ramón Pardo de Santayana confirma al autor que en julio de 1980 el secretario general de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, le explica el estado real de la relación entre ambos. “Habíamos hablado muchas veces de que el rey estaba muy amigado con Suárez, y eso no nos gustaba a ninguno de los dos, y Sabino me dijo: ‘José Ramón, al rey se le ha caído la venda de los ojos. Sí, sí, ya se ha dado cuenta de quién es Suárez’. Lo que me quería decir es que don Juan Carlos estaba pensando en que Suárez ya no fuese... Me dijo más: ‘Y la solución es formar un Gobierno de concentración nacional’. 

Fernández Campo le pregunta quién puede ser el presidente. Pardo prefiere no mojarse, algo que no se puede decir de su interlocutor, que lo tiene claro: “Tiene que ser un militar”, dice primero, y de inmediato da el nombre de Armada. Pardo da su aprobación: “Tienes razón. Ese sí, porque es una persona que sabe de política, lo ha hecho bien al lado del rey”. Fernández Campo le pone al día: “Eso está hablado, incluso los socialistas están de acuerdo... y eso se va a hacer”. 

Es el momento de la ‘Solución Armada’, que el rey conoce y que, a diferencia de otros movimientos anteriores, no hace nada por impedir. Se intenta montar desde un muy discutible respeto a la legalidad democrática y partiendo de la base de que tendrá la connivencia del rey. Sus promotores se ocupan de que algunos medios de comunicación metan miedo y hagan ver que es la única alternativa si lo que se quiere evitar es una insurrección militar.

Toda esa conspiración a la que se intenta dar una pátina legal, si se convence al sector crítico de UCD para que pacte con el PSOE un Gobierno de unidad nacional, se viene abajo con la dimisión de Suárez y la candidatura de Calvo Sotelo como su sucesor. El presidente no explica las razones de su dimisión, aunque deja una frase que trasluce lo que puede ocurrir si se mantiene en el puesto: “No quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. 

Los militares que han preparado su propia conspiración lanzan el golpe del 23F con el asalto al Congreso. A partir de ese instante y con los ministros y diputados encañonados, la ‘Solución Armada’ es inviable, aunque el general siga intentándolo esa misma noche. 

Los papeles de Manglano dejan un último apunte sobre el gran interés de Juan Carlos I por deshacerse de Adolfo Suárez. A medio camino entre el soborno y la recompensa por los servicios prestados, el monarca le promete una gran cantidad de dinero para convencerle de la retirada. “Le ofreció un millón de dólares a Suárez para cuando dejara de ser PG (presidente del Gobierno). No lo sabe nadie”, escribió Manglano en sus notas. Habían recorrido un largo camino juntos desde que el Suárez, que dirigió RTVE entre 1969 y 1973, se ocupaba de proteger la imagen del entonces príncipe. Con un cheque y un ducado, esa larga amistad y colaboración política tocaba a su fin.