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The Guardian en español

Cómo Barack Obama allanó el camino de la victoria de Donald Trump

Barack Obama y Donald Trump durante su encuentro en la Casa Blanca.

Gary Younge

Con motivo de su 225 aniversario, la Fábrica de la Moneda de Estados Unidos anunció la semana pasada el lanzamiento de una moneda de oro de 24 quilates que simbolizaría la Libertad como una mujer afroamericana por primera vez en su historia. Con su perfil bañado en oro, los labios carnosos y su pelo trenzado y recogido en un moño, la mujer iba acompañada de la palabra “Libertad” sobre su cabeza y “En Dios creemos”, debajo. “Como nación, seguimos evolucionando y, por lo tanto, también evoluciona la representación de la Libertad”, indicó Elisa Basnight, jefa de gabinete de la Fábrica de la Moneda.

Lamentablemente, la representación está evolucionando mucho más rápido que el país. La moneda tiene un valor nominal de 100 dólares. En 2010, un estudio calculó que la riqueza mediana neta de una mujer de color era de tan solo 5 dólares. En la actualidad, las mujeres negras ganan 65 centavos por cada dólar ganado por un hombre blanco; la situación no ha cambiado en los últimos 20 años. En otras palabras, las mujeres negras no se pueden permitir comprar la moneda creada a su imagen y semejanza, ya que tienen un trabajo mal remunerado que les proporciona libertad sin igualdad.

Durante los últimos ocho años, el simbolismo ha tenido un efecto saciante sobre el sector más progresista de Estados Unidos. Una parte importante de la población, entre los que se incluyen los que parecen más inclinados a apoyar a Barack Obama, ha afirmado sentirse más orgullosa de su país; incluso cuando su situación empeoraba. Los Obama, una familia negra, atractiva, impoluta y sin escándalos, han simbolizado un futuro esperanzador, no solo para Estados Unidos sino también para el resto del mundo. Fotogénicos y con una elegancia sin estridencias, esta familia de color todavía parecía más atractiva en blanco y negro. Triunfadores hechos a sí mismos, los Obama fueron una nueva versión de Camelot sin el castillo y convencieron al público de que todo era posible, a pesar de la crisis económica, la inmovilidad social y la incertidumbre política.

Cuando este viernes Obama entregue las llaves y de los códigos a Donald Trump, muchos progresistas estarán de luto por el periodo que dejan atrás, seguirán sin procesar lo que ha pasado y sentirán una gran ansiedad por lo que nos depara el futuro. Es un cambio radical; tanto desde un punto de vista político como retórico y estético. Del intelectual de color que siempre buscaba el consenso a un tipo vulgar “metemano” y permanentemente bronceado.

Sin embargo, existe una conexión entre “la nueva normalidad” y la anterior y es necesario que la comprendamos si queremos que la oposición a Trump vaya más allá de unos cuantos memes en Twitter, fruto de un sentimiento de impotencia y de nostalgia. Esta transición es mucho más que una secuencia cronológica; un mal presidente que sustituye a uno bueno. Es una consecuencia: una agenda horrible que ha sido posible gracias al fracaso de su antecesor. Es fácil para los progresistas aborrecer a Trump. Es un charlatán, se irrita con facilidad, presume de haber acosado sexualmente a mujeres, y es un fanfarrón y un fanático.

Para criticar su agenda no hace falta tener grandes dosis de energía moral. Y es por este motivo que resulta tan difícil entender su popularidad. Del mismo modo, es fácil para los progresistas admirar a Obama. Es un político prudente, reflexivo, inteligente y articulado; además, ha impulsado medidas acertadas a pesar de la intensa oposición de los republicanos. Y es precisamente por este motivo que a los progresistas les cuesta criticar su presidencia.

Trump no surgió de la nada 

No podemos culpar a Obama de la victoria de Trump. Fueron los republicanos los que, ansiosos por acaparar votos, provocaron un estado de ánimo en las bases que más tarde no pudieron controlar. Ellos lo nombraron candidato y, de momento, permiten su comportamiento. Sin embargo, no sería honesto afirmar que Trump surgió de la nada y que su ascenso no guarda relación con los dos mandatos de Obama.

Para comprender esta relación debemos analizar la identidad de Obama: un hombre negro con un padre ausente, musulmán y keniata. Esta original constelación de identidades fue como una droga para un sector cada vez más vociferante del Partido Republicano, en un contexto de guerra, inmigración y conflictos raciales. Trump no ha inventado el racismo. De hecho, la estrategia de utilizar los conflictos raciales para ganar votos ha acompañado al Partido Republicano desde hace cincuenta años. Sin embargo, Trump no siguió el protocolo diseñado por Richard Nixon. Cuando era presidente, Nixon le dijo a su jefe de gabinete: “Tienes que asumir el hecho de que el problema son los negros y la clave es crear un sistema que reconozca esta realidad pero sin que sea evidente”. Durante la campaña, Trump optó por los insultos racistas directos.

Si bien el racismo ha jugado un papel en estas elecciones que no debe ser menospreciado, tampoco debemos exagerar el impacto que ha podido tener sobre el resultado electoral. Es evidente que Trump envalentonó a personas que ya eran racistas, pero no podemos saber a ciencia cierta si otras personas se hicieron racistas tras escuchar sus discursos. Ha tenido la misma proporción de voto blanco que Mitt Romney en 2012 y que George W Bush en 2004. Los discursos racistas de Trump han determinado la percepción que los progresistas tienen de él, pero no la que tienen los republicanos.

Existe una conexión muy profunda entre el ascenso de Trump y las medidas económicas de Obama; no tanto las que impulsó sino las que no llevó a cabo. Llegó a la Casa Blanca en un momento de crisis económica, el Partido Demócrata tenía mayoría en el Congreso y en el Senado, y los banqueros estaban a la defensiva. Podría haber reformado el sistema financiero en favor de los intereses de las personas que lo habían votado pero optó por proteger a los banqueros.

Solo unos meses después de su llegada a la Casa Blanca, convocó una reunión a la que asistieron los responsables de los principales bancos del país. Ron Suskind cuenta en su libro Confidence Men que uno de ellos le explicó lo siguiente: “Cuando el presidente se reunió con nosotros, nos sentíamos muy vulnerables. Nos podría haber pedido cualquier cosa y lo habríamos hecho. Sin embargo, no lo hizo, quería ayudarnos y silenciar los gritos de la muchedumbre”. Muchas personas perdieron sus casas mientras que los bancos se siguieron enriqueciendo y los directivos recibieron una bonificación.

En 2010, Damon Silvers, del grupo independiente de supervisión del Congreso, explicó a unos funcionarios del Tesoro: “Podemos buscar una solución racional al problema de los embargos masivos o podemos proteger el sistema bancario. No podemos hacer las dos cosas”. Optaron por proteger a los bancos. No es de extrañar que su decisión no gustara a los ciudadanos. Cuando faltaba un año para que terminara el primer mandato de Obama, el 58% de los ciudadanos, entre ellos la gran mayoría de demócratas y de independientes, querían que el gobierno frenara los embargos. El secretario del Tesoro, Timothy Geithner, hizo todo lo contrario e impulsó un programa que permitió que los bancos se salieran con la suya y no tuvieran que dar explicaciones.

Promesas incumplidas

Cuando Hillary Clinton propuso dar continuidad a las políticas de Obama, algo así como un tercer mandato, cayó en un error más grave que la falta de imaginación: no percatarse de que los dos primeros mandatos no habían sido capaces de cumplir las promesas electorales.

El año pasado, por estas mismas fechas, menos de cuatro personas de cada diez estaban satisfechas con las políticas económicas de Obama. Cuando la semana pasada se les pidió que evaluaran los progresos realizados durante la presidencia de Obama, el 56% de los estadounidenses dijo que el país había ido atrás o se había quedado donde estaba, mientras que el 48% afirmó que la brecha entre ricos y pobres ha aumentado. Solo el 14% indicó que se habían hecho avances. Esto explica por qué las bases de Obama –formadas por los jóvenes, los negros y los pobres– no votaron el pasado noviembre y por qué ganó Trump. Son los que no han visto sus sueños cumplidos; personas que votan porque quieren un futuro mejor y no porque temen un futuro peor.

Obviamente, los multimillonarios que integran el gabinete de Trump no lo harán mejor. Todo parece indicar que lo harán mucho peor. Sin embargo, incluso cuando protestamos contra la legitimidad de “la nueva normalidad” debemos evitar afirmar que antes teníamos un equipo popular y eficaz, ya que lo cierto es que “la antigua normalidad” tampoco funcionaba.

Que recordemos con nostalgia los años que la familia Obama pasó en la Casa Blanca, incluso cuando todavía no se han mudado, no significa que echemos de menos algunas de las medidas que Obama impulsó.

Como les explicará cualquier persona que consiga la nueva moneda conmemorativa, hay un abismo entre las cosas que parecen diferentes y te hacen sentir bien y las cosas que consiguen impulsar el verdadero cambio y hacen el bien. No debemos infravalorar la importancia de los símbolos, pero tampoco debemos confundirlos con la verdadera sustancia. 

Traducción de Emma Reverter

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