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El fin del principio

Médicos de la UVI del Hospital Universitario de Canarias atienden a un paciente con COVID-19.

Manuel L. Fernández Guerrero

Profesor emérito del Dpto.de Medicina en la Universidad Autónoma de Madrid —

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En un mundo en el que “jamás los hombres se habían creído tan inteligentes, tan seguros de estar en posesión de la verdad; en el que nunca habían demostrado tal confianza en la infalibilidad de sus juicios, de sus teorías científicas, de sus principios morales”,  la pesadilla de Raskolnikof, el atormentado personaje de Dostoyevski de Crimen y castigo, se hizo realidad: “Durante el delirio de la fiebre creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia espantosa y sin precedentes, que se había declarado en el fondo de Asia y se había abatido sobre Europa”. Esta enfermedad, denominada por la OMS COVID-19, término no descriptivo, neutral e insípido, ha producido a fecha de hoy más de tres millones de casos en el mundo con 229.000 fallecimientos y en España, uno de los países europeos más castigados, más de 245.000 infectados y más de 25.000 muertos. El virus ha irrumpido hasta los huecos más recónditos de nuestra convivencia y ha puesto en jaque la totalidad de las dimensiones de lo social. Como las tragedias griegas, es un drama que verosímilmente se va a representar en varios episodios. En este escenario conviene reflexionar sobre algunas cuestiones: dónde estamos, qué hemos podido hacer mal y qué tendremos que enfrentar en los próximos meses.

A juzgar por el número de nuevas infecciones, altas hospitalarias y fallecimientos, nos encaminamos hacia la remisión de este primer episodio: “No es el final, no es ni siquiera el principio del final; pero puede ser, más bien, el final del principio”, por usar la bien conocida expresión de Churchill de noviembre de 1942 en un momento de inflexión del curso de la guerra. En este estado de cosas, el Gobierno ha anunciado las líneas maestras para suavizar las medidas de confinamiento vigentes hasta ahora.

En estos meses, la respuesta del sistema sanitario público ante la epidemia ha sido una hazaña digna de recordar rendida en condiciones de escasez de medios de diagnóstico y equipos de protección, de camas hospitalarias y de UCI, con riesgos personales, inseguridad e incertidumbre derivada del desconocimiento de una enfermedad nueva para la que aún se carece de tratamiento eficaz. Se han movilizado todos los recursos disponibles, se han habilitado camas en hoteles, se ha montado un hospital en un tiempo inverosímilmente corto con capacidad para 5.500 enfermos con la ayuda del Ejército y corporaciones públicas y privadas; se ha reorientado toda la actividad clínica asistencial para atender pacientes con COVID-19 utilizando quirófanos, salas de reanimación y otros habitáculos para transformarlos en UCI;  las unidades de cuidados respiratorios intermedios, allá donde estaban desarrolladas, han compensado en muchos casos la insuficiencia de camas de UCI y han desarrollado una tarea espléndida. Se estima que más de 40.000 profesionales entre médicos, enfermeras/os y personal auxiliar se han contagiado y han fallecido decenas de ellos, como también otros servidores públicos; además existe preocupación sobre las consecuencias psicológicas y emocionales por el estrés al que han sido sometidos. Esto es de extrema importancia ante la necesidad de mantener activado y a punto todo el sistema asistencial durante los próximos meses.

Históricamente, la prontitud de la respuesta desde la salud pública ha sido clave en la contención de las epidemias. Esta respuesta, sin embargo, ha estado siempre entorpecida por la incredulidad, por el miedo a alarmar y por el interés de proteger legítimos intereses económicos entre otros. En 1957, con la gripe asiática a las puertas, el entonces Surgeon General de los EEUU Leroy E Burney, algo así como el jefe operativo de salud pública, escribió: “Estoy seguro de que cualquier cosa que hagamos será criticada, tanto si hacemos mucho como si hacemos poco; al final espero poder decir que hicimos todo lo que debíamos de la mejor manera posible dentro de las limitaciones del conocimiento científico y del procedimiento administrativo”. Para entender esto es necesario considerar que la práctica clínica y otras disciplinas médicas actúan permanentemente en la incertidumbre y, aunque el saber científico no es un sonámbulo que vaga en la noche, tiene límites considerables. Estas limitaciones determinan unas condiciones que me atrevo a calificar de trágicas en las que los políticos tienen que decidir y actuar.

Con esta premisa, creo que el Gobierno no valoró adecuadamente el riesgo de extensión de la epidemia y su gravedad en las dos primeras semanas, pasando después de un nivel bajo de restricción a uno elevado. Considero un error no haber prohibido las manifestaciones del Día Internacional de la Mujer el 8 de marzo y el mismo día un mitin de Vox en Madrid, cuando ya habían sido reportados 1000 casos y 28 fallecimientos de COVID-19. También se pueden criticar la improvisación, la debilidad de nuestros sistemas de salud pública, la carencia de equipos de protección personal, la adquisición de los escasos test diagnósticos validados o la gestión y supervisión de las residencias de ancianos, entre otros. Es en tiempos de crisis sanitaria como la actual cuando las consecuencias de las políticas neoliberales de los últimos 20 años sobre los sistemas sanitarios se hacen patentes. La competición en los mercados internacionales ávidos de negocio por el material sanitario, incluyendo la competición entre nuestras propias comunidades, así como la comercialización de productos defectuosos, ha sido una cuestión bastante deprimente que hemos compartido con otros países. Aparte de esto, muchas críticas a la gestión gubernamental han sido desproporcionadas y más bien propias de la competición política; otras muchas sordas a la evidencia científica, infundadas y absurdas, cuando no mezquinas.

Como en otros países europeos, las normas de confinamiento social estricto articuladas por el Gobierno desde que fue decretado el estado de alarma el pasado 14 de marzo han sido esenciales para contener y doblegar la extensión de la enfermedad y la sociedad civil ha cumplido su parte. Con ansiedad y angustia, exilio interior y ausencia de los seres queridos; dolor por la pérdida de familiares difuntos a los que no se ha podido acompañar; en incalculables ocasiones familias de muchos miembros viviendo en pequeños pisos en condiciones precarias; de esta manera, la población ha seguido unánimemente los requerimientos de la autoridad sanitaria. Así, con sufrimiento, todos hemos tenido la oportunidad de colaborar para frenar la expansión de la epidemia. Las diferencias en los resultados respecto a otros países como Alemania habrá que buscarlas en otras variables como la calidad del sistema de salud pública, el número de test realizados para marcar y aislar portadores, la especial situación de las masificadas residencias de ancianos y otros factores sociodemográficos que habrá que investigar en el futuro.

A partir de aquí, la pregunta del millón: ¿qué nos es dado esperar en los próximos meses de desconfinamiento progresivo? Mientras el virus siga circulando entre la población sin haber alcanzado un nivel significativo de inmunidad grupal, es muy probable que sigan apareciendo nuevos casos durante el resto de la primavera y quizás en menor escala durante el verano. Es evidencia científica que el número de casos detectados es solo la punta de un iceberg con una gran masa oculta, silente en  ausencia de síntomas de enfermedad. Algunas de estas personas pueden transmitir la infección. De igual forma, durante un periodo anterior al desarrollo de los síntomas que puede variar entre 4 y 8 días, los pacientes son potenciales transmisores de la infección.

En un reciente estudio de seroprevalencia realizado en la ciudad de Nueva York, se encontró que el 14% de la población había sido infectada. Aunque no sabemos con certeza si estas personas con anticuerpos frente al virus están realmente inmunizadas ni cuánto tiempo duraría dicha protección, se considera que en cierta medida deben estar protegidos al menos temporalmente. En un estudio de seroprevalencia en un hospital de Madrid entre el personal sanitario, se encontró que el  23% habían sido alcanzados por el virus. Aunque resulte aventurado, es posible que en el momento presente estemos en niveles de seroprevalencia en una ciudad como Madrid en torno al 15%, con lo cual existe una gran masa poblacional susceptible al contagio.

Será pues muy necesario anticiparse y continuar a ritmo acelerado la realización de test de detección viral y serologías, encuestas de contactos y cuarentena. La benignidad de la epidemia en ciertas regiones y comunidades no debe ser excusa para atenuar estas medidas; antes bien, son precisamente estas zonas las que podrían tener mayor riesgo de recrudescencia y severidad de la epidemia. Para ello será imprescindible movilizar recursos desde la asistencia primaria lastrada por los recortes presupuestarios durante años y los servicios de salud pública a todos los niveles de la administración. El distanciamiento físico entre las personas, la limitación de asistentes a reuniones y acontecimientos sociales, culturales o deportivos y la utilización generalizada de mascarillas debería ser obligatoria allí donde se concentren personas como en el transporte público y hasta que tengamos vacunas disponibles, son medidas esenciales para el control de COVID-19. Todo ello podría evitar o mitigar la posibilidad de una recrudescencia de la epidemia en otoño.

Para terminar, el objetivo fundamental de este artículo es poder aportar un punto de vista médico profesional e independiente y al mismo tiempo el de un ciudadano preocupado por la crispación de la disputa política y la división social en el momento actual de la crisis. Es necesario mayor rigor y ecuanimidad en el enjuiciamiento de la situación por parte de los responsables políticos y comunicadores sociales. Mucho mejor que yo, déjenme que traiga aquí unas ideas de Arthur Schopenhauer, el filósofo que atemperaba las pasiones, que nos vienen al pelo: “Quien quiera que su juicio merezca crédito tiene que expresarlo con frialdad y sin pasión. Pues toda vehemencia procede de la voluntad, de ahí que puedan atribuir a ésta, y no al conocimiento, que es frío de por sí, el juicio emitido”.

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