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Libertad, igualdad, fraternidad

Macron, en un acto de campaña en Sarcelles, norte de París.

Miguel Roig

La fotografía que muestra estos días, nuevamente, con motivo del cumplir sus primeros cien días de gestión, a Donald Trump al volante de un camión en la Casa Blanca intimida. La risa desbocada, las manos firmes en el volante, las mismas que tuitean sin freno alguno contra Corea, México o las mujeres y hombres que le plantan cara en las manifestaciones día a día, recuerdan –y la asociación tiene el estímulo de sus gestos– a los fanáticos que estrellan camiones contra los ciudadanos. La idea, obvio, es exagerada. La imagen de Trump, también.

Estos cien días obligan al balance y, según los analistas, Trump morigera su discurso y regresa de algunos de sus excesos. Se afirma que ha incorporado la realidad a su relato. Recuerda esta observación a Mariano Rajoy cuando indicó que su programa estaba sujeto a la soberanía de la realidad más que a la del electorado. No hace falta recurrir a Lacan para advertir que la realidad no es lo real sino una representación que se construye desde lo simbólico y lo imaginario.

Ocurre que a cien días de mandato de Trump, a pesar de tener una muy baja imagen si se lo compara con otros presidentes americanos, hoy, dicen las encuestas, volvería a ganar. ¿Qué “realidad” construyen sus votantes?

“Pensé que sería más fácil gobernar. Es diferente llevar una empresa, aquí se necesita corazón, en los negocios no”, declaró como conclusión del prólogo de su experiencia en la Casa Blanca. El matiz emocional es lo que lo sumerge en la realidad de cara a su relato electoral y el toque pragmático frente a China, Corea y Siria, aquello que los analistas ven como un aporte de racionalidad, sumado a una nueva desregulación financiera, la mayor después de la que ejecutó Ronald Reagan, una reducción drástica de impuestos y un vigoroso impulso a la industria armamentista. Son los mismos análisis que, después del Brexit, leían la situación en clave de volatilidad financiera y no como erosión social.

Ocurrió con la última elección en Holanda y el debate continúa frente a las opciones que enfrentan a Emmanuel Macron y Marine Le Pen en Francia en la segunda vuelta electoral.

La oferta de Le Pen no merece el menor análisis en cuanto al menú político que pone ante nosotros, pero el discurso de Macron no es menos inquietante puesto que disuelve todas las certezas acumuladas en el devenir democrático: niega el eje derecha/izquierda y enarbola una libertad republicana alejada de todo nacionalismo excluyente pero aniquilando la igualdad y licuando la fraternidad en un cosmopolitismo global cuyo marco es el capitalismo financiero, esfera laboral, por cierto, de la cual procede careciendo de pasado político.

La novedad de Macron no va más allá de una versión reloaded de Nicolas Sarkozy. Es decir, la respuesta, mal que le pese, populista del sistema.

El economista James K. Galbraith, en un artículo de esta semana en Dissent, plantea que la única respuesta posible para superar este arrebato de las derechas extremas, tanto las explícitas como las que representan Le Pen y Trump o las bautizadas de manera piadosa como “centro radical” o “extremo centro” que abandera Macron en Francia, es un programa de pleno empleo, salarios justos y amplia inversión en necesidades sociales, culturales y ambientales, respaldado por impuestos que caigan directamente en las rentas más altas; un programa, en el caso de Estados Unidos, capaz de desmantelar la oligarquía dinástica que dirige el país desde 1981. “Es tiempo –escribe Galbraith–en definitiva, de un programa de izquierda al menos tan radical como el que está ejecutando la derecha”.

A este encuadre también lo podemos llamar “realidad”.

El día del aniversario de los cien días de Trump, Amnistía Internacional realizó una manifestación frente a la embajada de Estados Unidos en Londres a favor de los refugiados. Cientos de activistas se vistieron con trajes de la Estatua de la Libertad.

En la década de los setenta, la militancia de izquierdas no dejaba de recordar que la Libertad era un regalo de los franceses a los americanos para conmemorar el centenario de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos. La Libertad, decían, se colocó a las puertas de Nueva York; nunca entró en el país. Podríamos decir que ahora anda perdida, deambulando de manifestación en manifestación por las plazas del mundo.

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