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La alegría pública

Atlantic City Beach , c. 1905 / George Eastman House Collection /

Silvia Nanclares

Escribo esta columna desde un bar en Méndez Álvaro, Madrid. Una franquicia, que siempre son más frías y menos literarias. No sé si podríamos llamar a esto un barrio. ¿El barrio de la Estación Sur? ¿Del Planetario? Todas las casas y edificios de oficinas son muy nuevos y el comercio pequeño brilla por su ausencia. Como me dijo una madre vecina de esta zona en una ocasión: “Aquí puedes coger un bus a cualquier parte de Europa y más allá, trenes a todas las ciudades de España, pero no puedes ir andando a comprar un lápiz”. He dicho “una madre” con toda la intención, porque cuando te conviertes en eso, en madre, tu percepción de la ciudad, de la calle, de los servicios públicos, cambia radicalmente. Descubres la alegría pública. Te empieza a importar menos tu realización personal (sea lo que sea eso) que poder meter tu carrito en el bus que te lleva a la escuelita. O poder pagar dicha escuela, o tener amigas o familiares que puedan quedarse con tu hijo, o tener una buena pediatra (o una pediatra, sin más) en el Centro de Salud. De pronto, todos esas cosas se convierten en indicadores de la medida de tu felicidad. Por ejemplo, un lápiz deja de ser una herramienta de otro siglo para conectarte con el proceso de adaptación de tu hijo al nuevo curso. 

Escribo esta columna desde un bar de Méndez Álvaro mientras mi hijo pasa su primera hora solo en la escuela del Ayuntamiento de Madrid en la que ha sido admitido (insertar aquí confeti, marcha triunfal, flash mob o cualquier otra cosa que remita a un entusiasmo desbordante). No me quedo corta si os digo que esta ha sido una de las alegrías del año para la familia de quien suscribe. No, no ha sido ir de vacaciones a un sitio insospechado y maravilloso, o haber sido capaz de haber seguido escribiendo, o haber recuperado el cuerpo que tenía antes de parir gracias al Vikram Yoga, o haber participado en proyectos novedosos y/o bien pagados. No, nada de esto ha ocurrido, y todo ello, sin duda, habría supuesto una gran dosis de alegría en mi vida A.M. (Antes de la Maternidad). Pero no, de las mejores cosas que me (nos) ha pasado este año es eso: que nos han dado plaza en la escuela infantil pública. 

La escuela, una de las trece que el anterior gobierno municipal de Madrid inauguró a principios de este año, es un edificio horrible (hola, Arquitectura Contemporánea) pero por dentro os juro que parece Estocolmo (o mi idea de cómo deben ser las escuelas públicas de Estocolmo). No hay una sola escalera en todo el edificio, todas las aulas dan a patios acolchados y areneros, la luz lo llena todo, el equipo parece entregado a la labor. ¿Estoy soñando? Todo esto a cambio de una tasa de 94€ en concepto de comedor. Respiro, que hiperventilo. Venimos de pagar 450€ el año pasado en la privada. Nos aceptaron a mediados de junio, un mes después de las elecciones municipales, y os juro que amé de golpe y retroactivamente a Carmena y a su equipo cuando nos dijeron el precio de la escuelita. Fui más reformista que nunca. 

Me encantaría tener otro hijo, y sé que a esa decisión contribuirá más el aumento o la disminución de los indicadores de alegría pública de mi entorno que mi deseo personal o la inconsciencia de nuestra familia para liarnos la manta a la cabeza. La regulación de los alquileres, el aumento de las escuelas públicas, o cualquier otra política pública que facilite cuidar y vivir con dignidad, pesarán mucho en la decisión. Y, por supuesto y casi en primer lugar, poder disfrutar de un permiso de maternidad más amplio para poder cuidar(me) con alegría. Gracias a la última aprobación de la ampliación de los permisos paternales, mi compañero notaría la diferencia entre una y otra crianza, pero yo no. Olé. Gracias, por cierto, Teresa Rodríguez, por recordárnoslo esta semana, por poner el cuerpo de madre reciente en el centro del debate público, por reclamar que el aumento de las cotas de alegría pública han de crecer para todas, para todos los cuerpos, para todas las familias.  

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